Salario Mínimo: la crónica de un periodista que vivió en la comuna 13 de Medellín

Recordamos el libro que publicó Andrés Felipe Solano sobre su reconocida crónica de inmersión Seis meses con el salario mínimo.
 
Salario Mínimo: la crónica de un periodista que vivió en la comuna 13 de Medellín
Foto: Camilo Rozo y Andrés Felipe Solano (Polaroids)
POR: 
Álvaro Robledo

En noviembre de 2007 Andrés Felipe Solano publicó en una revista de circulación nacional una crónica en la que narraba su vida durante medio año, como trabajador de una empresa de confecciones en Medellín. El texto le valió ser uno de los finalistas del premio que otorga la Fundación nuevo Periodismo.

Ocho años más tarde, Solano, autor de las novelas Sálvame, Joe Louis y Los hermanos Cuervo, decidió retomar la crónica y contar detalles de los que pasó después.

El resultado es Salario mínimo. Vivir con nada, el primer título del relanzamiento de la colección Mirada Crónica de Tusquets Editores, que se enfocará en publicar las mejores historias de periodismo narrativo del continente y que contó, en este caso, con la participación en la edición de la argentina Leila Guerriero, una de las cronistas más reconocidas de la región.

El escritor Álvaro Robledo sostuvo un diálogo con Solano sobre esta experiencia.

Mi hermano: me acabo de leer de un tirón la crónica y me gustó mucho como quedó. No le veo nada raro, en verdad. O sí, pero eso raro, tiene que ver para mí con la idea primordial de todo el asunto y con la que nunca estuve de acuerdo (por desagrado hacia esa revista para la que ya por fortuna no trabajas y su empeño por mostrar a la ligera cosas que en verdad no lo son), pero que comprendí por tu situación de ese momento: necesitabas aire, olvidar a esa muchacha (que hoy no lo es) con quien salías, y la plata que no tenías y que necesitabas.

Comuna

Foto: Andrés Felipe Solano (Polaroid).


Efectivamente, como dices en algún momento, sabías que después de esto tu vida cambiaría, que podrías escabullirte. Sin embargo, desde el primer momento te molestas con la idea de ser un mentiroso, de escribir algo para que te vieran luego como a un animal en un zoológico, que era la intención primera de quien te pidió la crónica (después de todo, millones de personas viven así aquí y esto se sumaba a lo que te decía en ese momento de mi repulsión por esos temas que ellos querían desarrollar, cosas del tipo de cómo sería ser policía acostado por un día, o prostituta o reciclador).

Con todo esto conseguiste un pasaporte nuevo, una máscara distinta.

Sería bueno que hablaras de las máscaras que nos ayudan a pasar “por eso que llaman la vida”, como también dices en el libro: en ese momento fue esa, ahora es la de esposo que vive en Corea y trabaja en radio, pronto irás a vivir a Madrid, antes fue la de desparchado salmantino, o la de cronista.

Hasta el momento siempre te has puesto la de escritor, pero me gustaría que dijeras algo sobre eso: sobre las máscaras que nos ponemos para sobrevivir y así intentar entender si hay algo ahí adentro, o no

Todo esto de visitar ese pasado es una cosa rara, no solo por la lejanía en el tiempo, sino porque de verdad fue un punto de quiebre en mi vida. Una vez me gradué de la universidad me dio terror tener que escampar en una maestría y luego en un doctorado.

Yo quería salir a la vida, lo que quiera que eso signifique. Ya lo había intentado durante esos seis meses en 1997 en que me fui a trabajar de mesero en Hoboken, digo mesero porque las clases de inglés las abandoné al mes de estar allá. La puerta al periodismo se abrió justo en el momento en que me debía enfrentar a una vida laboral.

Endeudarme para estudiar más no era una opción. Temblaba ante la idea de tener que pisar un salón de clase. Entré a ser periodista en una revista pensando en que un año bastaría para resolver mi camino y ya ves, resulta que viví en una sala de redacción casi ocho años, hasta que me agoté de esa máscara también, de la de periodista citadino de escritorio (tal y como me agoté de la de estudiante de literatura y la dejé medio semestre).

Corrientazo restaurante

Foto: Andrés Felipe Solano (Polaroid).


Esa razón –aquel agotamiento personal– influyó mucho en la decisión de irme a Medellín. También quería hacer algo largo, un trabajo de no-ficción extenso. Acababa de cerrar mi primera novela y no quería seguir haciendo artículos cortos. Quería algo más demandante en todos los sentidos. A finales de mis veintes había empezado a leer a Gay Talese y los artículos periodísticos de Terry Southern y sentía la necesidad imperiosa de arriesgar algo, de tirar los dados.

Igualmente, elegí Medellín porque, como sabes, durante los ochenta y noventa esa ciudad signó en parte la vida de Colombia. Me interesaba conocer historias de aquellos años in situ. Ya ves, fueron muchas cosas, que por supuesto, en ese entonces eran una sola mezcolanza. Las he podido entender ahora, con el tiempo, al revisar la crónica para convertirla en un libro.

Vea también: Álvaro Robledo habla de Que venga la gorda muerte en la Terraza Diners

Cuando ya estás allá decides jugar el juego: ponerte la máscara y cumplir. Repito: es muy raro leer el pasado. Tanto tú como yo somos personas distintas a lo que fuimos en ese momento. Yo sabía lo que te estaba pasando por unos cuantos correos que cruzamos, pero ¿cómo ves ahora la crónica después del paso del tiempo? ¿Te sigue gustando? ¿Cambió mucho para esta entrega?

Creo que la crónica encontró una segunda vida sin duda. Al principio cuando la releí quité algunas frases aquí y allá, reformulé otras, nada drástico. De hecho, como que quise pasar rápido por encima de ella. Pero después de un par de correos con mis editores entendí que esta era la oportunidad para darle una mejor forma, una estructura que reflejara con más fuerza la intensidad de esos días y la fluidez propia de lo que habían sido mis días en Medellín.

Andrés Felipe Solano

Foto: Andrés Felipe Solano (Polaroid).


También añadí algunos párrafos para que a los nuevos lectores les quedaran aún más claras las condiciones de mi estancia allá y otros en los que ahondé en mis dudas acerca de lo que estaba haciendo.

Mira, de todos los artículos que he escrito en esto años, el del salario mínimo me parece que es el único que a lo mejor puede rozar la categoría de aquello que se llama periodismo literario. Y lo digo no porque crea mucho en esa etiqueta, sino porque se balancea sobre el deseo propio del periodismo de asomarse, lo más cerca posible, a la vida del otro, y a la vez el ansia irrefrenable de ser otro, sin duda el tuétano de la literatura.

Durante cada uno de los días que trabajé en aquella fábrica textil en Medellín y arrendé una habitación en el barrio Santa Inés, fui alguien diferente al que había sido hasta entonces. Y esa nueva vida se fue instalando, callada y paciente, al punto de que en las semanas finales, con el viento en la cara y el codo sobre la ventanilla de la camioneta donde transportaba bolsas de ropa por todo Medellín, cansado pero alerta, me preguntaba si acaso aquella no era mi verdadera vida, y la otra –la de un periodista de clase media en Bogotá– una ilusión.

Pero después de seis meses de estar en el mundo como si yo fuera otro tuve que regresar a ocupar mi antigua vida. La desempolvé de mala gana por unos meses y escribí sobre el honesto impostor que había sido y sobre los pequeños heroísmos de todas las personas que conocí en ese medio año.

Es una crónica en la que el trasunto de toda la historia es, inevitablemente, el dinero. Tener mucho o poco. Preguntarse si somos mejores personas si lo tenemos o no. Tiene un par de frases poderosas: “No tener dinero es como andar desnudo o haber perdido a la madre en la infancia” y “Vivir con el salario mínimo es odiarlo todo, hasta la propia cara”. ¿Te ayudó esta experiencia a cambiar tu visión sobre este punto?

Mi relación con el dinero también cambió. Después del salario mínimo me atreví a mirar de frente lo que podía ser una vida como escritor, por lo menos como yo la imaginaba y quería secretamente –sin tener otros trabajos de tiempo completo– y la inestabilidad a la que me iba a enfrentar.

Andrés Felipe Solano

Foto: Andrés Felipe Solano (Polaroid).


Para terminar, al final dices: “todo el tiempo algo viene, todo el tiempo algo se va. Y esa es nuestra tragedia pero, también, nuestra única esperanza”. En ese fluir constante, ¿sientes que aquello de lo que da cuenta este libro está relacionado con tu obra en general, es decir, ves vasos comunicantes entre las cosas que escribes o entre algunas de ellas?

Ya que tú has sido de los pocos que han leído ambas cosas, me parece que hay una conexión secreta e inesperada entre esta nueva versión del salario mínimo y el libro de Corea. No sé si tú también la veas.

Fue en ese momento, una vez acabé mi vida en Medellín, en que empecé a caminar sobre la cuerda floja, que es solo una metáfora de muchas cosas: lo de ser un poco errante, las dudas sobre el propio trabajo y sobre la escritura, desprecio por ciertas convenciones sociales e impotencia al no poder escapar de todas ellas, lejanía con la ciudad de Bogotá, etc.

         

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enero
2 / 2020