Foto: Revista Diners
octubre 6, 2025
Estilo de vida

Conozca a Daniela Lankast, la rola que dejó todo para vivir entre tiburones y arrecifes

Daniela Lankast estudió mercadeo y comunicación, pero dejó su carrera y su ciudad, seducida por el mar y sus misterios. Hoy es instructora de buceo en Cartagena y, entre otras cosas, genera experiencias espirituales con inmersiones entre tiburones.
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Páez

La vida quiso, extrañamente, que en su adolescencia conociera el mar, no en Colombia, sino en otro lado del mundo. Viajó a Francia a los diecisiete años y avistó las costas y el horizonte desde las extensas playas cercanas a Burdeos, con la vista puesta en el golfo de Vizcaya. Ya sentía una atracción por el agua que consideraba natural. Vivía en Bogotá, claro. Como buena rola, sus vacaciones de infancia transcurrían en las piscinas de los municipios aledaños o de Cali, así que le tomó más tiempo de lo previsto. Pero aquel día su familia fue a un restaurante en el puerto y ella quedó prendada por la belleza e imponencia de lo que veía desde allí. Entendió, en esa primera visita, que el mar podía ser un amor. Esa playa del mar Cantábrico tenía mareas y se vaciaba y se volvía a llenar en flujos marcados por la luna; además, la gente iba a la playa no solo para bañarse, sino también para conversar, tomarse un vino y hacer pícnic. Su energía de eterno movimiento sanaba y traía una permanente brisa que aliviaba el calor. Se separó de los suyos, se dedicó a contemplarlo y comprendió, en ese momento, que tenía que volver a él. No sabía cómo, pero aquel enlace suyo con el agua parecía un signo del destino.

Un amor que empezó lejos de casa Foto cortesía Andrés Sánchez.

Fue un instante en su línea del tiempo en el que el rumbo tomó otro camino. Tampoco lo sabría entonces, pero la vida le tendería trampas sutiles para que se fuera acercando al océano cada vez más. Terminó cediendo al impulso para verlo de cerca en sucesivos viajes a Cartagena y a las playas del parque Tayrona, donde visitó Palomino, las playas salvajes de Cañaveral y la imponencia del río que se cruza con el mar en Buritaca. La naturaleza cruda de la costa la hechizó. Sin embargo, fue a los veinte años, en San Andrés, cuando su pareja de entonces, buzo, la llevó por primera vez a conocer el universo que no conocía bajo el agua. “Y me encantó”, dice, con la simplicidad de las cosas que no se pueden describir. La pasión, en este caso, le dio aletas y tanque de oxígeno. Foto cortesía Kevin OQ. Lo que buscaba Daniela no era el mar de postal ni las olas rompiendo en la orilla, sino el mar silencioso que desconocía, el universo suspendido que habitaba bajo la superficie, ese espacio en el que la gravedad abandona la ley que ejerce en la tierra y los pensamientos se disuelven. No lo conocía y tenía curiosidad de él. Quería zambullirse y recorrerlo. Empezaron a hacer inmersiones y ella terminó viajando con él a Providencia, una isla que le pareció detenida en el tiempo, donde incluso llegó a avistar tortugas y barracudas desde el Puente de los Enamorados o peces coralinos a simple vista en isla Tortuga. Una vez allí, una posibilidad condujo a la siguiente. Conoció la industria del buceo por dentro, cómo operaban los centros de instrucción, y lo que parecía un mero hobby pasó a convertirse en una pasión alineada con su propósito de vida. Se certificó en aguas abiertas y luego en aguas abiertas avanzadas, lo que la capacitaba para sumergirse, primero hasta los dieciocho metros y más adelante hasta los treinta. Allí mismo, cerca de Centroamérica, comenzó a gestar el sueño de construir un centro de buceo en la isla.

Del marketing al mar Foto cortesía Daniela Lankast.

No obstante, ya había elegido estudiar mercadeo y publicidad, en paralelo con la comunicación, y trabajaba en un estudio de arquitectura y diseño. Esa vida parecía encaminarla por otro sendero. Sin embargo, en su caso, el mar le había trazado un plan claro: antes de que su relación terminara, en 2020, una de sus mejores amigas le había pedido que la ayudara a organizar un viaje por Cartagena dentro de un proyecto de un grupo de arquitectura. Consciente de que Daniela tenía una energía contagiosa y vibraba con los planes, le pidió el favor de que le cuadrara los detalles del viaje, el paseo en lancha y la agenda. Durante casi diez días, sin ánimo de lucro, hizo todo lo que le pidieron y se dio cuenta de que la había pasado tan bien que ese debía ser su proyecto de vida. Lo que entendió era casi ya en ese punto una obviedad: haría su primer viaje organizado, pero alrededor del buceo. Casi por instinto, armó itinerarios, paseos en lancha, logística, y logró la presencia de quince personas conocidas que querían apoyarla en su primer esfuerzo.

Foto cortesía Madeinparadise films.

Aquel primer viaje hecho con amigos a isla Grande, cerca de Cartagena, contó además con la alianza de una profesora de yoga, lo que le permitió fusionar dos mundos: la aventura subacuática y la búsqueda espiritual. Nació su concepto de viajes integrales: buceo, yoga, e incluso rituales de cacao o temazcal, de acuerdo con lo que podía concertar con los hoteles. Ella juntaba y organizaba para otros lo que la motivaba personalmente. Ya en ese punto era líder de buceo, o dive master. Vio en ello una posibilidad de generar ingresos y se expandió a islas del Rosario y el Tayrona. Dejó su trabajo estable en la empresa de arquitectura y se lanzó al abismo empresarial. Para no sucumbir en el intento se consagró al mercadeo digital, estudió cómo mejorar el tráfico de sus redes y cómo manejar el torrente de mensajes que se le vino encima. “Se volvió tedioso de manejar, se me perdían clientes, así que tuve que aprender un montón”, recalca. El boca a boca comenzó a funcionar gracias en gran medida a que sus grupos, deliberadamente pequeños, de hasta doce personas, eran perfectos. El consejo de un amigo instructor resonó como un mantra: “Certifícate. Vuélvete instructora”. Era una inversión colosal, pero se arriesgó, pidió prestado y se sumergió en los estudios. “Fue la vez que más he estudiado en toda mi vida”, confiesa. En un mundo del buceo dominado por hombres, una mujer bogotana, “la niña rola, monita linda, que le gustan las redes sociales”, como ella misma dice, se abrió paso entre inseguridades y prejuicios. Estrenó su certificación de instructora con su propio grupo en Providencia. Cuando pensaba que allí estaría su destino, Cartagena la llamó.

Foto cortesía Madeinparadise Films.

Un contacto le avisó que necesitaban una instructora para un centro de buceo en la temporada alta. Aprovechó para hacer búsqueda de lugares en isla Fuerte, así que llegó quince días antes y los recorrió en detalle. Pronto comprendió que aquel sería su nuevo hogar cuando se enamoró de un instructor de buceo samario y decidió reconvertir la idea de que en Cartagena no se podían hacer inmersiones. Soltó su hogar en Bogotá y se mudó. Hoy, ya lleva dos años en la Heroica, y su misión es tan clara como el agua caribeña en un día de calma: cambiar la percepción del mar de Cartagena. “La gente piensa que uno bucea en la bahía, pero es en Barú, a diez kilómetros”. Se empeña en promocionar ese mercado porque sabe que es posible ver allí peces propios de otros destinos más afamados. No la tuvo fácil. Tras montar su propio negocio, los centros establecidos le cerraron la puerta y Daniela emprendió la decisión de sacar adelante su marca personal. Incluso su novio era escéptico de la magia que escondían las aguas cartageneras. Pero vieron lo inimaginable, desde meros descomunales hasta caballitos de mar y pulpos; una biodiversidad que desmiente el prejuicio de que allí ya no hay nada que ver. Además, en condiciones favorables. “No se necesita traje de neopreno porque la temperatura es buena, las condiciones son inmejorables y la cercanía a la ciudad es otro factor a favor”.

El buceo como experiencia espiritual Foto cortesía Monasterio del Viento.

Adicionalmente, ofrece experiencias con tiburones en Providencia. Pero más allá de las inmersiones, su giro profesional no se comprende sin su otra pasión: la espiritualidad. Creció con un padre que le inculcó la meditación y el autoconocimiento (Henry Lankast escribió el libro Rinoceronte, la forma diferente de ser un duro). El yoga llegó a su vida en la universidad y ya en el oficio del buceo decidió certificarse como profesora. Esa búsqueda de paz es el alma de sus viajes. “Son integrales. Incluyen escritura, reuniones virtuales antes para que cada quien se encuentre con su sankalpa —o deseo del corazón—y llegue con ese enfoque. No son simples salidas de buceo; son inmersiones hacia adentro”, explica. Los suyos son viajes largos. Por decir algo, si hace planes para ver la Cartagena sumergida son de al menos tres días para que la gente sienta que merece la pena y se pueda desconectar. Además, en ese entorno, la afinidad de los grupos permite tender redes y hacer nuevos amigos. Foto cortesía Madeinparadise Films. Nacida bajo el signo de Aries, y siempre activa, ve el negocio por doquier, aunque en ciertas ocasiones le cuesta detenerse. Para Daniela, la belleza no es un concepto estético, sino una conexión. “Cuando buceas, ves vida. Cuando hay interacción y te miran los peces, te quedas en el instante presente, disfrutando la existencia”, explica. Recuerda actos de profunda conexión, como cuando liberó dos langostas de una red de pesca en una compleja operación y volvió días después al mismo lugar. “Una de ellas me vio y me reconoció, o eso creo, a juzgar por su actitud. Sentí gratitud por mi labor”. Esos encuentros la copan de felicidad, junto a la posibilidad de ser ella, con su sonrisa dispuesta y su energía contagiosa, quien ayuda a los neófitos a superar el miedo al agua y a tenderles la mano para que, a su lado, descubran un mundo nuevo.

Pero también hay dolor. “Que sean ecosistemas tan delicados es algo que me afecta”, especialmente en Cartagena. Su impotencia se refleja muchas veces cuando sube al bote y prefiere callar después de ver un cardumen o un espécimen único, a sabiendas de que el capitán, por su oficio, iría luego a buscarlos para pescarlos. Foto cortesía Madeinparadise Films. Algunas veces, en las conversaciones, la gente le pregunta a uno si cree en Dios. Ella, que se sumerge casi a diario, piensa que habita en el fondo de los océanos, en la naturaleza misma. “Lo veo en el mar, en los animales que nadan, así como también en los ojos de los perros, en los que se expresa la vida. Ahí está Dios”. En ese credo suyo, se siente afortunada de poder dedicarle su vida a tener encuentros diarios con el agua. Para ella, bucear no es un trabajo. En ese espacio, quizás frente a un tiburón o ante peces que la miran con indiferencia, se libera, olvida el grupo, mira al frente, se suelta y se permite sentirse una gota más del océano, a la deriva. Experimenta la paz que brinda el agua que la rodea, al tiempo que absorbe su calma y también su ímpetu. Acompasada por el sonido de su respiración y sin pensamiento alguno, es agua. Está presente. También le puede interesar: ¿Cuáles son los riesgos de la sobredosis de ejercicio?

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