pueblos palafitos
Foto: CAMILO MEDINA NOY
diciembre 15, 2025
Viajes Colombia

«Nuestros pies son nuestras canoas»: así se vive en los pueblos palafitos de Colombia que desafían al olvido

El complejo lagunar de la Ciénaga Grande de Santa Marta no es solo el refugio de miles de especies animales y vegetales, sino también el hogar de los pueblos palafitos de Colombia en los que la resiliencia es la palabra que tallan en sus canoas. Esta es su historia.
POR:
SIMÓN GRANJA

Nunca había visto este paisaje vasto de aguas pandas pero bravas, limitadas por unas orillas que en este punto de avance parece que no existieran y más bien me dan la impresión de que estuviera atravesando un mar llano. Una enorme laguna que, en un símil cercano, sería un oxímoron, ya que es desierto. Una laguna desierto. Nunca había pensado que aún existieran barcos de pescadores impulsados por velas, y sí, ahí están, se alcanzan a ver en el horizonte. Nunca imaginé que esos barcos fueran los de los pescadores más pobres, que usan sus sábanas viejas para impulsarse porque no tienen para hacerse con un remo. Siempre pensé que en lugares como estos me podría sentir más libre que nunca; es como si, mientras más lejos se estuviera de todo, más libre se fuera.

Mi recuerdo de la ciénaga es muy diferente de esto que veo ahora, pues la vislumbré desde la carretera —esa misma que arruinó ese ecosistema— hace muchos años, cuando viajaba de Santa Marta a Cartagena, y alguien en el carro dijo: “Esa es la Ciénaga Grande de Santa Marta”, y yo alcancé a asomar la cabeza, pero el viento me echó para atrás y no vi más. La velocidad no me permitió ver más.

El amanecer en la ciénaga

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Salimos temprano para pescar un amanecer en la ciénaga, pero también para poder ver los flamencos, esas aves esbeltas de unos 140 cm que, con su extraño pico, se dedican a comer pequeños crustáceos y algas, alimentación que le da ese pigmento rosado a su plumaje. En algún momento se ha llegado a ver una bandada de dos mil de estas aves en el complejo, pero la contaminación cada vez las aleja más de su hábitat. Así que, en esta carrera contra el tiempo, arrancamos con la queridísima Lisbeth Rodríguez, la guía en nuestra búsqueda.

Parece sencillo navegar en estas aguas calmas; sin embargo, nos explican que, por lo panda que es la ciénaga, el motor puede quedar atrapado y así quedar encallados en mitad de la nada. La maestría está en mirar el agua y, a través de los colores, identificar dónde es más profundo y en qué momento es necesario levantar la hélice. En nuestro camino nos cruzamos con varios pescadores de distintos tipos: algunos que se dedican al camarón, otros que van por peces; unos que bogan, otros que usan velas; unos que lanzan sus atarrayas, otros que pescan con cóngolo o con nasa. “Los pescadores realizan faenas de varios días”, cuenta Lisbeth, y sus compañeras inseparables son sus garzas. Parece como si cada pescador tuviera una garza o, más bien, que cada garza tuviera un pescador. “¿Será que se hablan en esas largas jornadas?”, me pregunto.

Lisbeth es la orgullosa hija de un pescador, de la ciénaga, de las canoas. Recuerda que su infancia la pasó saltando de una a otra, yendo a lanzar la atarraya con su padre. “La ciénaga lo ha sido todo para mí”, explica conmovida.

La brisa acompaña la conversación, y ella recuerda que una vez alguien le preguntó por qué no se iba de ahí, si la situación es tan difícil. “Pues porque yo crecí en medio de la ciénaga, es parte de nuestra esencia. Si nosotros no somos dolientes de nuestro territorio, nadie más vendrá a hacerlo. Entonces, ¿cómo me voy a ir y dejar a las generaciones que vienen detrás de mí? ¿Me voy y dejo todas estas riquezas naturales que tenemos? Pues no”, sentencia.

Cuando quedarse es una decisión

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Lisbeth es una de las ocho mujeres que trabajan como guías turísticas en la agencia Ciénaga Mágica, un emprendimiento local enfocado en el ecoturismo y el turismo comunitario que creó John Castillo. En esta agencia trabajan principalmente mujeres originarias de estas tierras, sobre todo de Ciénaga y sus alrededores, con el objetivo de combatir el machismo y darles una oportunidad laboral a quienes culturalmente están destinadas a tener hijos desde muy jóvenes y dedicarse a las labores del hogar.

En la madrugada, varios pescadores salen en su embarcación y regresan al final de la semana con todo lo logrado, o no. Al comienzo de esta historia dije “paisaje vasto de aguas pandas pero bravas”, y es que cuentan que cuando se forma una tormenta, es una tormenta implacable. “Da mucho miedo”, dice la joven de veintitrés años. Hay algo mágico en Lisbeth, un brillo distinto, una fuerza profunda que se refleja en sus ojos. Ella me cuenta que con el trabajo de guía aporta a su familia, particularmente en los días en que las faenas de su padre han sido pobres en pesca.

“Es muy bella la ciénaga”, le digo, y ella solo sonríe y asiente.

Nunca había navegado en un complejo acuático que, en su gran mayoría, tuviera tan solo un metro y medio de profundidad; en su punto más hondo alcanza los nueve metros, pero es una rareza. O, por lo menos, nunca había pensado en la profundidad de aquello donde he navegado hasta que pienso que es muy pando. Es decir, en su mayor parte podría caminar y tener unos 400 kilómetros a la redonda de agua que me llegara un poco más arriba de la cintura. “Si alguien intentara cruzarlo a pie —dice Lisbeth como si me hubiera leído la mente—, quedaría totalmente atrapado y seguramente se ahogaría porque el fondo es muy fangoso”. Aun así, la imagen de una persona caminando por entre el agua se me parece al cuadro de El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich: un hombre que está sobre las nubes, pero que no las puede caminar; como yo, ahora.

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El agua que pisamos es el encuentro de ríos que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta  y del río Magdalena con el agua salada del mar, creando un ecosistema único y primordial para la subsistencia de miles de especies animales y vegetales. Por ejemplo, las orillas están conformadas en gran medida por manglares, plantas que actúan como barreras naturales ante huracanes y tormentas; además, estos manglares son un gran reservorio de carbono que almacenan hasta cuatro veces más que otros ecosistemas forestales, y son fundamentales para la lucha contra el cambio climático.

Este también es el lugar donde desovan varias especies de peces, anfibios, crustáceos, reptiles y más, que convierten esta vegetación en una de las mayores cunas de vida en el planeta. La importancia de este ecosistema es tal que lo designaron sitio Ramsar, lo que significa que el cuidado de este humedal es clave para la conservación de la diversidad biológica y el sustento de la vida humana, y no en sentido figurado.

Los pueblos que flotan sobre el agua

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El ronroneo del motor se va agotando y ya me cansé de contar garzas. Hasta que, por fin, “tierra a la vista”, o más bien, “manglares a la vista”. Nos adentramos en uno de los corredores acuáticos, donde hay todo tipo de aves apostadas en los árboles. Se tienen registros de casi 199 especies nativas y más de 516 aves migratorias en toda la laguna. Estamos pasando a otra laguna por Caño Grande, de unos 450 metros. A lo lejos divisamos Buena Vista.

Han sido poco más de cuarenta minutos acá, el primer pueblo palafito en el camino, pero no el primero en construirse. Ese título lo tiene Nueva Venecia, que queda unos diez minutos más adelante. No sé si en honor a su nombre, pero en Buena Vista armaron un mirador que permite ver las casitas palafitas y la extensión de agua.

Según cuentan los pobladores, los pueblos palafitos surgieron cuando, después de largas faenas de pesca, los pescadores se comenzaron a alejar tanto de sus hogares que dormían en sus canoas; entonces, para descansar mejor, empezaron a construir pequeñas trojas —cuatro palos de un metro por un metro— donde dejaban sus cosas para desocupar la canoa y poder acostarse. Luego hicieron varaderos para que, cuando el viento soplara fuerte, las barcas no se hundieran, sino que las ponían en el aire. Así avanzaron hasta hacer “cuarticos” de panela, unas chozas cuadradas que se acomodaban mejor con plástico. Más tarde, llegaron con sus esposas: mientras ellos salían a pescar, ellas cocinaban y cuidaban a los niños. Las casas se empezaron a construir con zinc y el pueblo fue creciendo. Se calcula que Nueva Venecia data de 1847. Nos desplazamos hacia allá, la población palafita más grande de las tres que hay.

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Además de Buena Vista, está Bocas de Aracataca, de donde es la familia de Lisbeth. Sin embargo, esta última fue abandonada en gran medida por la masacre que vivió, porque por estas aguas han llegado arrastradas también grandes desgracias.

Hace ya más de un cuarto de siglo, la noche del 21 y la madrugada del 22 de noviembre de 2000, sesenta hombres, en su mayoría de los frentes Walter Úsuga y William Rivas, pertenecientes al Bloque Norte de las AUC, incursionaron en el pueblo y dejaron a su paso un total de 39 víctimas mortales que, según las estadísticas oficiales, podrían ascender a más de 70 en total si se toman en cuenta los cuerpos que nunca se hallaron.

Hoy, el infortunio llega también arrastrado por los ríos, específicamente por el Magdalena, que trajo una temible planta invasora: la cola de caballo. Como una enorme frontera verde, muchas de estas plantas se extienden frente al pueblo —donde viven más de 5.000 personas dedicadas en su mayoría a la pesca—, donde se enraízan, ahogan y matan la laguna. Los peces comienzan a flotar, los zancudos a reproducirse y las embarcaciones a quedar atrapadas.

La situación es sumamente preocupante, pues por el momento no se ha encontrado una solución y el pueblo cada vez está más atrapado entre las hojas de esta planta que llegó originalmente para decorar acuarios en las grandes ciudades.

“Sin duda, la mejor palabra que nos define es resiliencia”, dice Lisbeth. Ejemplo de ello es Edrulfo Pacheco, artesano y bautizador de barcas. Tiene treinta y cuatro años y se dedica a tallar en madera náufraga diferentes figuras, especialmente barcas. “Acá nací, acá crecí y acá he pasado toda mi vida”, cuenta rodeado de sus dos pequeñas hijas y su familia. Él construyó la casa sobre la que estamos parados y donde tiene su taller.

“¿Cómo así que es bautizador de canoas?”, le pregunto.

“Cuando hay una canoa nueva, me encargo de ponerle el nombre y de pintarlo en ella. Generalmente, los nombres son por alguna referencia del dueño, algo que lo identifica”, explica este hombre sonriente y amable. Le voy a preguntar otra cosa cuando, al fondo, un niño eleva una cometa sobre el techo de una casa, una embarcación pasa lentamente con una mujer con su paraguas y unos niños juegan fútbol en el agua… “Acá decimos que nuestros pies son nuestras canoas”, señala Edrulfo.

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