Uzbekistán, un recorrido por el corazón de la ruta de la seda

Maria José Marroquín
“¿Dónde estoy?”, pensé. Las enormes avenidas que me recibían en Taskent, la capital de Uzbekistán, con sus vallas luminosas, con sus vallas luminosas a lado y lado, en alfabeto cirílico, me tenían un poco confundida durante el trayecto de madrugada del aeropuerto hacia el hotel.
Tal vez por el jet lag o por haber soñado pisar uno de los ejes centrales de la Ruta de la Seda tantas veces, mi imaginario de Uzbekistán se había quedado atascado en algún punto de la historia entre bazares, alfombras, camellos y velos de misterio. Algo de esto esperaba encontrar allí.
Después de un momento, mientras el taxista se empecinaba por alguna extraña razón en hablarme en alemán, la obviedad me vino directo a la cabeza. Se me olvidaba que Uzbekistán, así como las otras cuatro repúblicas del Asia Central, Kazajistán, Turkmenistán, Kirguistán y Tayikistán, formaron parte de la Unión Soviética desde la década de 1920 hasta 1991, año de su disolución.
Así empezó a cobrar sentido esa arquitectura solemne, imponente y casi solitaria, que convive junto a esos clásicos bloques de edificios de vivienda soviéticos que perfectamente podrían estar en Berlín Oriental, Varsovia o Vilna.
Sería el principio de un recorrido fascinante por este país, entre múltiples identidades y paisajes, y la primera de muchas conversaciones con sus habitantes. En nuestro hemisferio, esta parte del mundo es una perfecta desconocida. Se debe, tal vez, a que nuestra historia no está ligada con esas caravanas legendarias y rodeadas de misticismo que conectaron Asia y Europa durante cientos de años.
Aquí, el nombre de Amir Temur, mejor conocido como Tamerlán, y padre de esta patria, no nos dice mucho a pesar de haber sido un conquistador de la talla de Alejandro Magno. No sabemos mucho de las huellas que dejaron persas, mongoles, uzbekos y rusos. Y eso está bien. Está bien porque venir aquí es conocer “otro mundo” y descubrir realidades por completo ajenas en cada esquina, lo cual, finalmente, constituye uno de los aspectos más maravillosos de viajar.
Primera parada, Taskent
A primera vista, Taskent podría dar la impresión de no prometer mucho, pero a medida que se caminan sus calles, sus parques y sus plazas, dan ganas de ofrecerle una disculpa y una segunda oportunidad.
Me demoré en llegar a ese lugar apacible de grandes alamedas y calles peatonales llenas de restaurantes, que colindan con el parque Amir Temur, eje central de la ciudad, que constituye su parte más bonita y donde recomiendo buscar alojamiento. Como me suele suceder en la vida y en los viajes, corrí primero hacia el caos, hacia el movimiento, hacia el lugar donde nada se detiene y todo pasa: el bazar de Chorsu.
Situado en el casco antiguo, entre sus barrios laberínticos y casas de adobe, el gran domo verde esmeralda, insignia del mercado más famoso de la ciudad, aparece para decirle al visitante que si hay algo que no encuentre allí es probable que no exista. Es un paraíso de las especias, los frutos secos, la miel y todo cuanto provenga de la tierra. Vale la pena recorrerlo con detenimiento, dejarse tentar por las muestras que ofrecen los vendedores, charlar con ellos y sorprenderse por la cantidad de cosas que uno jamás ha visto en su vida.
Una vez chuleado el mercado y con las bolsas llenas de recuerdos comestibles, decidí que valía la pena enterarme un poco más acerca de dónde estaba. Así que la siguiente parada lógica era el Museo Estatal de Historia de Uzbekistán para entender la riqueza histórica y cultural de este país. El recorrido, que va desde los vestigios zoroástricos y budistas hasta las invasiones rusas, con sus piezas milenarias y un interesante material fotográfico, es bastante esclarecedor.
El blanco y el corán
Al salir, y mientras me dirigía hacia el corazón religioso del país, la plaza Khastimam, no pude evitar notar que el 95 % de los carros en las calles eran de color blanco. Atravesé la ciudad e, indistintamente del modelo o tamaño, eran blancos, blancos, blancos. ¡Qué particular!
Luego me dispuse a conocer uno de los coranes más antiguos del mundo, el del califa Osman, escrito a mediados del siglo VII y que tras haber sido custodiado en diferentes momentos en ciudades como Medina, Damasco, Bagdad y San Petersburgo, volvió a Uzbekistán como prueba de buena fe del sóviet hacia la cultura islámica de sus repúblicas anexadas.
La visita no hubiera quedado completa sin una caminata por el parque Navoi, el más grande de la ciudad, que combina el deseo de grandeza soviético con la excentricidad uzbeka. Sus lagos, puentes, chorros de agua y monumentos aseguran una caminata entretenida.
Samarcanda, la joya milenaria de Uzbekistán
Aunque existe la posibilidad de llegar a la legendaria Samarcanda, tanto en bus como en carro privado o en avión, el tren es probablemente la mejor opción. Cómodo, rápido y muy puntual, al mejor estilo suizo, ir en este medio de transporte es también la oportunidad de ver un poco más del paisaje del país.
Mientras la vida rural uzbeka pasaba con rapidez frente a mis ojos, durante gran parte del trayecto encontraba los inexorables cultivos de algodón y no pude evitar pensar en el desastre ecológico que representó para este país el cultivo extensivo de la fibra. Los soviéticos, empeñados en dedicar todos los recursos al algodón, desviaron los principales ríos para usarlos como regadíos; esto secó el mar de Aral, alguna vez el cuarto lago en extensión del mundo y del que solo queda el 10 % de su superficie.
Recordaba esta y otras agridulces historias sobre la región, narradas de manera magistral por el periodista Ryszard Kapuscinski en su obra El Imperio, cuando desde los altavoces del tren anunciaron la llegada a Samarcanda.
Al bajar en la estación de tren y buscar un transporte al centro de la ciudad, me encontré otra vez con los carros blancos. Esta ciudad, cuyos orígenes se remontan al siglo V antes de Cristo, fue un punto clave del intercambio comercial entre China, India y Persia.
Conquistada por Alejandro Magno, quien ya en aquella época alabó su belleza, Samarcanda fue gobernada a través de los siglos por árabes, persas y mongoles. En 1370, Amir Temur estableció aquí la capital de su imperio con el propósito de erguirla diez veces más bella que la versión que Gengis Kan destruyó hasta los cimientos. Y cumplió su promesa.
En el corazón de Registán
La primera parada obligatoria es, sin duda alguna, el Registán. Presenciar un atardecer desde las escaleras de este majestuoso complejo de madrasas justifica el viaje. Las cúpulas azules y la combinación del ladrillo esmaltado con mosaicos en mil tonalidades de azules y dorado, cambian de color mientras bandadas de pájaros atraviesan de un lado a otro este ejemplar de la arquitectura islámica.
Día tras día, parejas de recién casados, vestidas con sus trajes de boda, se toman fotos aquí y allá, acompañadas de su familia. Este es el lugar y vale la pena dedicarle horas y horas a entrar y salir de cada uno de sus edificios y jardines interiores.
Pero la belleza de Samarcanda tan solo empieza a develarse. Un verdadero imperdible de esta ciudad es la necrópolis de Shah-i- Zinda, la avenida de mausoleos reales donde se supone reposan los restos de un primo del mismísimo Mahoma, quien llegó al país a predicar el islam en el siglo VII. Es difícil permanecer impasible frente a esta obra de arte, que conserva algunos de los azulejos más bellos del mundo.
Lo mismo aplica para el mausoleo de Gur-e Amir, donde reposan los restos de Amir Tamur y algunos de sus hijos y nietos. Aunque, comparado con otros monumentos de la ciudad, el exterior es más bien discreto, resulta indispensable apreciar la belleza sobrecogedora de su interior, con mosaicos dorados que aluden directamente a un paraíso no terrenal.
Bujará y Jiva
La ruta sigue hacia el sur y luego hacia el oeste, casi rozando el desértico vecino Turkmenistán, para visitar Bujará y Jiva. En estos dos oasis de antiguo esplendor se hacen más reales que nunca las reminiscencias de la Ruta de la Seda.
Bujará huele a tierra. Emerge de la llanura uzbeka con sus cúpulas, minaretes y madrasas para contar la historia de una ciudad que alguna vez fue el centro cultural islámico más importante de Asia Central. Como capital del Imperio samánida, gobernado por emires persas, a sus puertas llegaban estudiantes de toda la región para aprovechar y gozar la rica vida intelectual que aquí tenía lugar.
El idilio duró poco, una vez más por cuenta del implacable Gengis Kan, quien solo dejó en pie el minarete Kalon. Su belleza y los 47 metros de altura impresionaron de tal manera al jefe mongol que terminó por absolverlo de la destrucción. Hoy, caminar por las calles de Bujará es sentirse en un cuento de Las mil y una noches. Aquí sí están las alfombras que podrían emprender el vuelo en cualquier momento, esas que eché de menos a mi llegada a Taskent.
Trato de olvidar por un momento que el bazar cubierto de cúpulas blancas por el que camino, y que parece no tener fin, está restaurado y pensado para turistas como yo. Lo logró. Me encanta. Solo pensar en todo lo que aquí confluía en algún momento de la historia, borra el escepticismo por los souvenires que tratan de vender en cada puesto. Cierro los ojos y me convenzo de estar oyendo las lenguas y dialectos que por aquí pasaron en esa epopeya que implicaba unir China con el Mediterráneo. Es hermoso.
Hay que deambular por el casco antiguo hasta llegar a la plaza Lyabi-Hauz y sentarse a tomar un té verde, la bebida por excelencia en este país, mientras se contempla la piscina interior que data de 1620. También hay que visitar la fortaleza de Ark, una ciudadela dentro de la ciudad, donde se encontraban los palacios del gobernante y de los dignatarios más importantes, así como las dependencias militares.
¿Qué hay en Jiva?
Jiva, por su parte, ha sido llamada por algunos una “Ciudad museo” gracias al nivel de conservación único de su casco histórico, a la restauración del cual los soviéticos le pusieron especial atención. Esta ciudad parece detenida en el tiempo y aunque tiene un pasado amargo, por cumplir alguna vez la función de mercado de esclavos, en su mayoría provenientes del cercano desierto de Karakum, visitarla resulta un plan encantador.
Mucho más pequeña, y con menos movimiento que Samarcanda o Bujará, aquí el día pasa lentamente y se siente con fuerza el espíritu de ciudad del desierto. El gran ícono local es el minarete Kalta-Minor, cubierto de azulejos y cerámica esmaltada que se suponía iba a ser el más alto del mundo y quedó inconcluso por la muerte del kan Mohammed Amin, quien ordenó su construcción en 1851. No hay que dejar de visitar la mezquita de Juma con su bosque de 218 pilares de madera ni la fortaleza de Kunya para entender la vida tradicional de la ciudad.
Y si en el día Jiva es impactante, al caer la noche su belleza se duplica por los juegos de sombras entre sus calles, sus murallas y sus cúpulas. Llegada la hora de partir, no me sorprendió que el vehículo encargado de acercarme de nuevo a la ciudad fuera blanco. No aguanté más, no podía irme sin al menos manifestar mi curiosidad y le pregunté a un simpático estudiante universitario con quien compartía el carro, si había alguna razón, ley o motivo histórico para que tantos, tantísimos carros fueran blancos a lo largo y ancho del país. Me miró algo sorprendido por mi pregunta y con la inocencia y hermosa simplicidad que tantas veces más pude apreciar en cada rincón de ese país, levantó los hombros y me respondió: “Simplemente, es un muy bello color”.
Consejos de viaje
Formalidades: Los colombianos necesitan visa de ingreso, la cual se tramita muy fácil en línea –haga clic aquí-.
Mejor época para ir: A mediados de mayo o finales de septiembre, cuando el clima es óptimo y ha bajado la afluencia turística.
Vale la pena: Descargar el podcast de Diana Uribe “Recorrido por Uzbekistán” para oírlo in situ. Nadie como ella para narrar e ilustrar el cómo y el porqué de un destino.
A la hora de comer: Es posible que los vegetarianos se sientan un poco excluidos, pues aquí la carne, y especialmente el cordero, son protagonistas en la mesa. Nada de pánico, pues con un poco de comunicación siempre encontrarán algo que puedan disfrutar.
Para los aventureros
Si tiene espíritu aventurero y quiere ahondar más en la experiencia de Asia Central, cruzar al vecino país de Kirguistán es una recomendación a viva voz.
Allí todavía se siente el legado de las culturas nómadas que se dedican al pastoreo y es una oportunidad única de dormir en una yurta tradicional, entre paisajes de belleza memorable. Los amantes de las montañas y del trekking encontrarán en las cordilleras del Tian Shan y del Pamir un reto maravilloso a través de sus picos nevados y lagunas turquesa.
Y si buscan un recuerdo que los marque para toda la vida, la cabalgata de tres días, desde la población de Kochkor hasta los 3.016 metros de altura del lago Song Kol es un imperdible.
¿Cómo llegar?
Hay vuelos diarios que conectan Taskent con Biskek, la capital kirguisa, o se puede cruzar por vía terrestre a través de la frontera que une las ciudades de Andiján, en Uzbekistán, y Osh, en Kirguistán.
¿Qué hay que tener en cuenta?
Que el transporte público aquí no es tan fácil, cómodo y organizado como en Uzbekistán. De manera que si lo suyo no es el regateo, la espera y los trayectos con sorpresas, es recomendable contratar previamente algún operador turístico que se encargue de esto.
No vaya sin…
Una buena cámara, verá cosas que querrá registrar para la posteridad. Tampoco olvide zapatos y chaqueta cómodos.