Juan Gaitán, el colombiano detrás del Museo Tamayo
Emiliano Ruíz Parra
Juan Gaitán parece un personaje de Caravaggio, su pintor predilecto: un contraste de luces y sombras enmarcan su rostro trigueño, rodeado de una melena negra crespa y desordenada, barba de corsario y ojeras oscuras que delatan noches en vela.
Ha dormido muy poco los últimos días. Y es su culpa. Recién desempacado como director del Museo Rufino Tamayo, se le ocurrió abrir las veinticuatro horas el último fin de semana de la exposición Obsesión infinita, de la japonesa Yayoi Kusama, entre el 17 y el 18 de enero. Gaitán no trajo a México a Kusama, sino la directora anterior Carmen Cuenca. Pero Gaitán llegó a tiempo para ver las filas y sugerir que se abriera toda la noche.
Cientos de jóvenes llevaron frazadas, tiendas de campaña y termos de café para aguantar las horas de fila en los alrededores del museo, ubicado en el paseo de la Reforma, frente al bosque de Chapultepec. La artista japonesa fue un fenómeno: trescientas treinta mil personas se regodearon en una exposición basada en lunares blancos, negros, rojos, de todos los colores.
Y armó una gran polémica. La crítica Avelina Lésper –la abogada del diablo del arte contemporáneo– la señaló como “estética fácil para tienda de regalos”. Lo cierto es que miles de jóvenes que jamás se habían acercado al Tamayo, quizá ni siquiera a un museo, aguardaron horas para una exposición.
Y rompieron la sacralidad de la obra de arte. En una de las salas tenían derecho a veinte segundos a solas. Se acostaron sobre la instalación de Kusama como si fuera una hamaca, se tomaron selfies y las divulgaron por internet.
“Es una oportunidad importantísima para renovar el público. La decisión de abrir toda la noche provocó una reacción de gratitud hacia el museo y de ahí podemos mirar cómo llegar a ese público más amplio”, me dice Gaitán. ¿Y le gustó la exposición? –le pregunto–. Se hace un silencio incómodo. Gaitán busca las palabras para salir del paso. ¿La exposición en sí? Yo dirijo el museo y estoy más allá del gusto, responde. Suelto una carcajada y le digo que me suena a respuesta de político, pero que no tiene que decir más porque me quedó clara su opinión.
Ciudadano del mundo
Juan Andrés Gaitán es un nómada moderno. Nació en 1973 en Toronto porque su padre terminaba la especialidad en oncología, y llegó a los tres años a Colombia sin una gota de español. Creció en Bogotá, en donde estudió mercadeo y publicidad, un oficio que no le entusiasmó y a los veintiséis años se fue para no volver más. En Vancouver gastó diez años entre el pregrado en Bellas Artes y luego la maestría y el doctorado en Historia del Arte. Las noches en vela, dice Juan, no las pasaba con historiadores del arte, sino con artistas. Y por aquí y por allá organizaba pequeñas exposiciones a sus amigos.
Se fue de Canadá, me dijo, cuando empezó a sentir que era un local. Abandonó el doctorado (sobre el cambio de percepción del arte antes y después de la Segunda Guerra Mundial) y se hizo, formalmente, un curador. Le ofrecieron trabajo en Witte de With, un centro de arte contemporáneo en Rotterdam, Holanda.
El Witte fue una gran escuela curatorial. Tan prestigioso que casi cualquier artista europeo quería exponer ahí su obra. Sus directores se han ido luego a dirigir la Tate Modern de Londres, el Pompidou en París o la Kunsthalle en Viena.
Gaitán era ciudadano de tres urbes. Estaba a media hora de Ámsterdam, que pasaba por años dorados para el arte contemporáneo gracias a las subvenciones estatales. Bruselas quedaba a noventa minutos en tren.
Pero Gaitán tiene de gitano no solo la barba negra y los rasgos arabescos, también las ganas de surcar los mares y los cielos. Los últimos seis meses en Rotterdam los alternó con San Francisco, en California, donde impartía clases. Y luego puso un pie en Ciudad de México como curador independiente (el otro pie se quedó en San Francisco, en donde daba clases). Ya se había labrado un prestigio internacional como para que lo invitaran a ser el director artístico de la Bienal de Berlín, en donde vivió dos años, pero se la pasó viajando, sobre todo al sureste de Asia, para conocer propuestas artísticas.
Su última participación internacional fue en ARCOmadrid 2015, la feria más importante en España de arte contemporáneo. Celebrada del 15 de febrero al 1O de marzo, tuvo como país invitado a Colombia, y Juan fue el curador de las 10 galerías del país. Su apuesta: llevar a la generación más joven de artistas de ese país, nacidos entre los setenta y los noventa (creadores como Carolina Caicedo, Ícaro Zorbar, Jaime Tarazona). Una generación que ha diversificado la temática del arte colombiano: su obra admite temas políticos y sociales, pero ya no son los únicos temas, como sí ocurrió en generaciones anteriores. “Era una selección heterogénea que no tenía pretensiones de una línea temática, sino dar un fragmento del panorama actual de la práctica artística. Y en esa medida encajó muy bien cuando se vio rodeado del despliegue que se hizo en Madrid del arte colombiano por todas partes en donde estuvieron representados todos los grandes nombres de una forma u otra”, me dice.
Y ahora está de regreso en México, desvelado, con ojeras y sin casa. Reside con unos amigos mientras consigue departamento cerca del Tamayo, en los barrios recién gentrificados como la Roma, la Condesa o la Anzures.
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Gaitán se siente tan colombiano como canadiense. Le debe su educación sentimental a la patria de sus padres, pero su formación intelectual y profesional a Canadá.
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Autonomía del pensamiento
El arte contemporáneo provoca las discusiones intelectuales más apasionadas. El premio nobel Mario Vargas Llosa, por ejemplo, criticaba que una pieza del “embaucador” Damien Hirst pudiera venderse en doce millones de dólares cuando no era más que un tiburón conservado en formol. Avelina Lésper se ha hecho famosa por críticas en la misma línea a los artistas mexicanos.
Pero una conversación con Juan Gaitán ofrece una perspectiva más profunda. El arte contemporáneo, ha dicho Gaitán, “es capaz de ofrecer contra-imágenes a aquellas que dominan el mundo”. El dinero (valor económico) y la imagen (representación visual) dominan nuestra comprensión, pero a costa de invisibilizar otras realidades como, por ejemplo, el trabajo. No habrá una comprensión de lo que ocurre en una fábrica de China o México mientras no haya una imagen.
Me da un ejemplo: la pieza Democracias, de Artur Smijewski, en donde diez pantallas exhiben marchas y manifestaciones. El artista polaco, me dice Gaitán, señala que “el teatro de acciones está totalmente codificado”: el público sale a marchar, la policía sabe qué hacer, a qué hora se va cada cual a su casa. El museo debe aspirar a darle herramientas al público para que rompa estas codificaciones y se relacione con la imagen de manera crítica y analítica, y sepa cuáles son las imágenes –en la propaganda electoral, en el boleto de un concierto– que están determinando su visión política. El museo, señala, debe fomentar la autonomía de pensamiento.
México cultural
–¿Qué tendría que pasar para que volviera a Bogotá? –le pregunto.
–Que bajara doscientos metros de altura y que lloviera menos.
Desde los veintiséis años Juan Gaitán había pasado la mayor parte de su vida en ciudades nórdicas. El clima templado de Ciudad de México representa un remanso. A Gaitán le gusta vivir en el Distrito Federal y ya emplea modismos muy mexicanos como nuestro ambiguo “ahorita”. Le pido una comparación y me dice que la capital azteca conserva algo que Bogotá perdió: esa dosis de cultura popular cotidiana que se expresa en los “tianguis” o mercados ambulantes.
Y encuentra en México una multitud de proyectos culturales vivos, abiertos a la experimentación: “Este museo es un proyecto en la medida en que no está sedimentada una idea. Puedes moldearlo de acuerdo con lo que pasa actualmente”. Mientras tanto, en Bogotá, las instituciones culturales “no están dirigidas por gente actualizada en el mundo del arte, y cuando sí lo están, hay por encima intereses personales”, que no los dejan avanzar. Pero menciona un proyecto que le gusta: el centro Flora que dirige José Roca. Ojalá hubiera más como ese.
Juan Gaitán y yo conversamos demasiado pronto. Hace apenas dos meses llegó como director. No me puede contar ni uno solo de sus proyectos porque ninguno está amarrado. Pero se enorgullece de una exposición que inaugurará en una hora: Hombre del siglo XXI, del británico Stephen Willats. Y en marzo vendrá Relato de una negociación, del belga-mexicano Francis Allÿs, curada por Cuauhtémoc Medina.
Los canapés, los periodistas y los funcionarios llegan al Museo Rufino Tamayo. Gaitán hará de guía de museo y quizá, después, pueda irse a dormir.