Lucciano Kôrner, de petrolero a chef en el Museo Nacional de Bogotá

Este chef colombiano le contó a Diners su historia de vida, marcada por una revelación mística que le indicó que su camino a la felicidad estaba en la cocina.
 
Lucciano Kôrner, de petrolero a chef en el Museo Nacional de Bogotá
Foto: Cortesía Museo Nacional de Colombia
POR: 
Óscar Mena

Lucciano Kôrner tiene una sonrisa amplia, igual de expresiva a sus ojos achinados que parecen estar felices de observar el mundo tal y como es. Lleva puesta una chaqueta de chef estampada con un pulpo azul y rosado, y en la manga izquierda, como un accesorio natural, cuelga un soplete que enciende para dorar los platos de su restaurante ZHOÏ, el lugar que nos ha reunido y donde, sin preámbulos, empieza a contar su historia como una gran revelación.

“Yo no quería ser cocinero, eso me lo inculcó mi familia en Bucaramanga. Me instruyeron para estudiar algo que diera plata y terminé en la industria petrolera”, comenta Kôrner, quien se convirtió en uno de los ingenieros de petróleos más prometedores del país. “Estuve en la cúspide de mi carrera. Era la mano derecha de una empresa importante de rublo y terminé en Nueva York, donde pude ver de cerca las consecuencias medioambientales de nuestro negocio. Eso me jodió la mente”, lo dice reflexionando sobre cada una de sus palabras.

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En Estados Unidos, tenía la vida resuelta. El dinero fluía. La fama en su sector era sólida y el respeto, indiscutible. Sin embargo, algo dentro de Lucciano no cuadraba. Un hueco, una especie de grieta en el alma, que se hacía más grande cada día. Trabajaba con obsesiva precisión, pero al final de la jornada, el eco de su éxito rebotaba contra una pared interior sin retorno. Ese hueco no lo llenaban los bonos ni los ascensos. Era algo más hondo. Más humano.

La distancia de su familia, la soledad corporativa, la falta de una causa. Todo le pasó factura. Empezó a cuestionarse: “¿Qué futuro le voy a dejar a mis hijas?”, se preguntaba. Así fue como comenzó a denunciar desde adentro las prácticas de su industria. No le gustó a todos. Algunos lo acusaron de traidor. Otros de loco. Y el miedo, ese que aparece cuando uno hace lo correcto, lo obligó a exiliarse. Tomó un avión y llegó a Guatemala, buscando aire.

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La revelación mística de Lucciano Kôrner

Petén, tierra de ruinas y secretos. Allí, Kôrner siguió vinculado al mundo del petróleo, pero algo se quebró definitivamente cuando un sabio indígena le ofreció leerle los frijoles. Una “frijolada”, como llaman los mayas a esa práctica ancestral de adivinación. Esto le reveló que su lugar feliz estaba en la cocina. El sabio fue claro: si se atrevía a dejar todo, se convertiría en uno de los mejores cocineros del país. El mensaje lo golpeó en lo más profundo de su espíritu. Tanto, que se tatuó este mensaje en su brazo derecho.

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Fue así como regresó a Colombia con los ojos llenos de certeza. Estudió gastronomía en la escuela Mariano Moreno. Algo que no fue difícil, gracias a su herencia cocinera. Era la tercera generación de una familia que siempre vivió entre fogones y recetas que no caben en ningún recetario.

Decidió apostar. Con el apoyo de su familia, que nunca dudó en volver a creer, se endeudó hasta el cuello para abrir Olivo y Lienzo, su primer restaurante en el centro de Bogotá. Allí se entregó al caos y al fuego: mezcló, erró, probó, falló, acertó. Usó la cocina como laboratorio de sus nuevas ideas.

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A diferencia de otros chefs, Kôrner aplicó a la cocina su bagaje matemático. Entendió que un plato también es una ecuación, que un restaurante necesita más que intuición. Su orden, rigor y obsesión con las cifras lo volvieron una rareza eficiente en el mundo culinario. Y Bogotá lo comenzó a notar.

3.800 recetas después

En menos de dos años, Kôrner ya había inventado un recetario de más de 3.800 fórmulas culinarias. Era una explosión creativa con la que sorprendió incluso a su familia. Su nombre empezó a circular en las mesas más exigentes de la Calle Bonita, ese rincón gastronómico escondido detrás del Museo Nacional.

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Su visión lo llevó a asociarse con el uruguayo Gabriel Besollo. Juntos abrieron Origen y Brasas, restaurante que rindió homenaje a la parrilla latinoamericana y a los sabores más autóctonos de Colombia. Allí, Kôrner impuso su sello y lo convirtió en un negocio rentable que luego vendió a un colega petrolero que vio su felicidad auténtica como cocinero en Bogotá, ciudad que lo reconoció desde la Alcaldía Mayor como un agente de transformación gastronómica.

Pero el logro que más atesora es convertirse en embajador del camarón de Tumaco. No fue una estrategia comercial, sino una misión. Conoció el proceso de siembra y cosecha, la historia de las familias afrocolombianas que viven del mar, y reafirmó con orgullo que ese camarón es 100% nacional. Fue así como se vinculó al proyecto APPD Camarón de Tumaco, del cual hoy es una voz.

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El reto ZHOÏ

Cuando parecía que ya todo estaba dicho, tocó a su puerta una propuesta inesperada: el Museo Nacional, su viejo vecino, lo invitó a abrir un restaurante en el edificio que antes fue cárcel y ahora es símbolo de cultura. Así nació ZHOÏ, que en lengua muisca significa cocinar en olla.

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Allí le pidieron un menú que supiera a Colombia. Kôrner supo que había llegado el momento de honrar su promesa: esa que le hicieron los frijoles en Petén, la que lo trajo de vuelta, la que le dijo que la cocina era su camino. En su cabeza desfilaron sabores, recuerdos y regiones. Así se fue armando el mapa culinario de ZHOÏ.

Gracias a su ingenio y experiencia logró presentar una propuesta coherente y acorde a los valores del museo en los que ZHOÏ se convertiría en una gran casa donde los sabores colombianos se encontrarían para satisfacer al turista y al local por igual.

Los sabores de ZHOÏ

Es así como ZHOÏ es el manifiesto actual del chef Lucciano Kôrner, donde puso en un menú a convivir los sabores de la costa Pacífica y Caribe, las montañas andinas, los Llanos Orientales y las profundidades del Amazonas.

Cuando vaya, la sugerencia es iniciar la experiencia con un ceviche de camarón tumaqueño, la frescura del Pacífico que explota en la boca con leche de tigre, chontaduro, cebolla, pimentón y cilantro. A su lado, los chifles de yuca crujen como si festejaran. Hay también un ceviche de chicharrón con panceta de cerdo, papa criolla y el alma de Antioquia hecha escabeche.

El patacón con camarones en encocado llega como un poema untuoso. Trae el sabor de Nariño, el olor del coco y la textura rebelde del plátano colicero. El dip de suero costeño y el guacamole termina de narrar el litoral. Y para no olvidar la tierra, aparece la arepa de maíz peto, rellena de carne desmechada y queso paipa, que sabe a Santander, a cocina de abuela y a mesas con mantel de cuadros.

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Luego vienen los fuertes, los de cuchillo y pausa. La posta cartagenera llega brillante, bañada en glaseado de panela, montada sobre papas nativas y rodeada de verduras que huelen a tierra buena. Siga con la lengua en salsa de mangostino o el pollo en salsa de uchuva, agrio y dulce a la vez, que rinde homenaje a Boyacá.

Para quienes prefieren el campo sin carne, hay lasaña de berenjenas con quesos de Boyacá y Caquetá, gratinada y un mix de setas al pesto, con portobello, shiitake y orellana, servidas sobre puré de camote y ensalada de tomates silvestres, una combinación de sabores frescos al paladar.

Justo antes de finalizar su velada, podrá ver a Lucciano Kôrner atento a su cara y ahí entenderá esta historia de cómo un petrolero lo deja todo por convertirse en chef, porque muchas veces esos llamados místicos no tiene explicación de buenas a primeras.

         

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julio
16 / 2025