Foto: Marie-Lan Nguyen/ Pantocrátor (Cristo, señor del mundo) / (CC BY 2.5)
diciembre 12, 2017
Archivo Diners Cultura

«La imagen de Jesús», por Álvaro Mutis

Una de las plumas más importantes de Latinoamérica y el escritor que renovó la narrativa colombiana escapándose de la fórmula del Realismo Mágico escribió para Diners su reacción frente a un Pantocrátor.
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La severa y a la vez luminosa imagen del Pantocrátor ha presidido, con implacable fidelidad, medio siglo de incursiones emprendidas por mí a través de la historia del Imperio bizantino. A propósito de esta imagen, tan cara a la Iglesia Ortodoxa en todas sus diversas manifestaciones litúrgicas, es necesario recordar siempre la importancia del “mandylion”, pintura de Cristo no hecha por la mano del hombre.

Según una antigua leyenda, el príncipe Adgar de Edessa había enviado a Cristo un mensajero para pedirle a Jesús la curación de un mal que lo estaba matando. Cristo no podía ir a Edessa y entregó su imagen al mensajero del rey.

Esta imagen, fijada sobre una tela de lino que había sido presentada frente al rostro del Señor, reproducía todos sus rasgos y se supone ser el origen de las tantas del Pan­tocrátor que presiden los santos lugares de la Orto­­­­doxia, ya sea en Atenas, en Constantinopla o en Kiev.

Pantocrátor quiere decir, a la vez, creador, dueño del mundo, juez y guía de la humanidad. Es raro que tal guía no tenga siempre los rasgos de un hombre severo a tiempo que en sus ojos hay una luz, siempre acogedora y promisoria de una vida armoniosa y rica en dones.

En Atenas, lo mismo que en Ravena o en la Iglesia de Kariye en Istambul, en Florencia o en Venecia, esta figura elocuente y conmovedora del Cristo en majestad, me regresa siempre a la dorada gloria, teñida por la sangre de mártires y emperadores destronados y por la secular lucha contra el turco invasor, llevada a cabo con valor y sacrificio desmedido por estrategas y nobles cercanos a trono. Hasta el último día de mi vida, Bizancio visitará mi memoria como una presencia aleccionadora.

No quiero terminar estas líneas sin ofrecer al lector un espléndido y sobrecogedor poema del poeta español Julio Martínez Mesanza, con quien, por cierto, comparto este interés por los asuntos del Imperio de Oriente, como se le llamó alguna vez. Dice así:

Encuentro en el monasterio

Cuando alargó la mano, por sus trazas,
pensé que se trataba de un leproso.
Al principio no vi su gran anillo
y no supe advertir, indiferente,
que algo solemne su ademán tenía.
Levantó el rostro, y vi que estaba ciego,
que le habían cegado, mejor dicho,
pues sus ojos tenían cicatrices.
Me estremecí, sabía ya quién era.
Vino a mi mente un resplandor violento,
la púrpura y el oro en Hagia Sofia.
Besé sus manos y abracé a mi César.

Nada puedo agregar a esta evocación bizantina. Cual­quier comentario sale sobrando.

Archivo Revista Diners Edición 357 diciembre de 1999

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