De zona de guerra a paraíso ecoturístico: la belleza del Caquetá

Simón Granja Matias
La quebrada comienza a crecer. Estamos al borde. Un paso más y nos espera una caída de 180 metros, aproximadamente. “Tenemos que irnos”, dice Diana Avendaño. Sin embargo, el horizonte hipnotiza: las nubes se entrelazan y forman líneas infinitas que se pierden en la distancia, o tal vez vienen de kilómetros más allá, reflejando los ríos de la tierra.
Dicen los científicos que estos ríos voladores pueden transportar más agua que el mismísimo Amazonas. Son esas mismas nubes las que, al chocar más arriba con la montaña, dan origen a la quebrada en la que estoy ahora. Y tal es la descarga que, en cuestión de segundos, se convierte en un río.
Un paraíso escondido por la guerra

Estoy en la cascada de Anayacito, en el municipio de El Doncello, departamento del Caquetá. Esta es una de las cascadas más altas de la región, un destino turístico que apenas comienza a ser descubierto, pues durante años estuvo oculto por la guerra.
Diana fue quien me trajo hasta aquí. Ella cuenta que muchos no la consideran caqueteña por ser “mona ojiverde”, pero lo es, y mucho. Se expresa con la fuerza, el humor, el carácter y la calidez que hemos encontrado en cada persona a lo largo de este viaje de tres días por Caquetá: gente gentil, divertida y acogedora.
Ella, además, es la creadora de Caquetá4You, un emprendimiento turístico con el que busca mostrarle al país —y al mundo— las maravillas de este territorio. Antes de llegar a esta cascada, donde el rugido del agua parece advertirnos que puede llevarnos con su fuerza, recorrimos un buen tramo desde su casa en El Doncello, donde me recibió y me contó cómo nació su proyecto hace cuatro años.
Estudió en la Universidad del Rosario, en Bogotá. Tuvo la oportunidad de hacer un intercambio en Italia, donde aprendió el idioma, y más tarde vivió en Nueva Zelanda, donde se formó en turismo de naturaleza. “Regresé a Colombia, específicamente a mi departamento, y decidí apostarle a esto”, cuenta emocionada, mientras me ofrece productos locales elaborados por los habitantes de la zona: agua aromática, kumis de leche de búfala, yogur griego, panes —“los mejores de Colombia”, dice con orgullo— y muchos otros manjares.
La magía de la Amazonia

Viajamos en un campero que parece trepar con manos propias por caminos agrestes. Colgando en la parte trasera, escucho las historias de Diana y las de don Mario Botache, de Amazonia Travel, mi guía durante estos días en tierras caqueteñas.
Nos adentramos en la montaña, acompañados por el canto de las aves, hasta llegar a El Fin del Estrés, justo lo que todos deseamos. Y al estar allí, se entiende el porqué del nombre. Este parque turístico, un emprendimiento de Julián López y Tatiana Vega, es una combinación de turismo de aventura y naturaleza con experiencias de bienestar y relajación. Una serie de cabañas ofrecen el espacio ideal para descansar junto a la cascada, sin contaminar ni dañar el entorno.
La niebla, producto de los llamados ríos voladores, nos envuelve. La selva adquiere un aire místico. Llueve. Pero esa lluvia no viene de las nubes, sino de la exhalación de millones de árboles. Tan solo uno de ellos puede bombear hasta mil litros de agua al día desde el suelo hacia la atmósfera.
Una razón poderosa para entender la gravedad de la deforestación en la Amazonia es que los ríos voladores —esas corrientes invisibles de vapor de agua que transportan humedad por el continente— son los mayores responsables de gran parte de las precipitaciones en Suramérica.
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En el descenso por el camino del río, Diana nos guía hasta que llegamos al borde de la cascada; el horizonte se expande. Luego saca un handpan, un tambor metálico con un sonido particular, y lo empieza a tocar; se siente como si su sonido se uniera con esas nubes. Cada uno de los que estamos en este camino tiene un momento para detenerse, escuchar, respirar, oler, observar y dejarse llevar. Cuando sientes la corriente y te erizas, es que todo está bien.
“Tenemos que irnos”, dice Diana. El río comienza a crecer.
El curso de la selva

En la selva hay un personaje que cuando llega un cazador o un leñador, o alguien que intenta hacer daño al bosque, empieza a sonar como un tambor, como si la misma selva quisiera espantarlos. Las historias amazónicas cuentan que es el Curupira, un espíritu conocido como el guardián de la selva que vive en estos árboles, específicamente en la ceiba, que con sus pies hacia atrás confunde a los exploradores de estas tierras.
En mitad de la reserva natural y ecoturística de La Avispa, a pocos kilómetros de Florencia, hay una ceiba que extiende una especie de piernas con pies al revés y sus múltiples brazos; su magia parece ser eficiente, ya que esta reserva es un santuario de animales y flora que ha seguido el curso de la naturaleza, y donde se encuentran especies hasta hace poco desconocidas.
Junto con el árbol, Luis Miguel Murcia, biólogo de profesión y guía por vocación, y Daniela Chaparro, administradora de empresas que cambió la oficina por el monte, se dedican a proteger este terreno. Luis Miguel, que guía el camino con voz firme pero serena, cuenta cómo pensar en turismo antes era una utopía y ahora es una reserva de 232 hectáreas, regeneradas por la simple decisión de dejar que la naturaleza actuara sola.
“Al principio, nadie hablaba de conservación y mucho menos de turismo. Solo era monte creciendo”, recuerda Daniela. Pero todo cambió en 2016, cuando la cascada La Avispa, una joya escondida entre cañones, se hizo viral en redes. “Comenzó a llegar gente de una manera descontrolada, que dejaba todo sucio, lleno de basura, y dañaba el entorno. Fue cuando dijimos: ‘Tenemos que hacer algo’”.
Ese “algo” fue transformador, ya que convertirse en operadores turísticos les permitió no solo proteger la zona, sino poner sus propias reglas. La pedagogía remplazó la indignación. Y hoy, quienes llegan a la cascada no solo se llevan fotos, sino también una lección: “Aquí ya no recogemos basura porque la gente aprendió a no dejarla”.
El recorrido de senderismo —de 3,2 kilómetros entre ceibas, musgos, helechos y el canto insistente de un colibrí guardián— es también una clase abierta sobre biodiversidad. Luis Miguel habla con la pasión del que sabe lo que protege. “Ya identificamos 36 especies de ranas, entre ellas la Ameerega ingeri, un anfibio endémico clasificado como vulnerable debido a la pérdida de su hábitat a causa de la deforestación. También vimos un tigrillo en cámara trampa. Eso nos dice que el bosque está sano”, explica el biólogo de profesión.
La Avispa también ofrece actividades de aventura, como canyoning y torrentismo, con rapeles de hasta 45 metros. “Es como un parque natural de diversiones”, dice Luis Miguel, y los ojos le brillan como si hablara de un hijo.
Una naturaleza herida

Pero no todo ha sido fácil. La finca también guarda cicatrices. En 1999, secuestraron a los padres de Daniela, en plena época del conflicto armado. “Vivimos con miedo, dolor y rencor. Pero hoy, este lugar nos ha sanado. Aprendimos que proteger la selva también es una forma de sanar el alma”, recuerda.
A partir de la firma del acuerdo de paz en 2016, muchas zonas del Caquetá que antes eran inaccesibles se abrieron al país. “Antes nos daba pena decir que éramos del Caquetá, pero hoy hablamos con orgullo de nuestro queso, nuestra cachama, nuestro copoazú. Nos apropiamos del territorio”, confiesa Daniela.
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Ambos guías coinciden en algo: este territorio ya no es el mismo. “Antes uno salía con miedo, con precaución, pero afortunadamente hoy podemos caminar por la selva, conocerla, compartirla con extranjeros. Desde aquí hablamos con Francia, Alemania o Japón… sin salir de Florencia”.
Y mientras bajamos del sendero, entre sonidos de agua y cantos de aves, Daniela dice algo que lo resume todo: “Todavía me sorprendo con cada mariposa, con cada mono que aparece sin que lo llamemos. Este es mi lugar. Y mi propósito es que dure así para siempre”.
No se escuchan tambores. El Curupira descansa tranquilo en su ceiba.
El color de la tierra

Cierro los ojos. Escucho el latir de mi corazón y la sangre que me fluye por el cuerpo…
—¿Qué ven? —nos pregunta don Mario Botache.
—Nada. Tengo los ojos cerrados —le contesto.
—Fíjese bien —dice enfático.
En medio de ese gris oscuro que se conoce como eigengrau, comienzan a surgir destellos y patrones de luz que varían, que forman figuras. Es imposible que se trate de luz externa: afuera hay una oscuridad total y absoluta.
—Esa es la luz que está dentro de nosotros —explica Botache.
Estos patrones, llamados fosfenos, son causados por la actividad eléctrica natural del cerebro y los ojos.
—Ahora, ¿qué escuchan? — pregunta el guía.
Se percibe el aleteo de los murciélagos, sus chillidos… y luego, un silencio absoluto.
—Toquen la arena y excaven un pequeño agujero con el dedo. Allí van a enterrar aquello que no quieren más en su vida.
La voz de don Mario se vuelve misteriosa, profunda, conmovedora.
—Abran los ojos.
Una vez que prende la luz, se revelan frente a nosotros las paredes de la cueva de los colores, una rareza geográfica en la que el paso del tiempo, la erosión y otros factores han formado capas multicolores. Además, su arena se conserva mejor que la de cualquier playa.
Las entrañas de la naturaleza

Según cuenta nuestro guía, durante el conflicto armado usaron la cueva para esconder a personas secuestradas. Hoy, sin embargo, es un espacio para comprender la naturaleza desde sus entrañas y también para conocerse a uno mismo de un modo distinto.
—Aquí estuvo un representante de Usaid. Volaban helicópteros alrededor, había muchos guardaespaldas… pero cuando hicimos el ejercicio, el hombre se quebró y empezó a llorar —cuenta don Mario en la entrada de la cueva.
Todo este terreno forma parte de la reserva Las Palmas, propiedad de la familia Botache.
—Toda esta tierra estaba llena de ganado y ahora está llena de bosque nativo —dice don Mario con orgullo—. Sin embargo, extraño a mis vaquitas… —añade con cierta nostalgia.
Fue su hijo Gilmar quien lo convenció de transformar este territorio en un destino de turismo de naturaleza. El principal atractivo es, sin duda, la cueva de los colores, un lugar que por ahora no tiene otro igual en el país. Pero hay más: caminar entre los árboles, descubrir senderos escondidos y encontrarse con quebradas encantadoras es parte del recorrido.
Después de visitar la cueva, llegamos a la cascada del amor, una quebrada que forma una piscina natural en medio del bosque. No dudamos un segundo en lanzarnos al agua transparente, donde se pueden ver los peces nadando. Nos sentamos bajo la caída y dejamos que el agua nos golpee la espalda. El sol comienza a ocultarse, cuando de repente se escuchan ramas moverse: es una manada de monos titíes que nos observa con curiosidad desde las copas de los árboles.