Así sobrevivieron los pijaos de Colombia

Conozca cómo sobrevivieron los Pijaos de Colombia, quienes fueron desterrados de su tierra y vivieron en constante exilio.
 
Así sobrevivieron los pijaos de Colombia
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Desde lo más profundo del cielo, el viento bajó, incierto y frío, como era costumbre que ocurriera en marzo. Era intempestivo y fugaz y escaso en lluvias. Avanzaba casi siempre desde el Oeste. A veces procedía del Sur. Se desprendía entonces de las regiones que rodean las plateadas laderas del nevado del Huila y descendía hasta mecer los húmedos bosques tropicales de Chaparral.

El 1o. de marzo de 1971 la corriente se deslizó del Sur hacia el Norte, empujando la enorme bolsa de aire caliente que flotaba sobre la amarillenta llanura de Ortega. Mientras caminaba dentro del viento, refrescando la espalda y el pecho empapados en sudor, Ramón Tique, un viejo descendiente de los pijaos, escuchó el lejano golpeteo de un tractor funcionando. En su rostro abotagado se asomaron a la vez los gestos de la incertidumbre y la cólera. “Nos invadieron”, pensó, y comenzó a correr, arrastrado por el retumbar del motor hacia las hondonadas que morían en la quebrada de Nicurco.

Envueltos por la polvareda levantada por el arado que remolcaba la máquina, había diez hombres, sombríos e impacientes. Ramón se dirigió hacia los resecos matorrales que habían sido destrozados por las rastras. Esperó en silencio a que su sola presencia provocara la realización de lo que bullía en su sangre, y que la máquina se detuviera y los hombres se marcharan de los terrenos de su comunidad. Pero el tractor realizó otras seis vueltas a lo largo del lote, yendo y viniendo con los extraños a su lado, bajo la lluvia de tierra despedazada.

Ramón Tique se dio cuenta entonces de que no existía. Y por eso corrió con el máximo esfuerzo que podía sacar de sus piernas macilentas y se arrojó delante del tractor. Una granizada de terrones y un sofocante vaho de gasolina y un grito amenazante azotaron su
rostro.

-Ustedes no pueden arar aquí, esta tierra es nuestra-, les dijo.

-Usted no tiene nada aquí y lo que pasa es que se va a morir le respondió el capataz de los hombres. Y extrajo del bolsillo una pistola envuelta en una bolsa de plástico y comenzó a desenvolverse mientras miraba a los deslumbrados ojos de Ramón, refugiados bajo la sombra de su sombrero blanco.

Enfrentado al desafío de la muerte. Ramón pensó que era mejor abalanzarse sobre la mano que ya empuñaba la pistola que huir. Entonces se acercó al hombre y ambos comenzaron a girar entre los surcos recién abiertos, tropezando, indagándose mutuamente el abismo de sus ojos, como queriendo descubrir en un solo instante la ardua
y larga historia de sus vidas que, por fin, se encontraban.

Todo el aire se había detenido de nuevo y el plateado cielo estaba en calma. Un fogonazo, como un pez saltando precipitadamente en el agua, deslumbró la pequeña distancia entre los dos hombres que forcejeaban, y un estampido rodó por la planicie.

Días después, cuando Ramón, con los dedos de su mano derecha desollados por el disparo, fue a elevar la respectiva denuncia ante las autoridades de Ortega, fue encarcelado. Un mes más tarde, cuando su padre, el jefe del resguardo indígena invadido, Belisario Tique, viajo hasta Bogotá a reclamar por el atropello, fue detenido y encerrado en los muladares de un cuartel. Antes de ser aherrojado, el rostro del anciano como un orgulloso animal herido que arruga fieramente el hocico antes de recibir el último disparo apareció en la primera página de “El Espectador” el 23 de marzo de 1971, bajo un titular que decía: “Aunque Ripley tampoco lo crea, un terrateniente invade parcelas”.

Ortega es un pueblo triste de cinco mil habitantes, acaballado sobre el espinazo de una de las estribaciones que se desprende de la Cuchilla de Calarmá. Está a mitad de camino entre el ardiente llano del Tolima que rodea al río Magdalena y las azules y frecuentemente encapotadas cumbres de la Cordillera Central.

El pueblo fue fundado por los españoles en 1572. No era más que un patio fortificado desde el cual los conquistadores resistían la salvaje rebeldía de los indígenas pijaos. Durante dos ocasiones sus habitantes fueron asaltados por los indios y en otra asolados por la viruela, y el pueblo tuvo que ser fundado una vez más durante tres veces.

Los domingos, día de mercado, los descendientes de los pijaos llegan al pueblo arrumados en un descolorido bus de varias bancas y sin puertas. Viven a once kilómetros del pueblo, en algo más de 90 hectáreas de polvo y arena. El lugar era llamado “La Peñonosa”, por sus abundantes peñas. Ahora es conocido oficialmente como el Resguardo de la Comunidad Indígena de Guatavita-Tuá.

Sus habitantes, apocados por siglos de derrota, de humillaciones y de opresión, son recelosos y cuando su inevitable sonrisa se cuelga en sus mejillas de cobre, tras ella se agazapa la máscara de la desconfianza. Poco, por no decir nada, de su miserable esplendor de antes de la Conquista, se ha perpetuado. Enzarzados en interminables guerras tribales, los pijaos no conocieron nunca una unidad política. Soldados sin reposo no pudieron soñar suficientemente a sus dioses ni conocer los beneficios del trabajo. Locomboo, para ellos es un ambiguo creador de todas las cosas, mezcla de Abuela del Tiempo y Abundancia del tiempo, no les merecía ningún respeto. A la hora de partir hacia la guerra, preferían ser escupidos por los ancianos de la tribu, para ser preservados del peligro, antes que invocar la protección de sus divinidades.

Eran “gente feroz y bien dispuesta. Tienen la frente hundida por artificio y gala, y las narices corvas y largas. En lo demás siempre proporcionados y robustos, en gran manera ágiles, sueltos y alentados, que andan por la aspereza de la montaña y sierra con más ligereza que en el llano”, escribió, en un aparte de un extenso informe de 43 folios, el hombre que condujo las huestes que finalmente los derrotaron en 1608, el Presidente, Gobernador y Capitán General del Nuevo Reino de Granada, don Juan de Borja.

De las toscas costumbres de los antiguos pijaos apenas sobreviven desdibujados rasgos, como el de construir sus viviendas no agrupadas sino desparramadas por la llanura. También conservan parte de toda la complicada elaboración de la chicha, una bebida que se prepara a partir del fermento del maíz molido o pilado. Acostumbran dormir sobre el piso de tierra de sus chozas, pero no tanto por apego a la tradición como a la imposibilidad económica de comprar una cama. Sus mujeres y algunos de los hombres tejen hojas de palma, las cuales blanquean lavándolas con sal y limón. Con ellas elaboran largas trenzas que venden en los pueblos y que son utilizadas para la fabricación de sombreros. También moldean grandes y burdas ollas de barro, pero perdieron el hábito de pintarlas.

Las primitivas prácticas curativas que les habían legado sus antepasados, también se han desvanecido. Hasta no hace muchos años, Barbara Tique, una socarrona hechicera de 100 años, sumergía a los niños en artesas llenas de cocidos de hierbas durante un día entero, para librarlos de los espíritus malignos de las aguas. Contra la tosferina aplicaba una manteca preparada con grasa de gallinazo. Para los dolores de espalda friccionaban hojas del fresco matarratón humedecidas con los orines de un niño.

Las broncas voces de sus dialectos, como el panche, el pantàgora, el yalcón, el yaporogue o el mismo idioma pijao, se desvanecieron en el eco de las sierras o en el vacío de las mesetas del llano. De las primeras creencias, a veces vagan por sus ensueños la Madre monte, una ninfa del bosque que seca los riachuelos, y la Candileja, una llama que acosa de noche a los viajeros que se atreven a cruzar solos la planicie. Cuando miran hacia el norte, y admiran la dura y rojiza imponencia de las rocas del Gran Avechuco, piensan a veces en el gigante Cumbiales. Aquellos hermosos y bruscos cerros
son su palacio. Bajo ellos el gigante brama eternamente, todos los días, a las seis de la mañana, y luego, a las seis de la tarde. En cambio, cuando recuerdan a sus muertos, no se los imaginan sino en el pasado. Ya ni siquiera el espejismo de una existencia eterna les pertenece.

Extraviados en la derrota y en el atraso, esclavos de su propia debilidad, los pijaos han permanecido atados a la vana y estéril posesión comunal de las desnudas y yertas colinas de sus resguardos. Allí viven como en el limbo. Más allá de las oxidadas alambradas de sus linderos no reside el universo. Para ellos, como para el campesino ruso que poseía comunitariamente la tierra en el siglo pasado, “el resto del mundo sólo existe en la medida en que se mezcla en los asuntos de la comunidad. Esto es hasta tal punto cierto que en ruso una misma palabra -mir- sirve para designar, de una parte, el
“universo”, y, de otra, la comunidad campesina”., Presentada como un ideal, como una avanzada realización del futuro, la propiedad comunal de la tierra, tal como se realiza en los resguardos, no es más que una forma agonizante de posesión. Esta era una institución característica entre todos los pueblos indoeuropeos en las fases inferiores de su desarrollo, desde la India hasta Irlanda.

El resguardo, como la encomienda, fueron estructuras típicas de la economía anticuada y feudal que España implantó en América. Si la primera enclaustro a los indígenas privándolos de su participación activa y directa en la vida de la sociedad, la segunda, la encomienda, prácticamente convirtió a los indígenas en siervos de la iglesia y de los señores del campo.

Fue así como, por ejemplo, “Si la participación de los indios en los movimientos sociales de la Colonia es muy limitada, en las guerras de Independencia parece ser casi nula”, igual que “en las contiendas civiles de la República”, afirma un confiado defensor de los
resguardos, el historiador Juan Friede.

Alucinados por el fantasmal usufructo común de los terrenos de los resguardos, los pijaos deambulan hoy por la árida llanura tolimense como unos proscritos.

Este retraimiento obviamente no es producto de una libre decisión de los indígenas, sino una limitación propia de la economía a la que se han visto reducidos, y sobre cuyos enceguecedores efectos ellos no han acabado de tomar conciencia.

A pesar de que la inmensa mayoría de los habitantes de Guatavita-Tuá no sabe leer, siempre que se pone en tela de juicio su calidad de poseedores de la tierra, de sus costales emergen abultadas escrituras que se remiten a un fatigante camino de notarías y despachos, que se remonta hasta los inasibles fallos de los virreyes españoles.

Aislados del resto de los colombianos, desconocedores de los recovecos y pasos que ha recorrido el país, de los partidos, las alianzas y las batallas que se han necesitado para que la historia suba aunque sea un escalón, los pijaos, como la inmensa mayoría de los
indígenas, han terminado por alimentar una fe ciega en los efectos de las leyes. Manuel Quintín Lame, un sufrido y perseguido reivindicador de los derechos de su raza, ha sido, por ejemplo, quizás el colombiano que más memoriales le ha dirigido al gobierno.
Sus restos descansan cerca a Ortega, donde predicó la defensa y recuperación de los resguardos, después de emigrar de su tierra, el Cauca.

Pero de nada han servido las montañas de papel sellado. Así como en Grecia el arribo de una economía monetaria significó la descomposición de sus gens, en Colombia la sola llegada de los retozos de esa economía también desarticuló, y continúa haciéndolo, los resguardos. Hasta Friede anotaba que “el movimiento independentista declaró al indio, ciudadano libre; le proporcionó una libertad individual y con ella la destrucción del resguardo que, como forma colectiva de vida, limitaba esta libertad”. Distintos caudillos, desde Bolívar, el general Reyes, hasta Alfonso López, firmaron leyes para repartir las tierras de los resguardos a título de propiedad individual entre los indígenas que las ocupaban. Decenas de resguardos desaparecieron desde entonces y millares de indígenas fueron arrancados del pasado y arrojados con violencia hacia el presente.

A veces, sobre las pandas paredes de sus chozas, los últimos pijaos cuelgan ramitas de una planta llamada “hoja santa”. Quieren así consultar su destino. Si las hojas se marchitan y se secan creen que los días que vendrán no podrán ser bien recibidos. Si sobre sus bordes retoñan otras diminutas hojitas, piensan que sobrevivirán en el futuro sin mayores sobresaltos. Es una manera de mentirse, pues nadie más convencidos de su desgracia que ellos mismos. Las once familias que vinieron en 1836 desde Coyaima, una cercana población tolimense donde también hay varios resguardos, para posesionarse de los arcillosos eriales, se han multiplicado y en el pequeño resguardo se amontonan hoy 86 familias que suman casi un millar de indígenas.

-Las familias crecen pero la tierra si no se multiplica y estas rocas se están acabando reclama un arisco pijao. Israel Aroca.

Las cosechas de maíz, ajonjolí, sorgo, frijol, yuca, son cada vez más pobres. El pasto para sus animales se ha vuelto más frágil. No tienen vacas ni caballos. Apenas animales que buscan su subsistencia, como chivos, pavos, cerdos y gallinas, las que en ocasiones empollan lánguidas crías sin plumas. En los inviernos algunos de los indígenas pescan en las aguas próximas del río Saldaña, y pueden así volver a saborear la carne.

Tanta oscura miseria ha señalado el camino de la emigración. Muchos de los jóvenes pijaos han abandonado el resguardo y se han convertido en obreros, artesanos o pequeños comerciantes en las ciudades, o han ingresado al enorme ejército de jornaleros que deambula por Colombia recolectando las cosechas del café, el algodón o el arroz. En
un estudio del Ministerio de Gobierno, realizado por Alberto Mendoza en 1972, se dijo que el 57% de los padres de familia de Guatavita-Tuá se veían obligados a trabajar fuera del resguardo.

En el barrio 20 de Julio de Bogotá. Sobre el marco de una puerta el letrero que dice “Sastrería Tique” uno de los más conocidos apellidos pijaos anuncia la necesidad del exilio.

El desamparo es ya tan grande como para que la extravagancia no se sienta forastera en aquellos breñales. Hace poco un “hermano” instaló dentro de la comunidad un santuario donde reparte agua bendita con la que los indígenas creen aliviar a sus gallinas enfermas.

En el resguardo de San Antonio del Cucharo, cuando los periodistas interrogan a uno de sus gobernadores, éste sólo rompe su mutismo para decir que no quiere hablar con detectives y que para evitarlo necesita que los visitantes le lleven una orden del Comandante de la Brigada del Ejército de Ibagué. Cuando la Secretaría de Agricultura prometió sembrar árboles frutales en Guatavita -Tuá los funcionarios se aparecieron con miles de tallos de palos de iguá, uno de los arbustos que más abundan en la región. Sin embargo, el máximo absurdo ocurrió a finales de septiembre de 1979, cuando un grupo de indígenas del resguardo de Bocas de Tetuán invadió las tierras que ya ocupaban luego de que el Incora había formado una empresa comunal “que favorecía a 6 de las 27 familias que trabajaban inicialmente en el predio”, según lo testimonia un informe oficial que reposa en los archivos del Ministerio de Gobierno.

Mientras caminaban por la marchita planicie, a la espera de las lluvias de marzo, Ramón y su hijo Nazario recordaban el más reciente episodio que detonó en su reducido universo. El 16 de enero de 1979, cuando respigaba en un campo sembrado de sorgo, el pijao Joaquín Timoté murió con el pecho atravesado por un disparo de escopeta.

Anonadados por el crimen, ambos guardaron silencio por un largo trecho y la sombra densa de un enorme banco de cúmulos que viajaba en el cielo los cubrió del sol de la tarde. Nazario habló entonces de la ausencia del viento. Y luego le contó al viejo de un sueño que había tenido, en el que la dura y polvorienta llanura se había convertido en un valle de bosques tiernos y verdes y de sabanas sembradas de arroz y de sorgo cruzadas por extensos canales de riego.

-En el sueño yo sentí una brisa fresca y fija que nunca se detenía. Era un viento nuevo creado por los hombres- dijo finalmente Nazario, y se quedó callado, sin hallar respuesta alguna en los labios de su padre.

         

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agosto
17 / 2019