La semilla del silencio: una parábola contra el olvido
En el mundo, el cine colombiano siempre ha estado ligado a casos de narcos, guerra y un poco la miseria que somos todos. Desprenderse de eso es difícil si “es lo que hay”. La gracia está en narrar lo mismo de otra forma.
Para esta ocasión, la realidad colombiana se ve reflejada desde otra esquina. La corrupción. Los miles de Poncio Pilatos que hay en el mundo. A nosotros nos ha tocado, como a todos, una gran tajada de varios de ellos. Esta es la historia de María del Rosario Durán, una fiscal que decide revelar una masacre de falsos positivos. Ella se enfrentará sola contra el poder militar y sus hilos maquinadores que buscan purgar estos hechos, callando las voces de la justicia.
La historia está bien lograda; las secuencias entre pasado y presente se van fusionando, a veces sin darnos cuenta. No es fácil distraerse. Las pequeñas historias de sus personajes que van contando poco a poco de ellos mientras viven, son el aire del sofoco que produce la injusticia.
Esta vez, Andrés Parra interviene en su papel de Salcedo, un policía que ayuda a la fiscal por encargo de sus superiores. A él, y sus acciones escuetas se le debe mucho de la película. Un tipo tranquilo con poco que contar que determina en un personaje que los buenos existen muy camuflados entre tanta porquería. Sobre él recae al final el descubrir el crimen que sucede en el presente.
Angie Cepeda es, en el papel de la fiscal, una mujer estoica, de pocas palabras y una expresión dolorosa sobre su cara. Sobre ella está la misión de ajusticiar el crimen del pasado.
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Aquí la imparcialidad sobre la actriz nos confunde, pues nunca ha sido expresiva, y no somos admiradores. Entonces no estamos seguros de si por fin este papel le “caló” o si fue una coincidencia y salió bien librada como en otras ocasiones.
Julián Román es un escolta venido a menos con un amor frustrado por una prostituta encarnada en Julieth Restrepo. Es a él a quien se le da el poder de acabar con casi toda la historia y es el punto de unión entre el bien y el mal. Un personaje al que se le toma cariño por su triste vida pero a quien no se le pueden perdonar sus malas acciones. Román y Restrepo ofrecen interpretaciones impecables, como siempre.
La película es la ópera prima del director Felipe Cano Ibáñez, quien tiene un considerable derrotero como director de televisión (Correo de inocentes, Leidy La vendedora de rosas) y es una buena muestra para empezar en el mundo del cine.
Cano perfila su puesta en escena con planos muy dicientes, escenas necesarias, secuencias cortas y excelente uso de los recursos. Una inauguración que nos deja querer más de su cine.
En una Bogotá en la que hacía frío, esta historia nos recrea Colombia de 2008. Un pueblo apócrifo llamado Santa Cruz con una masacre metafórica (en 1991 en Timor del Este existió una masacre en un lugar llamado igual… ¿pensamos en prensa internacional?) representa una historia que ha sido por muchos olvidada.
Esta parece ser la intención del director: recordar y sacar a la luz lo que hemos refundido por la costumbre entre tanta violencia, corruptela y conflictos. A veces, es difícil aislar esa metáfora y que llegue a ser un precedente, un homenaje.
Por ahora, vale la pena ver como se recrean otras formas de contar a Colombia, y a sus conflictos.