Un viaje por el Ártico: abrazar lo inesperado

Claudia Arias
Desde el aire se observa la inmensidad del océano Atlántico con abundantes trozos de hielo a flote que caracterizan al Ártico. En tierra firme, además de la aridez dejada por el deshielo, hay una seguidilla de formaciones de agua. Después de un vuelo de cuatro horas desde Toronto, Canadá, se llega a Kangerlussuaq. En este lugar se ubica el aeropuerto más internacional de Groenlandia, con vuelos regulares a Copenhague y en verano a algunas ciudades canadienses. La población de 500 habitantes se conformó tras la construcción del aeródromo por parte de los estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial, gracias a su ubicación estratégica.
Groenlandia, la isla más grande del mundo, con 2.166.000 kilómetros cuadrados de extensión y poco más de 56 mil habitantes, concentra la mayoría de su población en un par de comunidades, una de ellas Nuuk, su capital. Este territorio autónomo del reino de Dinamarca, que el expresidente Donald Trump ofreció comprar en 2019, bordea parte del paso del Noroeste, que con el cambio climático se ha hecho aún más estratégico para la navegación mundial, y resulta práctico para conectar Europa y Asia, una ruta alternativa y más corta a las del canal de Panamá y el canal de Suez. Esto, más los recursos naturales, pues la región ‒Groenlandia, Alaska y Canadá‒ cuenta con petróleo e importantes reservas minerales, explican el interés de Trump.
Geopolítica aparte, los polos de la Tierra, Ártico y Antártico, captan la atención de viajeros que buscan sentir estas misteriosas regiones, conocer sus atributos naturales, aguzar los ojos para atisbar algún animal y descubrir las costumbres de sus comunidades. Existen cruceros que viajan al Polo Norte, desde Europa o Norteamérica, y al Polo Sur desde América del Sur, donde los pasajeros realizan diferentes actividades mientras recorren estas aguas y sortean estos hielos.
Un crucero en los polos
A principios de agosto la temperatura en Kangerlussuaq bordea los 5 grados centígrados, el sol sale hacia las cuatro de la mañana y se oculta a las 11 de la noche, pero nunca oscurece del todo, la noche es una penumbra. Desde el aeropuerto nos llevan en buses hasta la orilla del fiordo, a unos diez minutos. Allí están atracados los zódiacs, embarcaciones inflables que dan acceso al barco, pues no hay muelles para desembarco de personas. En la primera jornada navegamos hacia el estrecho de Davis, entre Groenlandia y la isla de Baffin, la mayor del archipiélago Ártico canadiense.

La embarcación para 200 viajeros es pequeña en comparación con los grandes cruceros. Tiene 128 metros de largo y 140 tripulantes en tres equipos: los marinos, el servicio ‒hotel y restaurante‒ y los guías de la expedición, profesionales en áreas como biología, geología e historia, que durante el recorrido nos comparten charlas que enriquecen la experiencia. Son, además, los responsables de acompañarnos en los desembarcos, en roles como manejo de los zódiacs, guías de caminatas ‒armados para ahuyentar algún oso‒ y observadores del entorno para compartir cualquier novedad que merezca atención.
Cuando se embarca en un crucero a los polos se está a merced del clima, que define la ruta por seguir, cuándo desembarcar y cómo hacerlo. Existe un itinerario tentativo, pero puede cambiar en cuestión de horas, por lo cual en las noches se hace una reunión de recapitulación, en la que el líder de la expedición y su equipo ahondan en las aventuras del día y exponen el plan sugerido para la siguiente jornada.

Es un viaje de contemplación y pausa, con días a bordo de un barco que cuenta con gimnasio, spa y biblioteca, sin piscina ni toboganes, sin barra libre ni restaurantes abiertos 24 horas. En cambio, hay poltronas en el salón para observar el exterior (la cámara de fotos y los binóculos son infaltables) y ver pasar los trozos de hielo: growlers (de menos de un metro), bergy bits (entre uno y cinco metros) o icebergs (de más de cinco metros). En conexión con esa inmensidad indómita, cuando el tiempo nos permite tocar tierra, experimentamos la gratitud del aquí y el ahora.
Sisimiut, colorida y pintoresca
A la bahía de Disko llegaron los primeros exploradores en el siglo X. Desembarcamos para una caminata de ocho kilómetros, que transcurre por la tundra, caracterizada por su vegetación verde con musgo, líquenes, hierbas y arbustos. Destacan pequeñas flores de color morado y amarillo ‒arctic poppies‒, cuya pequeñez se roba la atención en medio del vasto territorio. En este caso se trata de un terreno más bien plano, entre pedregoso y pantanoso, que culmina en un ascenso exigente que nos recompensa con la vista de su gran glaciar desde arriba.
Un recorrido que pide la atención del sentido del oído, para registrar el poder del viento y el crujir de esta activa masa de hielo, que crepita constantemente. De regreso a los zódiacs hacemos una corta travesía cerca del glaciar, tan próxima como se puede sin riesgos, porque hay desprendimiento de hielo permanente.

Aunque agosto es verano en el hemisferio norte, las temperaturas no suelen superar los diez grados centígrados, y en los zódiacs el viento cala. Llevamos interiores térmicos ‒pantalón y camiseta‒, suéter y encima la chaqueta amarilla impermeable que nos dan ‒que tiene otra capa adentro‒. Esto ayuda a que la experiencia sea memorable por el paisaje, no por el frío.
El clima, sin embargo, nos impidió llegar a Nuuk, la capital más pequeña del mundo, epicentro cultural de las tradiciones inuit y de nuevas formas de expresión. El cambio de rumbo nos lleva a Sisimiut, segunda población del país con 6000 residentes. Karina, la guía, cuenta que cuando llegó hace ocho años proveniente de su pueblo de 2000 habitantes, se sintió abrumada. Colorida y pintoresca, la cuesta principal de la ciudad lleva desde el puerto al complejo del museo, que incluye la antigua iglesia, un taller de oficios y una réplica de las casas originales, elaboradas con piezas de tierra y manga apiladas, con madera en la parte superior y techo del mismo material para los más adinerados.
Es sábado en la mañana, el pueblo duerme, incluso los perros groenlandeses en una zona verde que bordeamos con respeto. Este tipo de siberiano, una raza en sí misma, fue llevado por los thule ‒ancestros de los inuit‒, hace mil años, junto con el perro esquimal canadiense, de aspecto diferente, pero que algunos consideran la misma raza. No son mascotas sino animales de trabajo encargados de halar los trineos de los inuit. Territoriales y potencialmente agresivos, no hay que acercarse a ellos, sin importar lo tiernos que resulten, ni siquiera a los cachorros. Sus amos los dejan en estas zonas con una cadena que les permita moverse y hasta allí deben ir a alimentarlos cada día.

En un hotel cerca al muelle nos esperaba una degustación de bocados locales: ejemplares secos de bacalao, caplin y ballena con su piel. Esta piel, de color negro y textura gomosa, me resultó densa, no pude masticarla y tuve que sacarla de mi boca en una servilleta. Para ellos es una delicia en días de celebración.
La siguiente parada nos llevó al fiordo de Ilulissat, donde se ubica la ciudad del mismo nombre y el glaciar de Sermeq Kujalleq, uno de los más activos y rápidos del mundo, que cada día desprende más de 20 millones de toneladas de hielo al océano. Un atractivo natural majestuoso al que se llega tras una caminata de un kilómetro que sale del Icefjord Centre, discreto y a la vez contundente edificio que se entreteje con el paisaje, obra del arquitecto Dorte Mandrup y que alberga la historia del hielo.
El Ártico canadiense
Ubicado en la orilla occidental del estrecho de Davis, el Ártico canadiense está conformado por una decena de islas, muchas deshabitadas y las demás con pequeñas comunidades. La mayor es Iqaluit, capital del territorio autónomo de Nunavut con unos 7000 habitantes. En contraste con las pintorescas ciudades de Groenlandia, la arquitectura de estos pueblos resulta poco atractiva, con calles polvorientas en verano y construcciones que privilegian la funcionalidad. Pero sus habitantes son cercanos, afables y el mejor motivo para visitarlos, además de su historia.
En los largos inviernos del norte los inuit tienen una suerte de juegos o deportes acrobáticos que requieren movimientos del cuerpo precisos, que exhiben orgullosos ante nosotros. Nos compartieron también sus habilidades en la música, con un tambor que semeja una pandereta gigante sin caja de resonancia, que al tocarse con un martillo le otorga gran potencia. Memorables resultan los cantos de las mujeres en un ritual en el cual se paran una frente a la otra para hacer unos sonidos entre guturales y vocales, que tejen un ritmo delicioso.

Entre la tierra y el océano se forman accidentes como Adams Sound, donde desembarcamos para un crucero en zódiac que nos permite ver de cerca las formaciones rocosas de tonos naranja. Lancaster Sound, la puerta de entrada al paso del Noreste, exuberante hábitat marino libre de hielo casi todo el año, ofrece la posibilidad de avistar ballenas, morsas, focas, narvales y hasta osos polares.
En la isla Devon hicimos una caminata que nos permitió ver restos de casas de los thule y ascender a tres cerros no muy altos, pero que nos regalaron un amplio panorama. Bajamos hasta el sitio en el que operaba el puerto de Dundas, donde quedan construcciones abandonadas y las tumbas de dos trabajadores destinados al servicio del lugar a principios del siglo XX. En días despejados puede verse Groenlandia desde allí.

Durante quince días vimos algunas focas, ballenas boreales y un grupo de más de veinte orcas, llegadas en años recientes por el calentamiento. Una mañana, desde la caminadora del gimnasio, mientras fluíamos con los largos días de navegación, avistamos el único oso de la travesía. Nadaba a sus anchas, le veíamos la cabeza y poco más, pero estaba en su entorno y eso resultó mágico. Este gigante le cambió el aire a una jornada sin aventuras en tierra. De paso nos recordó que abrazar lo inesperado tiene sus recompensas.
Consejos para viajar al Ártico
Uno de los objetivos de viajar a los polos es ver animales en su entorno natural, algo que las empresas de cruceros describen como “esperado, pero no garantizado”. Algunos animales marinos del Ártico son morsas, focas, ballenas jorobadas, belugas y boreales. Entre los animales terrestres del Polo Norte están el zorro, el lobo y el alce ártico.
Los osos polares se consideran mamíferos marinos al pasar la mayor parte de su vida en el hielo del océano Ártico. Su pelaje es translúcido, parece blanco porque refleja la luz visible, pero su piel es de color negro. Solo se encuentran en el Polo Norte. No hibernan: entran en estado de letargo, bajan su tasa respiratoria, frecuencia cardiaca y temperatura corporal, sin llegar a alcanzar el estado comatoso de los pequeños mamíferos que sí hibernan.
En el Polo Norte no hay pingüinos. No existe una explicación científica probada al respecto, pero según una investigación publicada en la revista Life en 2019, sería la caza intensiva la causante de la extinción del alca gigante, abundante ave marina considerada el “pingüino” del Atlántico Norte, en el siglo XIX.
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