Llegar a la cocina de ElCielo de Medellín con la idea de que uno entiende la cocina doméstica es caminar directo hacia un desconcierto que desarma cualquier certeza. La escena recuerda a la estampa de un viajero que al aterrizar en Pakistán confía en que el español puede abrirle paso y descubre que el urdu es una muralla amable y a la vez infranqueable.
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En esta cocina no aparece la cebolla picada sobre una tabla ni el vapor de una olla que hierve para recibir una pasta ni el ruido familiar de una sartén que toma una papa salada. Nada de eso ocurre aquí. Lo que ocupa cada rincón es un laboratorio meticuloso donde el alimento se estudia con la dedicación de un alquimista y donde las herramientas hablan un lenguaje casi científico que evoca pipetas, temperaturas exactas y máquinas que parecen nacidas en la imaginación de algún inventor obsesionado con los sentidos.

Muy colombiano y muy innovador, así es ElCielo de Medellín
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Ese primer choque se intensifica cuando un cocinero anuncia que va a hacer una arepa y uno cree escuchar una palabra que pertenece al hogar. Aunque ese espejismo dura poco, porque una arepa de ElCielo de Medellín pesa cincuenta gramos que deben ser cincuenta gramos exactos y que requieren un ritual de romero deshojado y deshidratado hasta convertirse en una ceniza aromática que da origen a una masa de color profundo que albergará un queso Emmental que se derrite con suavidad controlada.
Esa revelación deja claro que tampoco un puré de papa es un puré de papa y que la memoria de las abuelas se queda afuera mientras sobre una lámina de silicona se extiende una capa finísima que al secarse se transforma en un crocante con sabor intenso que despierta el paladar con un golpe inesperado.
Estoy en el ElCielo Medellín, una cocina que no parece una cocina y que funciona como un territorio donde se habla de momentos gastronómicos que remiten a una gramática distinta de la palabra plato y donde un menú puede llegar a los veinte momentos dispuestos para que cada persona atraviese un desfile de pequeñas preparaciones capaces de alterar sus certezas.
La filosofía de ElCielo de Medellín
ElCielo
Este lugar despierta elogios y ataques porque incomoda, fascina y genera una curiosidad que no se apaga después de la primera visita y que hoy es el origen conceptual de una filosofía que ha viajado hasta Washington y que acaba de renovar su estrella Michelin, un reconocimiento que confirma que esta idea surgida en Medellín logró expandirse sin perder su espíritu inquieto.
Quien se adentra en esta cocina comprende por qué ese sello internacional no es un adorno y por qué la experiencia sensorial que nació aquí tiene la fuerza para sostenerse en cualquier latitud.
La cocina en la que me muevo no huele a comida. No hay mezcla de mariscos y albahaca ni rastro de ajo ni perfume de mango. Un sistema de extracción monumental respira hacia el exterior con una potencia silenciosa que deja en el aire un aroma que recuerda la lavanda y el viento fresco. El espacio brilla con un mármol acquabianca que viene de Carrara y que hace pensar en superficies talladas por una tormenta de nieve detenida en el tiempo.

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Los cocineros se desplazan con uniformes blancos de caída perfecta y cada uno cuida con rigor absoluto cada gramo que interviene en la ecuación. Esa disciplina crea un efecto visual que invita a imaginar que estos hombres y mujeres trabajan como ángeles que viven dentro de una estructura que se llama cielo y que pide una precisión que no perdona el descuido.
Entre las máquinas que gobiernan esta liturgia aparece el rotodestilador que permite extraer esencias que se acercan al lenguaje de la perfumería y que separa una guayaba en una mermelada pura y luminosa después de eliminar gran parte del agua, o que convierte la caña en un alcohol limpísimo que respeta temperaturas cuidadas con vehemencia.
Más adelante se encuentra la Pacojet que transforma lo congelado en texturas nuevas que parecen desmentir la lógica del frío y que convierte un helado de frutos rojos en un mousse suave que tarda segundos y no minutos en tomar la forma exacta que pide el paladar.
Y al fondo reposa el horno inteligente que regula cinco niveles de cocción independientes y que después se limpia solo mientras entra en una hibernación que recuerda la respiración lenta de un animal que duerme sin despeinarse.
El nitrógeno y los humos de ElCielo de Medellín
Los frascos que crean espumas trabajan con una bala de nitrógeno en estado gaseoso que permite mezclas que parecen inventadas por un poeta de la dulzura. La mezcla de bananitos murrapo con mantequilla y crema de leche se convierte en una espuma liviana que desaparece en la boca con una suavidad inolvidable que deja una estela de flan tibio.
También aparece el Roner que mantiene el agua a una temperatura exacta que permite cocinar con bolsas al vacío sin que la estructura del alimento se altere y sin que los aromas se dispersen. Esta técnica explica la ausencia de olores que domina todo el espacio y muestra la razón por la cual un pescado marinado en leche de coco y azafrán puede salir con un sabor profundo que nunca toca el agua.
Cuando uno intenta ayudar descubre que no hay acción sencilla. Arturo prepara bombones de fruta y su mezcla de frutas rojas con gelificante necesita una olla que calienta por circulación de iones y que hierve con una velocidad que anula cualquier intento de colaboración. La cocina avanza sobre un ritmo interno que no concede espacio para el improvisado.
En otra estación se prepara un crocante de ajonjolí. Más allá se deshidrata un crocante de jamón serrano. Al fondo el jefe de postres pesa pitahaya con calma matemática y en un cubículo transparente el chef Juan Manuel Barrientos dirige su taller creativo.
Este es el lugar donde se conciben conceptos que luego viajarán hacia Washington para alimentar la narrativa que hoy sostiene una estrella Michelin renovada y que demuestra que la estética sensorial forjada en Medellín conserva esa mezcla de intuición y rigor que la volvió reconocible.
Algo que no cambia en ElCielo a nivel mundial
ElCielo
Barrientos varía menús cada dos meses y deja que la cocina se mueva sin él porque ya existe un método que respira por su cuenta. Esa independencia permite que el restaurante reciba a sus comensales con veinte momentos que se trasladan por un ascensor silencioso que transporta platos con una velocidad que impide que la decoración se altere.
Ese ascensor conecta con un salón de madera que recuerda un spa y con una barra donde descansa una piedra de ágata que llegó desde Brasil y que suma un brillo que refuerza la idea de lujo sereno que acompaña la experiencia.
Allí los clientes se entregan a cocteles moleculares que se deshacen en la boca como un dulce que juega con el licor y que al mismo tiempo despiertan recuerdos de infancia cuando la cena se alarga durante cuatro horas en las que ocurren gestos de juego que sorprenden al más incrédulo.
Las manos se untan con hidrogel de azúcar y café, los dedos se mojan en chocolate tibio, el aire de la mesa se transforma en un bosque cuando el hidrógeno líquido respira sobre una mezcla caliente de cardamomo, frutos rojos y eucalipto. La gente ríe. Y los cocineros también.
Un final para repetir en ElCielo de Medellín


