“En el rídículo todos somos hermanos”: Sergio del Molino, ganador del premio Alfaguara

En su más reciente novela, "Los alemanes", galardonada con el Premio Alfaguara de Novela, Sergio del Molino desentierra una historia desconocida sobre los alemanes que se establecieron en Zaragoza. Entrevista.
 
“En el rídículo todos somos hermanos”: Sergio del Molino, ganador del premio Alfaguara
Foto: Sergio del Molino, ganador del Premio Alfaguara. Foto © Patricia J. Garcinuño / Cortesía Penguin Random House. /
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Sergio Alzate

Hay naciones dentro de las naciones. Países imaginarios (como todo país, al final del día) que fermentan una serie de ritos e ideales, de mitos y genealogías. Patrias portátiles que pesan como fósiles o cadáveres, que en su interior guardan nombres, gestas legendarias, escudos de armas, documentos escritos a mano, pasaportes con sello inútiles, cartas olvidadas y fotos que nadie se molesta ya en mirar.

A veces, el pasado es como un mensaje embutido a toda prisa en una botella que se arroja al mar. Un mar que no va a ninguna parte, sin olas ni viento. Un mar con la pesadez del aceite. Y el mensaje naufraga lenta, perezosamente. Los tiempos pasan, los años pasan, las eras pasan. El péndulo de la historia se menea. En el cielo se hacen y deshacen nubes con formas de animales. Crecen ciudades, caen bombas, se fractura la bolsa de valores, se rescatan bancos, las fronteras se cierran, la temperatura aumenta. Y el mensaje (que guarda dentro de sí un mundo olvidado, un planeta de ayer) llega al fin a una costa.

Y esa costa pueden ser las manos y los ojos de un escritor español llamado Sergio del Molino, que compró unos papeles viejos en una librería anticuaria. Allí, en medio del revoltijo de documentos, encontró panfletos con discursos de líderes nazis. Estaban escritos en castellano y habían sido editados en la muy española ciudad de Zaragoza. Fascinado, Del Molino comenzó a rasgar el velo del misterio. En la pulpa estaba una historia rara y extravagante que no conocía: los alemanes del Camerún, que en 1916, en plena Primera Guerra Mundial, dejaron la que había sido su colonia para asentarse en la Península Ibérica. Eran alrededor de seiscientos. La mayoría se instalaron en suelo zaragozano. Y allí se convirtieron en una especie de leyenda: una Alemania lejos de Alemania. Simulacro, simulación.

Este suceso es el punto de partida de la más reciente novela de Sergio del Molino: Los alemanes, la cual este año recibió el Premio Alfaguara de Novela. Un relato cargado de humor e ironía, que a través de finuras intelectuales, diálogos ingeniosos y reflexiones que escapan a cualquier tipo de maniqueísmo explora temas como el desarraigo y la identidad. Este es un libro mordaz y escrito desde la tripa de la curiosidad, el cual por medio de personajes como Fede, Eva y Berta, descendientes todos de los alemanes del Camerún, hila una serie de preguntas que no pretende ni busca responder: ¿qué es una patria? ¿Cómo se configura una? ¿Cómo los muertos influyen en el presente? ¿De qué manera el relato se hereda? ¿No es todo país una obra de ficción? Y Sergio del Molino, con el gozo de quien sabe reírse de sí mismo y de los demás, no responde nada. Solo hace lo que debe hacer: escribir para plantear más preguntas. Nada más.

Esta novela puede leerse en clave de thriller, pero es uno muy extraño: no se trata de saber quién es el asesino o quién cometió un crimen, sino de preguntarse por cuestiones morales como la culpa, la herencia, el desarraigo. ¿Qué piensa de esta lectura?

La novela, claro, usa elementos del thriller. Sin embargo, si tuviera que darle una etiqueta sería el de “novela familiar”, si es que eso existe como género. El thriller me sirve para poder vertebrar la trama y darle pistas falsas al lector, con el fin de llevarle a debatir ciertas ideas. Aun así, no definiría a Los alemanes como un thriller aunque cada lector se acerca al relato como quiera. Un aspecto de los que mencionas que no considero fundamental es el de la culpa, que está en el material publicitario de la editorial. Me gustaba más pensar en los silencios, en las incapacidades y el legado de los muertos y las maneras en que se manifiestan entre los vivos. De todos modos, no soy nadie para guiar las interpretaciones de la novela. Prefiero que cada lector haga las suyas.

Ya que menciona las novelas familiares, esta novela se centra sobre todo en la figura de tres hermanos: Gabi (muerto), Fede y Eva. La literatura siempre se ha interesado por los padres y los hermanos, pero creo que últimamente hay más interés por los hermanos, ¿por qué cree que se da esto?

Los hermanos son personas que tienen versiones distintas de una misma vida en común. Cada uno puede articular sus recuerdos de formas parecidas, pero nunca iguales. Hay casos incluso de hermanos que tienen versiones completamente diferentes y hasta contradictorias de una misma crianza. Quienes somos padres sabemos eso: aunque críes a tus hijos exactamente igual, cada uno tiene sus obsesiones y sueños. Como narrador eso me interesa mucho, porque yo creo que la narración es el punto de vista. Eso que llamamos verdad, al final del día, no es más que una forma de mirar las cosas. Cada versión es lo que hace relevante la historia. Lo importante es quién te la cuenta y desde qué lugar lo hace. Quizá lo que dices de la relevancia que han tomado los hermanos tenga que ver con que cada vez se tienen menos hijos. La crianza como hijo único es algo que está al alza en nuestras sociedades. Puede que al escasear los hermanos, empecemos a pensar en ellos. Aunque ha sido algo que ha estado desde siempre en la literatura. Al inicio de la Biblia está ese famoso fratricidio que lo cambia todo.

Los alemanes es una novela plagada de humor, ¿qué importancia tiene el humor para la literatura? ¿Qué importancia tiene para usted?  

Para mí es algo fundamental, no es algo externo que se agrega a la literatura. No es como la nata que se le echa al pastel. Es algo sin lo cual no concibo ni la escritura ni la vida. O, por lo menos, no concibo mi vida sin humor. No podría relacionarme con gente que no sepa reírse de sí misma y de la existencia. A mí como lector me cuesta trabajo entrar en libros que desbordan solemnidad, es algo que me resulta muy antipático. El humor permite que la relación con el lector fluya y que la historia adquiera profundidad. Y puede estar modulado de muchas formas: de lo más plebeyo a lo más fino, de lo más pop a lo más intelectual. Puede tener muchísimas capas. Al escribir debe aparecer, en algún momento, algo que rompe la seriedad, algo ridículo, una situación en la que brilla la burla. 

Relacionado con lo anterior está el ridículo, que solo puede ejercerse retroactivamente: es una forma de burlarnos del pasado y de los ídolos. En la novela los descendientes de estos alemanes de Camerún se sienten tranquilos al descubrir que sus ancestros habían sido ridiculizados, ¿por qué es importante el ridículo?

En el caso del personaje de Eva, por ejemplo, es porque necesita huir de la solemnidad en la que fue criada. Ella creció rodeada de una mitología absolutamente grandilocuente: los héroes de África, los exiliados, tratar un diploma de charcutero como si fuera un escudo de armas. Toda esa pompa del pasado es una cosa excesivamente pesada. El ridículo es un alivio: el descubrir que las cosas no son tan serias como pensábamos. Esto nos libera de una forma brutal. A mí me gusta descubrir cosas de mi familia que son absolutamente ridículas y que a mi madre no le gusta que cuente o que ponga en los libros. Esta es una forma de encontrarnos, de hermanarnos. En el ridículo todos somos hermanos. 

Emparentada con el humor y el ridículo también está la parodia. En este libro se hace una parodia del intelectual que cita a Hanna Arendt, a Walter Benjamin y a Steiner…

Yo en España participo en un programa de radio que se llama ‘La cultureta’, en el que tratamos la parodia de lo que somos en este mundillo cultural y a esa tendencia a tomarnos muy en serio. Uno de los grandes problemas de la Cultura, esa con mayúsculas que llama “alta”, es su incapacidad para ver lo ridícula y fatua que es. Eso genera una imagen sumamente distorsionada del placer que provocan la lectura, la música, el arte. No sabemos cómo transmitir este gozo al ser incapaces de reírnos de nosotros mismos. Nos cuesta compartir una imagen disfrutona y sencilla de lo que leemos, vemos u oímos. Aunque es inevitable no caer en eso de vez en cuando. Aun así, intento no ser el imbécil que cita a Walter Benjamin a la primera oportunidad sin venir a cuento de nada. 

El personaje de Fede es esa parodia del intelectual y, al tiempo, es una forma de recordar que la academia y las artes son, al final del día, industrias…

En el mundo ideal tú no tienes que salir de giras promocionales luego de publicar un libro, estar en medios, responder a compromisos sociales. Yo preferiría estar pensando en mi próximo libro, en escribirlo, en debatirlo. Pero, ese es el mundo ideal. El problema es que no todos soportan las exigencias de la industria. Este es un campo duro, competitivo, brutal. A veces hay que pagar unos peajes que son dolorosos para algunos. Muchos creadores, profesores e intelectuales no aguantan las jerarquías y presiones, por lo cual acaban triturados. Conozco a muchos escritores que no soportan el ritmo comercial y nos perdemos voces, profundidades, planteamientos. Sería lindo tener acercamientos menos depredadores hacia los actos de la creación y del pensamiento. Mi mundo ideal es que las obligaciones de la industria se dieran en el plano de conversaciones plácidas. Pero, lo veo muy difícil. 

En los agradecimientos de Los alemanes menciona que el desarraigo y la identidad son los temas centrales de su obra. Como escritor, ¿en qué momento se dio cuenta que estos eran los temas centrales de su escritura?

Tardo mucho en darme cuenta de esto. Creo que al final lo descubro cuando escribo La piel. Quizá soy yo que soy un escritor especialmente lento para entender cuáles son mis obsesiones, pero necesito escribir mucho para comprender qué compone mi oficio. La escritura para mí es una herramienta de descubrimiento y de reflexión. No escribo de aprioris. Los alemanes, sin embargo, sí es un ejercicio consciente de llevar hasta el extremo los temas del desarraigo y la identidad. 

Hay un personaje llamado Yeiyei que es una parodia del periodista que lleva años en una sala de redacción: alcohólico, mediocre, sin imaginación y bastante desagradable. Como periodista que detesta a los periodistas, ¡gracias! Disfruté mucho de este personaje…

Yo soy un periodista que cree muy poco en la romantización del oficio, quizá porque nunca he tenido una vocación muy fuerte. Ejerzo el periodismo con dignidad y pasión, pero sin creer en esas mitologías del reportero heróico. No sé, es algo que me resulta antipático. Mis amistades en el periodismo suelen ser personas descreídas y ajenas. Yeiyei puede ser una suerte de venganza hacia cierto tipo de periodista que en España ya apenas existe. Gente muy mayor que ya se ha retirado, pero que eran ubicuos: estaban en toda parte, hablando de todo. Sin embargo, son fósiles. Las redacciones en la actualidad son más jóvenes, sin tanto cínico borracho.

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11 / 2024