El horror de morir por nada, por Bernard-Henri Lévy

El filósofo francés Bernard-Henri Lévy viajó a Angola, Burundi, Sri Lanka, Sudán y Colombia en busca de las guerras olvidadas. En el 2001 publicó un estremecedor texto en Le Monde y Diners lo tuvo en exclusiva para Colombia.
 
El horror de morir por nada, por Bernard-Henri Lévy
Foto: www.bernard-henri-levy.com (CC BY-SA 4.0)
POR: 
Bernard-Henri Lévy

Revista Diners de julio de 2001. Edición 376

¿Quién mata más y mejor: un fascista o un guerrillero marxista? Los habitantes de Quebrada Nain no lo tienen nada claro. Hace un mes fueron los primeros, los paramilitares de Carlos Castaño, los que llegaron a la aldea y asesinaron a veinte vecinos, sospechosos de colaborar con la guerrilla marxista. Ocho días después fue la guerrilla de las Farc, o Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, la que desembarcó en el pueblo y, so pretexto de que los supervivientes no habían resistido lo suficiente y que quizá, nunca se sabe, habían confraternizado con el enemigo, mató a otros diez vecinos.

Hoy, tres supervivientes de esta doble matanza han vuelto al lugar del drama, en esta aldea del fin del mundo, en los confines del departamento de Córdoba. Han venido a recuperar lo que queda de sus utensilios, efectos personales y objetos varios que, en la precipitación de las dos noches trágicas, abandonaron tras de sí. Ellos son Juan, el mayor; Manolo, alias “el Rubio”; y Carlitos, el maestro. Fue este último el que, el día de mi visita al campo de Tierralta, el pueblo principal del municipio, me propuso acompañarlos. ‘Para nosotros, ir con un gringo es una protección. Eso les impedir rematamos”.

Salimos, de madrugada, en el autobús sin cristales que hace el trayecto hasta la presa eléctrica de Frasquillo. Rodamos una hora, a lo largo del río Sinú, por una carretera bastante buena, rodeada de árboles en flor y en la que no encontramos control alguno (¿prueba de que los paramilitares están en sus casas de Córdoba?). En Tucurá, al lado del río, cruzamos la presa, así como el campamento construido por suecos y rusos, y seguimos más lejos, a Frasquillo, para coger una barca que nos deposita en la otra orilla, al pie de la montaña.

Poco antes del mediodía, tras una hora de marcha una pista sin asfaltar, llegamos a ese lugar de desolación n que se ha convertido Quebrada Nain.

Hay algunos paisanos llegados de la aldea vecina: ¿Cómo están las cosas en Tierralta? ¿Hay trabajo y dinero? También hay otro grupo de indios de una aldea más al norte, en las orillas del Parque Paramillo, en plena zona Farc, que también ha venido en busca de noticias: ¿Qué hace el Ejército? ¿Es verdad que ya no protege a la gente y que confisca las escopetas de caza? ¿Es posible que esté en convivencia con los paramilitares? Y, sobre todo, lo que más piden es información sobre el asesinato, en Tierralta, de José Angel Domico, el líder de los indios del Alto Sinú, que había bajado para discutir las compensaciones a las que tienen derecho los indios a cambio de las 400 hectáreas de buena tierra anegadas por la presa.

La aldea está desierta. Ni destruida ni saqueada, sólo vacía. Absoluta y terriblemente vacía. Humildes casas de paja y madera dispersas a lo largo del torrente y por las que se percibe en mil signos que ha pasado el viento de la loca violencia de un doble asalto mortal.

¿Por qué?

Mirando a lo que fue su casa, a la que la humedad, el polvo y la fuerza inexorable de la vegetación han comenzado a comer los muros, pudrir el techo e inflar el suelo de tierra batida, Manolo se pregunta: “¿Por qué han venido? ¿Por qué han hecho esto aquí? Aquí, en Quebrada, nunca habíamos tenido nada de violencia … “. Y uno percibe, en el tono cansado y cantarín de su voz, que son preguntas que nunca deja de plantearse, con las mismas palabras, desde hace meses.

“Por culpa de los narcos”, responde Juan, en el mismo tono. “Parece que van a instalar aquí una cocina, un laboratorio de coca y, evidentemente, no quieren testigos”.

“¿Tú crees?”, dice Carlitas. “Habitualmente, quieren estar lejos de la ciudad, para que los helicópteros de los antinarcóticos no puedan llegar hasta ellos. Y nosotros
estábamos cerca…” Juan se santigua y los tres juntos vuelven a dar una vuelta entre las casas vacías.

Colombia en guerra es evidentemente también Bogotá, con sus asesinatos en plena calle, sus sicarios, con esa gente que secuestra al por mayor y que revende los secuestrados al por menor a las unidades urbanas de las Farc.

Colombia en guerra son esas bandas -¿Farc, paramilitares, simples bandoleros?- que van a la búsqueda de los que viven en la ciudad subterránea, es decir, los mendigos de los barrios pobres, y los convencen, entregándoles inmediatamente unos cuantos miles de pesos, para que contraten un seguro de vida en beneficio de un miembro de la banda.

”Tú no tienes nada que hacer”, le dicen al mendigo. “Sólo tienes que firmar aquí. Nosotros nos ocupamos del resto del papeleo con la aseguradora. Y sólo por firmar,
te damos ahora mismo este buen paquete de pesos”.

Como es lógico, el mendigo firma. Emocionado por el paquete de pesos, no se hace más preguntas y firma lo que haga falta firmar. Pero, una vez que ha firmado, comienza la caza al hombre, la persecución por las alcantarillas de la ciudad o por los barrios de chabolas de Belén y de Egipto. Y cuando le han atrapado y matado, cobran la prima del seguro. Se llama operación Bogotá limpia.

Colombia es Medellín, donde me costó un poco de tiempo comprender qué nuevo grupo se escondía detrás de la extraña sigla MAT, que veía continuamente en los muros de la ciudad: ¿Movimiento, Acción, Trabajo? ¿Movimiento por las Ascensión de los Trabajadores? ¿Más amor y Tierra? ¿Movimiento Atípico Terrorista? ¿Movimiento Anarquista Temporal? ¿Movimiento por la Autonomía del Trabajo? Pues no. “Maten a los Taxis”, literalmente. Cacen y liquiden sobre todo a los grandes taxis amarillos, especialmente a los que van equipados con una radio, porque los narcos están convencidos de que se sirven para comunicarse con la policía y denunciar a los camellos de la coca. Desde comienzos de año, ya han matado a 23 en Medellín. Y a 30 en Bogotá. Así, sin más. Por un simple rumor. Cayeron bajo las balas de los matones, tan invisibles como impunes.

Colombia es todo esto. Colombia es la aldea de Quebrada Nain, humilde aldea petrificada por el salvajismo de los paramilitares y de las Farc, las felicidades rotas, las desesperaciones casi mudas, la imagen de Carlitas vagando por lo que fue su calle, con el brazo medio levantado como si quisiese protegerse de un nuevo golpe, esos inocentes que, frente a los dos ejércitos enloquecidos y frente, también, al tercer ejército, el Ejército regular de Colombia, que no mueve un dedo para protegerlos, no saben ni hacia quién volverse ni dónde colocar su esperanza.

Estos hombres, estas sombras de hombres, me parecen la quintaesencia de esta guerra que la emprende, una vez más y ante todo, con los sencillos, los humildes y los desarmados.

“¿Qué pasó en Quebrada Nain? ¿Es posible que sus hombres hayan asesinado a sangre fría a los supervivientes de una masacre perpetrada por los otros, por sus enemigos jurados, los paramilitares?”. El hombre al que planteo esta pregunta se llama lván Ríos y es un alto responsable de las Farc. Estamos en su despacho de San Vicente del Caguán, la base roja, la zona libre – los colombianos la llaman el despeje- que el gobierno, tras treinta años de combates encarnizados y a cambio de un compromiso de iniciar conversaciones de paz, terminó por conceder a los insurgentes, en plena selva amazónica, a 600 kilómetros a vuelo de pájaro al sur de Bogotá.

Un total de 42.000 kilómetros cuadrados de buena tierra. Lo equivalente a Suiza o dos veces El Salvador. Y a lo largo de todo este territorio, en la misma ciudad de San Vicente y en la ruta que conduce al campo militar de Los Pozos, ni un policía, ni un militar del Ejército regular, ni la más mínima huella, en definitiva, del Estado central colombiano. Sólo búnkeres, trincheras y cárceles subterráneas, donde, al parecer, son reagrupados cientos de rehenes secuestrados en el resto del país, campos de coca, toneles, depósitos de ácido sulfúrico y de acetona y, en todas partes, en todos los puntos estratégicos, hombres y mujeres en uniforme, pero distendidos, alegres, casi desenfadados por lo mucho que se sienten en su casa.

“Todo puede pasar”, me contesta Ríos, pequeña silueta redonda, pelo ensortijado y barba negra recortada, que pasa por ser el cerebro de las Farc, uno de los consejeros políticos del jefe supremo, Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo, del que la prensa colombiana suele decir que es “el guerrillero más viejo del mundo”, más viejo todavía que Prabakharan, el tamil. “Todo puede pasar. En todas las guerras se cometen errores, pero…”.

Entra una mujer soldado. Trae un mensaje. La llegada, anunciada para el mediodía, de Camilo Gómez, el alto comisionado para la paz del presidente Pastrana, que viene a reanudar el hilo de un diálogo que, como todo el mundo sabe en Bogotá, está en un callejón sin salida.

Errores, claro que hay. Pero esa no es nuestra actitud habitual. Somos un movimiento
revolucionario. Un movimiento marxista leninista y, por lo tanto, revolucionario. Usted escucha demasiado a nuestros adversarios”, añade.

Parece sincero, simpático y sincero. Pero ¿qué sabe de la situación sobre el terreno? ¿Qué sabe, aquí, en este campamento retirado de Los Pozos, de todos los casos, debidamente documentados por Naciones Unidas, en los que los revolucionarios quemaron, violaron, torturaron y degollaron?

“Yo no escucho a sus adversarios”, le respondo, “sino a las víctimas, a los supervivientes. Y a todas las ONG independientes que les acusan de crímenes, como el reclutamiento forzoso de niños soldados, matanzas, secuestros masivos … “.

Me corta.

-Los secuestros masivos no los hacemos nosotros, sino los guevaristas del Ejército de Liberación Nacional [Eln].

Me doy cuenta de que él también tiene en los muros cuatro retratos del Che Guevara. Pero prosigo.

-Dejemos de lado los secuestros colectivos, ¿y los otros? Un total de 3.000 secuestros individuales sólo el año pasado. Cerca de la mitad se les imputa a ustedes.

-En eso estoy de acuerdo y los reivindico. Secuestramos a los ricos. Es decir, a los responsables de esta guerra. Fueron ellos los que quisieron la guerra. Pues bien, iqué paguen por ello!

Le objeto con ejemplos de gente sencilla a la que secuestraron por diez dólares y de los que me hablaron, en Bogotá, los militantes de la Fundación País Libre. Pero él hace como si no me hubiese oído.

-Es un impuesto. Es normal que la gente pague impuestos. De hecho …

Sonríe. Es demasiado listo para no calibrar la extravagante maldad de lo que va a decir.

-De hecho, hay una forma muy sencilla de no ser secuestrado: pagar de antemano. Eso es lo que hace la gente a menudo. Y, entonces, todo el mundo está contento. Ellos, porque no los secuestramos. Nosotros, porque no gastamos nada en el secuestro. Es el secuestro virtual. ¿Estamos en la era de internet o no?

Y tiendo a mandíbula batiente, me muestra, detrás de él, un gran ordenador, conectado a la red, que le ha permitido, de pasada, informarse sobre mí, antes de mi llegada, y encontrar, sobre todo, un viejo artículo mío contra Castro.

-¿Es que usted es castrista? ¿Cuba es un modelo para ustedes?

-Nosotros no tenemos modelo. Eso fue lo que nos salvó en la época de la caída del muro de Berlín. Pero admita que, en Cuba, que es diez veces más pequeña que Colombia, nadie muere de hambre.

Eludo el tema de Cuba. Pero me agarro a la alusión a la riqueza de Colombia, perfecta transición para abordar la responsabilidad de las Farc en el narcotráfico. “Eso es propaganda americana”, grita, enfurecido. “Los americanos sólo piensan en su querida juventud, pero no en la nuestra. Su única idea es desestabilizar a Colombia y destruir su tejido social”.

-Quizá. Pero ¿es cierto que las Farc están metidas hasta el cuello en el tráfico de coca?

-Ese no es el problema . . El problema radica en que nosotros estamos presentes, en efecto, en regiones de una producción intensa. Así pues, frente a esta situación concreta, la pregunta concreta es la siguiente: ¿Qué hacemos? ¿fumigación, destrucción, nos unimos a los americanos que caen sobre los campesinos y destruyen
el país? Mire.

Se levanta y se acerca a un mapa…

Estas son todas las zonas que han destruido los aviones de los gringos, sus Turbo Trush, sus helicópteros de combate Iroquois. ¿Sabe usted que, aquí, en el Putumayo, están utilizando, en este momento, agentes defoliantes de la familia de los que lanzaron sobre Vietnam? Agentes de los que nadie conoce los efectos que pueden tener a largo plazo sobre la fauna, la flora y la salud.

Y añade: “La verdadera cuestión es política”. Se vuelve a sentar y adopta una pose didáctica. “Se trata de la cuestión del proletariado rural, que trabaja en los campos de coca. Cuestión número 1: ¿Es que es ilegal trabajar, sostener a una familia y sobrevivir? ¿Es que eso los convierte en narcotraficantes? Respuesta: no. El paisano que cultiva la coca sigue siendo lo que siempre ha sido: un campesino. Segunda cuestión: ¿Es normal ver a pequeños propietarios que, no contentos con trabajar como mulos, se hacen comprar sus terrenitos por un pedazo de pan por parte de los latifundistas? Respuesta: no. No vamos a aceptar, cruzados de brazos, la progresión, a favor de la coca, del gran capital en la campiña colombiana”.

-¿Y entonces?

-Entonces, imponemos impuestos. Exigimos un impuesto sobre los latifundios. Y, accesoriamente, impedimos que los flujos de riqueza generados por el comercio de la pasta de coca acaben en los paraísos fiscales. Quiero decirle otra cosa …

Se inclina hacia delante sobre su mesa, con el rostro muy cerca del mío, como si fuese a confiarme un secreto terrible.

– ¿Sabe usted qué es lo que más les duele a los americanos? Que la coca sea un recurso natural. Que forme parte del patrimonio nacional. Y, sobre todo, que en el mercado mundial, donde todas las materias primas, por culpa de la ley de bronce del intercambio desigual, bajan inexorablemente, la coca es la única que mantiene su cotización. Pero, perdóneme, es la hora. Me espera el alto comisionado. ¿Quiere que le presente?

Fuera, bajo el sol, con el brazo derecho escayolado, está, en efecto, el alto comisionado para la paz, Camilo Gómez, uno de los hombres más amenazados de Colombia, aquel cuya cabeza vale más que nada en el mundo para Iván Ríos y los suyos. Junto a él, con la mirada torva y la sonrisa asesina, pero en íntima e hipócrita conversación, está el viejo Joaquín Gómez, miembro de la dirección política de las Farc, pero, en realidad, uno de los mayores traficantes de droga del país.

Vuelvo a San Vicente y, después, a Bogotá, sumido en un estado de verdadera perplejidad. Marxistas, sin duda. Esta gente es, indudablemente, marxista leninista. Pero hay algo en este marxismo leninismo que, a pesar de su irreprochable retórica, no se parece en nada a lo que he podido escuchar y ver en otros sitios.

Conocía el comunismo del tipo soñadores que suben al asalto del cielo y rompen en dos la historia del mundo. Conocí, en el Berlín este de los años ochenta, doctores de la ley estalinistas, para los que la ideología sólo era un látigo ruso para controlar al ganado humano. Pues bien, aquí está el comunismo traficante. El comunismo con rostro de gánster. Un impecable comunismo. El último comunismo, junto con el de Cuba, de Latinoamérica. El comunismo, en cualquier caso, más poderoso, porque es el único que dispone de este cuasi Estado que es la zona libre de San Vicente del Caguán. Un comunismo que no es más que una mafia.

Carlos Castaño, alias Rambo, es el otro actor principal de esta guerra. También él, a la cabeza de un auténtico ejército, y reinando en las regiones de Urabá, Sucre, Magdalena, Antioquia, Cesar, Córdoba, Cauca y Tolima, sobre territorios todavía más vastos, donde se le imputan crímenes horribles.

No me presenté ante él como periodista. A través de diferentes canales le mandé a decir que era “un filósofo francés que trabajaba sobre las raíces de la violencia en Colombia”. Al cabo de varios días de tratos recibí un telefonazo, en el que me fijaban una cita con él para el día siguiente en Montería, la capital de Córdoba, el departamento donde tuvo lugar la matanza de Quebrada Nain.

Montería. Un Toyota. Un chofer mudo. Y tres hora de malas pistas, en dirección a Tierralta.

Finca Milenio, finca El Tesoro … Las aldeas de Canalete, Carabatta, Santa Catalina … Estamos en el corazón de la zona de los finqueros, esos grandes propietarios que, en los años ochenta, fueron los que crearon estas Autodefensas de Córdoba y Urabá, que ahora se llaman paramilitares, el embrión del ejército de Castaño.

Deducción

Y estamos, sobre todo, si mis deducciones son buenas, en el límite sur de Córdoba y de Uribe, por donde pasa la línea del frente con las Farc.

El Tomate, pueblo con su estadio de fútbol aplastado por el calor, sus billares, su gallería para los combates de gallos. Y, de pronto, un gran portalón de madera y otro y otro. Tiendas, cabañas de colores caqui, un garaje de jeeps, una pancarta gigante: “La mística del combate integral”, un tejado de caña bajo el que están reunidos una treintena de hombres con sombreros tipo ranger, hombres blancos, algún negro, un intenso tráfico de armas que transportan de una tienda a otra y, en medio de este inmenso campamento, en el umbral de la tienda más grande, rodeado de hombres en uniforme y con armas, un pequeño personaje nervioso, muy delgado y que me dice, a guisa de presentación: Carlos Castaño.

-Entre, señor profesor.

No hay ironía en su voz, sino, más bien, una consideración por aquel que él piensa que es una autoridad universitaria que viene a visitarle a la selva.

– Yo soy un campesino. Todos aquí somos campesinos. Con un gesto sencillo y casi como disculpándose, señala a los comandantes que tomaron asiento, con nosotros, alrededor de una mesa.

-Quiero decírselo inmediatamente. Lo que a mí me interesa, aquello por lo que me levanté, hace veinte años, contra las Farc, es justicia. Soy un hombre justo.

Habla rápido, muy rápido. Sin darme ocasión de plantearle preguntas. Posee una voz juvenil que no tiene nada que ver con el uniforme, los galones, y la boina que lleva en la cabeza.

-Díselo tú, Pablo, dile que soy un hombre de justicia. Pablo, que está a mi lado, lo dice. Coloca su sombrero sobre la mesa y conftrn1a que el señor Castaño es, en efecto, un hombre de justicia.

-La droga, por ejemplo.

Es él el que aborda, de inmediato, la cuestión de la droga.

-No quiero causarle daño a este país. Me sienta mal hacerle daño. Pero ¿qué puedo hacer yo, si este conflicto está vinculado a la droga y si no se puede entender en absoluto si no se piensa continuamente en clave de droga?

Los comandantes opinan de nuevo.

-Pero, atención. Donde se plantea la cuestión de la justicia es en que nosotros no somos los traficantes. Le prohíbo decir que somos traficantes. Sólo estamos detrás, protegiendo a los campesinos que cultivan. Porque, ¿qué se puede hacer cuando una tierra es estéril y sólo puede cultivarse eso? ¿Es que vamos a prohibirles a los paisanos que se ganen la vida’?

Observación

Le hago observar que habla como Ríos y como las Farc.

-No. También le prohíbo que diga eso. Porque la diferencia es que nosotros, con los beneficios de la droga, hacemos el bien. El bien. ¿Por dónde ha venido usted? ¿Por la ruta de Tierralta? ¡Nosotros somos la ruta de Tierralta! Es con el dinero de la droga con el que hemos hecho la estupenda carretera de Tierralta.

Carlos Castaño se calienta y se embala. El sudor le cae sobre el rostro. Hace grandes gestos y despliega una energía considerable para que entienda perfectamente que es el responsable de esta ruta y que es un hombre de justicia.

– ¿Me explico?
– Claro que sí, perfectamente.
-¿Tú crees que entiende?
-Sí, jefe, parece que entiende.

La verdad es que cada vez le veo más excitado. Con nervios.

-La injusticia me vuelve loco, loco. Le pongo otro ejemplo. El ELN. Las negociaciones con el ELN. Y esa idea de darles también a ellos una zona. ¿Cómo es posible que Pastrana, el presidente Pastrana, pueda pensar en entablar negociaciones con el ELN, que es una organización de secuestradores, asesinos y torturadores?

Le hago caer en la cuenta de que su organización practica, también ella, los atentados ciegos contra los civiles y, sobre todo, contra los sindicalistas, esta misma semana, sin ir más lejos. Se sobresalta.

– ¿Atentados a ciegas nosotros? Jamás. Siempre hay una razón. Los sindicalistas, por ejemplo. Impiden trabajar a la gente. Por eso los matamos.

_¿Y el jefe de los indios de Alto Sinú? ¿También impedía trabajar a la gente el pequeño jefe indio que había bajado a Tierralta?

-La presa, impedía el funcionamiento de la presa.

– ¿Y el alcalde? Me dijeron en Tierralta, cuando hacía la ruta de Quebrada Nain que, justo antes de las elecciones, las Autodefensas asesinaron al alcalde.

– Lo de los alcaldes es otra cosa. Nuestro trabajo consiste en llevar el poder a los representantes del pueblo. Cuando hay alguien en Córdoba que se obstina en
querer presentarse en contra de nuestra voluntad, le amenazamos. Es verdad, le mandamos una advertencia, como es normal.

– Sí, pero a este alcalde en concreto no sólo lo amenazaron, sino que lo mataron …

– Porque robó dos millones a la ciudad. Y, después, acusaba a otros. Hacía recaer en otros la responsabilidad de sus robos. Corrupción y mentira juntas. Era demasiado. Por eso hubo que ser implacable. Y además…

Se toma un respiro. Después, con una voz estridente, casi femenina y como si estuviese en posesión de la irrefutable prueba de la culpabilidad del alcalde, añade: “Además llevaba un chaleco antibalas. Así de simple”.

La conversación dura dos horas y siempre en este tono. Castaño habla tan rápido como ahora con una voz tan aguda, que me tengo que inclinar cada vez más a menudo hacia mi compañero, para que me repita lo que ha dicho. Habla del presidente Pastrana, al que respeta, pero que no le respeta y eso lo desespera. De Castro, que ha castrado a su pueblo, y esta imagen le hace reír con una risa de demonio. De todos esos militares expulsados del Ejército, que, como los generales Mantilla y Del Río, se pasan a las Autodefensas. Pero, ojo, con una condición, porque él les pone una condición para no volverse loco: que no hayan sido expulsados por corrupción.

Habla de justicia y otra vez más de la injusticia. De la letanía de las injusticias y de disfuncionamientos del Estado. Pero allí está él, Castaño, para suplir al Estado desfalleciente. Él es su brazo, su servidor fiel y no correspondido. Y, por fin, habla del crimen de Quebrada Nain y de todos los crímenes que se les adjudica a sus sicarios. Y no suelta ni una palabra de arrepentimiento. Lo máximo que concede es que, alo mejor, su ejército haya crecido demasiado de prisa y que en la matanza de la que le hablo “les faltó profesionalidad”.

Pero lo que repite una y otra vez es que, si un hombre o una mujer tienen aunque solo sea una vaga vinculación con la guerrilla, dejan de ser civiles, para convertirse en guerrilleros vestidos de civil y, por lo tanto, merecen ser torturados, degollados, o ameritan que les cosan un gallo vivo en el vientre en lugar de feto… Carlos Castaño tiene cada vez más calor. Y está cada vez más febril. Este olor de supositorio que invade la tienda … Esa forma que tiene de sobresaltarse cuando oye un ruido…

– ¿Qué pasa?

-Nada, jefe, es el generador que se ha vuelto a poner en marcha.

Ritmo endiablado

Y su manera de gritar, cada cinco minutos: “Un tinto, Pepe, un café”. y un soldado, aterrorizado, se lo lleva, y él vuelve a hablar a un ritmo endiablado. Un último cuarto de hora para gritar.

Y después se calla, se levanta y se calla. Titubea un poco. Se agarra a la mesa. Me mira con una mirada tan fija que me pregunto si no está sencillamente borracho. Se repone. Me ofrece una gran cartera negra, repleta de discursos y de videos. Sus lugartenientes están a su lado. Sale, dando tumbos, bajo el sol de mediodía. Un psicópata frente a unos mafiosos. Una historia llena de ruido y de furor contada por bandidos o por este guiñol asesino.

Una parte de mí me dice que siempre ha sido así y que los observadores más sagaces siempre han descubierto a los gordos animales perentorios, faroleros, hinchados de su propia importancia y poder, que reinaron sobre el infierno de la historia de los tiempos pasados: el grotesco Arturo Ui, de Brecht; el pobrecillo Laval de Un
castillo al otro; García Márquez y su Caudillo; la desnudez fofa del Himmler de Malaparte en Kaputt…

Pero otra parte de mí no puede deshacerse de la idea de que hay aquí, en cualquier caso, un cambio, una degradación energética, una caída. No puedo dejar de pensar que jamás se había visto una guerra reducida a este enfrentamiento de mangantes y de monigotes, de clones y de payasos. El grado cero de la política. Es el estadio supremo de la bufonería y el estadio elemental de la violencia descamada, sin disfraz, reducida al hueso de su verdad sangrienta. Incluso los monstruos se desinflan cuando se terminan las épocas teológicas.

Traducción de José Manuel Vidal

         

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febrero
24 / 2017