José Orlando Gutiérrez creció inmerso en una casa de ruido bullente, fértil, donde hervían los sabores aportados por los migrantes y se integraban sus saberes, al lado de la risa, el desparpajo y las historias cotidianas del Caribe colombiano. Era un niño curioso que deambulaba por la cocina y veía cómo se rallaba la yuca para convertirla en enyucado, mientras el maíz fermentado copaba los aromas antes de transformarse en bollos o arepas. En el microcosmos familiar de la cocina de su abuela, Ana María Cabarcas de Castillo, el pequeño José Orlando ni siquiera soñaba con ser cocinero. Simplemente sabía que la cocina era una fiesta y el corazón de un hogar. Allí mandaba el coco, ya fuera fresco con su agua viva, como quemado, para elaborar el arroz típico. Identificaba el olor de la panela cuando se espesaba al cubrir la posta negra, y forjaba su apetito en las frituras de los patacones y en el sabor dulzón de las papayas verdes reconvertidas en dulces.


Aquel era el reino de los plátanos fritos, el suero, el ají criollo, los ñames, el queso con sal, los mangos verdes recién caídos y la risa de la gente que participaba, opinaba y circulaba por sus recovecos. ( Vea también: Este es el restaurante de Cali al que la gente viaja solo por su plato estrella ) Cuando Pablo Flórez compuso Los sabores del porro, expresó con música a qué sabía el Caribe colombiano. Su me sabe a frutas / A mamey, patilla o tajá e’ melón / También me sabe a yuca harinosa asá / Mojá en asiento de chicharrón lo podría entonar hoy Gutiérrez, a 8.700 kilómetros de distancia de su casa en Cartagena, en su propio restaurante en París. Comité Caribe, ubicado a pocos pasos de la Philharmonie y de la Ciudad de las Ciencias y la Cultura de París, ha ido más allá de insertar los sabores del Caribe en la capital de Francia, donde brillaban por su ausencia: los ha sublimado y los ha vuelto globales.
Ahora es posible probar una arepa de huevo con suero costeño hecho caseramente con leche de vacas francesas, un ceviche de pescado blanco con jalapeños suaves, o una variedad de tomates con caviar de mostaza y el regusto perfumado del maracuyá. Su incursión cultural consiste en llevar con un alto perfil el alma generosa del Caribe colombiano al paladar francés. Parece fácil contarlo. Pero, como las buenas recetas, tomó mucho tiempo y maduración para que pudiera ser realidad. La vocación de la grandeza Foto cortesía José Orlando Gutiérrez. Cuando conversamos, Gutiérrez acababa de volver de su casa en Cartagena. Fue a celebrar su boda y revivió la fiesta gastronómica que monta su abuela, asistida por manos sabias como las de Rosa, Luzmila y Ede, cuyo conocimiento aún hoy “sigue dando lidia”, en un espacio que convoca a la familia y es de circulación permanente. “Mi carácter folclórico se forjó en ese laboratorio creativo”, anota.

En ese espacio comenzó a ver el mundo desde su propia orilla. Con un padre barranquillero abogado y una mamá cartagenera educadora especial, se siente costeño de pura cepa, y caribe desde la mochila hasta el corazón. Estaba en todo, participaba en todas las conversaciones, así que aprendió pronto tanto a respetar la historia tradicional de su ciudad como a querer conocer el mundo gracias a los turistas que la visitaban. “Yo me bañaba en todos los aguaceros”, dice. En la adolescencia lo atrajo la arquitectura, pero la cocina se impuso como una decisión insalvable, ya que le parecía una forma feliz de conocer las culturas del mundo. A los diecisiete años, tomó la decisión en solitario de viajar a Bogotá para estudiar gastronomía. Llegó a la academia Gato Dumas y en la capital reconoció un espacio de libertad para abrir sus alas y consolidar la relación con su hermano, con quien convivía.
Foto cortesía José Orlando Gutiérrez. Aunque la experiencia laboral fue dura, le resultó enriquecedora: trabajó con Leonor Espinosa en sus inicios en el restaurante Leo, Cocina y Cava, donde vivió un reencuentro con los sabores del Caribe de manera creativa, y también pasó por reconocidos restaurantes, como Pajares Salinas y Magnolio. Bogotá también fue el escenario donde, a la par que exploraba su orientación sexual, enfrentaba la dureza de la ciudad. Fue víctima de la escopolamina hasta en tres ocasiones. Nada lo arredró. Aprendió a salir adelante y se forjó a una edad temprana. Cuando regresó a Cartagena, tras cuatro años y el hastío del tráfico bogotano, su personalidad impetuosa se reactivó y lo siguió catapultando a crear.
Decidió emprender con una línea de vinagretas artesanales cuando comprobó que todas las ensaladas le sabían igual y quiso darle una posibilidad creativa a esa opción; no obstante, extrañaba el llamado de los restaurantes, el “rush de la cocina en pleno boleo”, por lo que terminó formando parte del equipo que trabajó en la apertura del restaurante Semolina. Con apenas veinticuatro años, asumió poco después el desafío de crear desde cero el restaurante Confussion, en Getsemaní, un proyecto masivo con más de cien puestos, donde por primera vez fue él quien armó un equipo. El gran salto Foto cortesía José Orlando Gutiérrez. “El que está conmigo es porque vamos con toda”, les dijo. Aunque había alcanzado el título de chef, se consideraba más un cocinero porque era la esencia de donde venía: de la cocina. Sin embargo, no quería quedarse quieto. Lo dominaba una inquietud mayor: la sed de comerse el mundo.

Para un cocinero con ambición, el destino tenía un nombre: Francia. Llegó a París en febrero de 2017, sin hablar francés, con una maleta llena de sueños y algunos bollos de yuca, bolas de tamarindo y enyucados al vacío. “No sabía adónde iría ni si iba a regresar”, recuerda. La ciudad lo recibió con el pesado frío del invierno, su habitual burocracia y un apartamento minúsculo de veintisiete metros cuadrados que terminaría siendo el crisol de su proyecto vital, y que pudo conseguir fácilmente, algo insólito para un recién llegado. El comienzo fue difícil: empezó desde abajo, en la cocina de un pub inglés, pero con una determinación férrea se obligó a aprender el idioma y pidió que lo trasladaran a servicio al cliente para poder interactuar con los locales. Cuando ya tenía medianamente dominado el idioma y se había formado en cocina francesa, dio un salto audaz: aplicó a un máster en Alimentación y Culturas Alimentarias en La Sorbona. “No era consciente de a qué lugar estaba entrando”, confiesa, aunque sabía que era la universidad más renombrada de Francia.
Frente a un panel de profesores, sacó su perrenque caribeño y se logró destacar. Esos estudios teóricos, junto con profesionales de otras disciplinas, ampliaron su visión de la gastronomía más allá de los fogones. Foto cortesía José Orlando Gutiérrez. El número de sus amigos se amplió y empezó a trabajar con gente de Chile, Bangladesh o Madagascar. Hablaba como “loro mojado”, aunque no le entendieran, hasta que mejoró en el idioma y tuvo la posibilidad de buscar sus prácticas. Él tenía claro su objetivo, incluso mucho antes de llegar a Francia: quería trabajar en una cocina con estrellas Michelin. Cuando por fin pudo, envió su primera hoja de vida al Ritz de París, uno con los más altos estándares posibles, para finalmente ser aceptado en el palacio l’Hôtel Royal Monceau, donde le pidieron cortarse el pelo para ajustarse a la etiqueta del lugar. No lo dudó. Era una oportunidad que no podía dejar pasar. “Me rapé al ciento por ciento”, confiesa. Y luego hace otra confesión más. “Después de esta entrevista me cortaré el pelo de nuevo, quedaré rapado por completo”, me dice. Así fue. Su talento y experiencia previa hicieron que rápidamente ascendiera de practicante a chef de partie, al mando de un equipo de franceses.
Le fascinaron la pulcritud teatral de la alta cocina, el buen ambiente, la manera en que se leían las órdenes, la forma en que se hacían las comandas, e incluso el nivel de los clientes mismos. La pandemia truncó esa etapa al obligar a todos los establecimientos a recortar personal. En el confinamiento, mientras escribía su tesis sobre el cacao colombiano, nació la idea de crear Comité Caribe. Extrañaba los sabores de su tierra con intensidad, así que convirtió su pequeño apartamento en un laboratorio para lograr el suero y un queso costeño reales. El olor intenso de las leches francesas crudas en proceso de fermentación, en ese espacio diminuto, hasta lograr el sabor guardado en la nostalgia, solo podían soportarlo un chef y su pareja, unidos por el amor. Foto cortesía: José Orlando Gutiérrez Entonces entendió que el Caribe no estaba en París. Que no se comía allí, y decidió rescatarlo. Creó un menú, organizó un focus group con amigos y pasó la prueba.

La respuesta fue unánime: debía seguir adelante. Comité Caribe nació primero como una quesera artesanal a domicilio, con un tono “solar”, por el sentido de luminosidad y color, y su profunda alegría. Conectó rápidamente con la comunidad latina y francesa porque era más que comida: fue una comunidad alrededor de la cultura caribe. El proyecto creció, encontró inversionistas y, en 2024, materializó su destino al convertirse en un restaurante físico. Hoy en día, Comité Caribe es la sede sublimada en París de aquella casa del barrio Manga de Cartagena, un sitio donde las cosas fluyen con amor y dedicación. La diferencia es que, en este caso, y tras su largo recorrido, la cocina no es una réplica nostálgica de su Cartagena natal, sino un mestizaje contemporáneo en el que confluyen las arepas de huevo con maíz francés, la posta cartagenera con sarraceno (primo del millo) y el agua de panela cobra vida con el agua burbujeante mineral local. Ver esta publicación en Instagram Una publicación compartida por Comité Caribe (@comitecaribe) Ahora mismo trabaja en la nueva carta, que cambia tres veces al año.
Defiende el concepto de la mesa compartida, un desafío a la costumbre europea de comer individualmente. “En nuestra casa la mesa es sagrada, todos formamos parte de ella”, recuerda. En la actualidad, cocina como caribeño, pero con visión de mundo. Rescata el valor y la versatilidad del Caribe desde una mirada de la alta cocina francesa. Adaptación pura y proyección continua. Carla González, infografista y comunicadora peruana afincada en París, visitó el restaurante y le llamó la atención que el público fuera mayoritariamente francés, de un promedio de treinta años. Le sorprendió que cada producto le generara un sentido de familiaridad. “La arepa de huevo tiene delicadeza en el diseño y colores vivos; da sensación de hogar. El ceviche es de picante medio, con ingredientes vegetales y especias distintas a las peruanas, con un toque muy distintivo. Un coctel llamado Caimán mezcla suavemente aguardiente, albahaca y cohombro. El suero costeño es de leche de Normandía. Los vinos son biológicos. Todo allí sabe a terruño y es entrañable. El equipo trabaja bien cohesionado y hay mucho amor en su sazón”, concluye, emocionada. Prueba irrefutable de que el Caribe es sol y es capaz de iluminar incluso las noches de la Ciudad Luz. También le puede interesar: “¿Qué sería de la cocina colombiana sin el huevo?”, se pregunta la chef Leonor Espinosa