Gaudí, ¿genio y santo?

Para hablar del gran arquitecto de España es preciso mirar el entorno de uno de los talentos más apabullantes del siglo XX. En Diners recordamos al genio que se construyó a sí mismo y que está a punto de ser beatificado.
 
Gaudí, ¿genio y santo?
Foto: Pixabay (CC BY 0.0)
POR: 
Fernando Toledo

Más allá de la imaginación, del genio, de una religiosidad que lo tiene al borde de la beatificación, y de haber halagado el esnobismo barcelonés, la fuerza de la obra de Gaudí trasciende lo artístico para precisarse en unas coordenadas de tiempo, de atmósfera y de reflexión. Nacido en Reus, el 25 de junio de 1852, el talento de este hombre, cuya vida se confunde con su obra y de una humildad que lo llevó a definirse como un obrero, irrumpe al despuntar la penúltima década del siglo XIX en la escena de una ciudad que empezaba a sufrir un profundo cambio.

Es preciso situarse en la Barcelona finisecular, que bebe en las fuentes de lo catalán un espíritu nuevo. En toda la región, en medio de un nacionalismo bruñido con la conciencia de un pasado medieval, se palpa el debate entre la decadencia ineludible de lo hispánico y la vocación de un europeísmo levantado a partir de una filiación histórica.

La pujanza de la burguesía, que desde unos años antes comenzó a construir una formidable urdimbre industrial, plantea el ocaso de los valores de una aristocracia de estirpe cortesana en aras de una ética empresarial, representada sobre todo por los sectores textil y metalúrgico, y en la recuperación de unas raíces refundidas desde la unificación peninsular en la época de los Reyes Católicos.

En un clima de renovación, de divergencia frente a la idiosincrasia de haber hecho parte de una metrópoli, la exposición universal de 1888 se convierte en un manifiesto de las aspiraciones urbanas, y hasta cierto punto políticas, y en la señal de madurez de un conglome­rado capaz de refrescarse con la ayuda de un poder económico que empieza a despuntar.

Los primeros pasos de Antoní Gaudí se asocian al florecimiento de una identidad que se hace patente en la renovación de lo público y en la redefinición de los espacios privados. Aunque desde el romanticismo, en Cataluña, se exaltaron la lengua y las tradiciones propias, la revista L´Avenc en­marca, desde el ángulo de lo intelectual, la recuperación sin tregua de un temperamento, representado en la literatura por Mosén Jacinto Verdaguer, por Adria Gual y por Santiago Rusiñol entre otros.

La cercanía de Francia, y a través de ella la visión de una vocación continental, permite que los primeros escarceos de movimientos como el simbolismo, el art nouveau, el jugendstil y la sezession ilustren una posición de contemporaneidad que, rápidamente, desemboca en el modernisme catalán. En la arquitectura es obligatorio el manejo de una volumetría donde los conceptos del confort y, sobre todo, de la originalidad, plasmada en una recuperación de los valores locales, no puedan estar ausentes.

En ese ambiente de mutaciones, los pabellones de la exposición y el reordenamiento de la ciudad no soslayan su dimensión de propuesta y a la vez de reto. Los mecenas, que persiguen la individualidad y la exhibición de un orgullo regional que se concreta en lo público, han hecho posible que arquitectos como Vilaseca, Doménech y Fontesére levanten los nuevos símbolos de Cataluña para llenar de hitos una ciudad, la capital, que se transforma por momentos en la Meca industrial de la península ibérica.

Aunque, con la excepción del desaparecido pabellón de la compañía Trasatlántica, Gaudí no participó en el diseño de los edificios de la exposición, varios trabajos suyos, los bocetos para una pileta que no llegó a construirse en la Plaza de Cataluña, los faroles de la Plaza Real, que siguen impertérritos, y su aporte a las soluciones del depósito de aguas de la fuente monumental del Parque de la Citadelle, se incrustaron en un plano de propuestas y se asociaron con un evento que atrajo la mirada de todo el mundo sobre Barcelona.

Su primer padrino, perteneciente a esa burguesía con ansias de dejarse ver, le encargó una casa de veraneo, la Vincens, donde empezaron a concretarse los sueños de un joven arquitecto de 26 años que, desde sus épocas de universidad, se resistía a plegarse a las reglas de un academicismo en vías de extinción y cuyos proyectos de escuela fueron considerados delirantes.

[diners1] Las calles de Barcelona tienen su carácter más especial por los edificios que construyó el famoso arquitecto Antoni Gaudí. Foto: Carles Paredes, Casa Vicens (Wikimedia Commons)-CC BY-SA 3.0.[/diners1]

En esa obra de juventud nació la experimentación, una de las constantes de la concepción modernista y desde luego de la gaudiana, que habría de ser la nota dominante de todo un proceso creativo. La búsqueda desaforada de una estética encontró un exotismo sui generis en la cepa: se nutrió de lo mudéjar, que incluía el uso del ladrillo y de los azulejos como elementos descollantes, y a la vez realizó una exploración en torno de lo medieval a partir de las teorías en boga del francés Viollet-le duc y del inglés John Ruskin.

La heterogeneidad de los espacios, con las bóvedas ligeras, típicas de la tradición catalana, apuntaladas con tirantes de hierro para llenarlas de una nueva gallardía, empezaron a marcar el eclecticismo de un talante de constructor que se devoró a sí mismo a cada paso para renacer con más bríos en el siguiente proyecto.

Otro y definitivo mecenas, Eusebí Güell, uno de los zares de la industria textil, le permitió a Gaudí, con un entusiasmo digno de un Medicis o de un Doria según el propio arquitecto, la búsqueda de unos atributos que habrían de ser emblemáticos del modernismo barcelonés y, sobre todo, de un talante sin parangón. En el proceso de alimentarse de la monumentalidad catalana el arquitecto, sin perder nunca una visión de avanzada, no dejó de lado el gótico, con influencias de Provenza y del Rosellón, y fue así como en el Palacio Güell estableció una revolución en los volúmenes y en la decoración interior que, incluidos los muebles, resolvió de manera suntuosa.

[diners1] Palacio Güell. Foto: Pixabay.[/diners1]

Enseguida surgieron tres edificios capitales, dos de ellos en la provincia de León, el palacio episcopal de Astorga y la casa de los Botines, y el tercero el colegio de las teresianas en la propia Barcelona, donde la aparición de tragaluces de audacia insospechada, de pozos de luz llenos de rebeldía o de los más insólitos patios, solucionaron con un derroche de imaginación los problemas de iluminación interior.

Por esos años dimitió el arquitecto de la nueva catedral, de la Sagrada Familia, que pretendía simbolizar la herencia de la Edad Media, y a la vez el renacimiento de la catalanidad. El ganador del concurso que se abrió para continuar la obra fue Joan Martorrel, quien realizó un planteamiento modernista en cuyo diseño participó Gaudí. Este último acabó por apersonarse de la fábrica, que se transmutaría en el más extraordinario laboratorio espacial y ornamental, y en la razón de ser de un oficio que se debatió entre el escudriñamiento de una nueva estética y una reevaluación cercana al misticismo.

[diners1] La obra capital de Gaudí, la Sagrada Familia, quedó trunca. Apenas terminó la fachada del pesebre y la cripta. Foto: Wjh31, Sagrada Familia (Wikimedia Commons)-CC BY-SA 3.0.[/diners1]

De manera paralela con la inmersión en el bosque de columnas, de planos, de dibujos y de maquetas, el arquitecto realizó otras obras que fueron alejándolo del gótico para encontrar formas de expresión relacionadas con lo escultórico que, a medida que levantaba nuevos edificios, se iba adueñando de manera integral de las fachadas, de los interiores y de los mobiliarios, tal y como lo demuestran la quinta de Bellesguard o la casa Calvet.

[diners1]Foto: Jordiferrer, la quinta de Bellesguard (Wikimedia Commons)-CC BY-SA 3.0.[/diners1]

Los experimentos realizados en la Sagrada Familia, e inspirados primero en el barroco, luego en lo orgánico y hasta se diría que de manera peculiar en lo onírico, encuentran su máxima aplicación en la casa Batlló o en la extraordinaria casa Milá, donde la arquitectura y la decoración se fundieron en una concepción que incluía profundas reflexiones sobre el papel del color en las edificaciones y del uso de materiales como el vidrio, el hierro, los mosaicos y los desechos de construcción, para producir piezas de arte público cuya principal intención, además de servir de vivienda, era crear una atmósfera urbana remozada y humana sin perder de vista una dimensión metafísica.

[diners1]La casa Milá Foto: Arnaud Gaillard, (Wikimedia Commons)-CC BY-SA 1.0.[/diners1]

El propio Gaudí al finalizar la casa Milá, cuyas ondulaciones frontales están inspiradas en el manto de la Virgen del Rosario, afirmó: “He creado esta obra como un monumento a la Virgen porque Barcelona carecía de monumentos”. Acaso el mejor ejemplo de esa persecución desaforada de una forma de expresión nueva, y a la vez extrañamente familiar, es el Parque Güell, hoy declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad, cuyos espacios cubiertos, galerías, columnatas y equipamientos a la intemperie pretenden repetir las atmósferas vegetales y calcáreas de la costa del Mediterráneo, dentro de un respeto por un paisaje donde el diseño inspirado en la misma naturaleza encuentra una coherencia deslumbrante.

La que debería haber sido la obra capital de Gaudí, la Sagrada Familia, quedó trunca. El maestro apenas consiguió terminar la fachada del Pesebre y la cripta, a pesar de haber dirigido los trabajos de la iglesia durante 43 años. Las limitaciones financieras impidieron que se avanzara con el ritmo que pretendía el constructor, cuya obsesión por el templo lo llevó a trasladarse a vivir en un recinto que, en lo personal, encarnaba la relación entre las posiciones del artista y del místico. No muy lejos de allí fue atropellado por un tranvía el 7 de junio 1926, cuando salía de la iglesia de San Felipe Neri, donde solía oír misa y comulgar a diario.

[diners1]Antoni Gaudí Foto: Public Domain.[/diners1]

Vestido de manera modesta, e indocumentado, fue trasladado al hospital Clínico. Nadie lo reconoció, hasta poco antes de morir dos días después del accidente. Ese hombrecillo de barba blanca, de aspecto de indigente, de una dimensión espiritual que rayaba en la santidad, de profunda originalidad, hasta el punto de que sus trabajos son considerados como un anticipo del posmodernismo, que falleció sin haber recuperado los sentidos, le dejó a Barcelona uno de los patrimonios arquitectónicos más importantes del mundo, y fue a la vez fruto y artífice de un cambio urbano de enormes proporciones.

Archivo Revista Diners Julio de 2002, edición 388

         

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noviembre
23 / 2017