Adriano, el restaurante en Casa República donde la cocina española se comparte al centro de la mesa

DANIEL ALEJANDRO PÁEZ
En Bogotá, donde la escena gastronómica no deja de crecer, Adriano aparece como un restaurante que no necesita levantar la voz. Está en una casona de La Cabrera, donde la madera de Casa República cruje al caminar y los ventanales dejan pasar una luz que parece de otro ritmo. Allí, en un salón que alguna vez fue club privado, el chef Felipe Giraldo propone una cocina española hecha desde el recuerdo, el oficio y la conversación.
La propuesta se despliega en un espacio sobrio, que mezcla elementos restaurados -como los techos altos con artesonado, las columnas de mármol o una lámpara centenaria- con detalles más contemporáneos como sillas de cuero, barra abierta, una terraza con jardín interior y mesas pensadas para compartir. No hay una ambientación temática en el sentido estricto de la palabra, pues la identidad está en el ritmo, uno que permite quedarse, repetir, y pedir algo más sin mirar el reloj.
La tradición que se reinventa en Bogotá

Adriano no replica la tradición española ni la desmonta. La trabaja desde otro lugar: el de quien la conoce desde adentro, pero la cocina desde Bogotá. Felipe Giraldo vivió cinco años en España, donde se formó como cocinero, y ha liderado proyectos como Bícono y Tremé en Colombia. Aquí, en su primer restaurante propio, construye una carta en la que el producto importa tanto como la experiencia de compartir. “Conservo lo esencial -la honestidad del producto, la paciencia del fuego lento- y rompo con el miedo a la evolución”, dice.
El menú está diseñado para el tapeo. No hay entradas ni platos fuertes, sino un conjunto de raciones pensadas para el centro de mesa. Algunas abren el apetito con sutileza, como las milhojas de papa con tartar de res y mostaza de cacahuate, las tostadas de paté de pollo con durazno y avellanas, los arancinis de queso Manchego o las croquetas de matanza, que combinan sobrasada, jamón ibérico y chorizo. Otras llegan con más fuerza, como los huevos estrellados con txistorra y papas criollas, servidos en sartén; los torreznos con emulsión de guindilla; el canelón de rabo de toro con bechamel trufada; o el pulpo a la parrilla con romesco y patatas confitadas.

Los platos más contundentes no se agrandan necesariamente en tamaño, sino en profundidad. La terrina de cochinillo prensado -horneada lentamente, servida con puré de calabaza y reducción de miel y manzana- logra un contraste sutil. El lingote de cordero braseado con polenta y setas se sostiene en la textura. El arroz cremoso de gambas llega con stracciatella; la pesca del día, con curry de lentejas; y el pastel de rabo de toro, con gratín de papas. En últimas, todos están construidos para sostener la conversación, no para interrumpirla.
El final también se comparte

La carta de postres se mueve en el mismo registro con tarta vasca de queso Idiazábal, flan de yemas con dulce de leche, coulant tibio de pistacho con helado de pimienta verde, o la torta de café y chocolate con helado de mascarpone. Aquí la idea es cerrar con contundencia, de la mano de un buen bocado que le deje ese sabor final el resto de la noche.
Y en la barra, el equipo de coctelería parte de una pregunta sencilla: ¿a usted qué le gusta? A partir de allí se sugieren cócteles de autor que buscan entender y asesorar adecuadamente al comensal. Hay combinaciones como San Felices Fizz (gin, lavanda, yogur griego, naranja), La Mancha del Martini (gin, vermut, queso Manchego), Interludio (mezcal, tequila, jalapeño, piña) o sangrías ajustadas al momento. La carta de vinos, extensa y mayoritariamente española, también puede dejarse en manos del equipo, todo con el fin de que no cometa errores y disfrute lo más posible.
“En estos tiempos de tanta prisa, compartir raciones es casi un acto de resistencia”. Quizás lo es. Pero también es un recordatorio de que hay lugares donde la comida sigue siendo un lenguaje completo, y donde vale la pena quedarse un poco más.
La experiencia en Adriano no gira en torno a un plato estrella, sino al tiempo que toma ir trayendo uno tras otro. El ambiente permite alargar la sobremesa, probar vinos sin prisa, repetir tapas si la conversación lo pide. Es un restaurante al que uno no va a pasar la tarde, la misma que se vuelve noche sin que uno se dé cuenta.