El caso de Dylan Farrow: el tiempo de una víctima

"El arte es un barniz que nos protege muy superficialmente, no nos hace mejores". Pedro Adrián Zuluaga hace un análisis del caso entre Woody Allen y Dylan Farrow.
 
El caso de Dylan Farrow: el tiempo de una víctima
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Pedro Adrián Zuluaga

“Estamos en el tiempo de las víctimas”, dijo Beatriz Sarlo en Buenos Aires, hace tres años, en una conversación que tenía como eje central la presentación, décadas después, de una versión restaurada de Nuremberg, un film que se usó para propósitos propagandísticos –la desnazificación de Alemania– tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

Los millones de judíos sacrificados en el Holocausto fungen como las víctimas emblemáticas del siglo XX, y los nazis como la quintaesencia de los verdugos. Sabemos el papel central que han tenido los medios y las artes (el cine, la literatura, la música) en esta ecuación. Pero “el tiempo de las víctimas” significa también que toda persona que ha sufrido a causa de un agente externo (no importa si el ámbito de ese sufrimiento es doméstico o público), necesita, reclama su reivindicación.

Y las víctimas lo que tienen es, antes que nada, un testimonio. Al atreverse a relatar la experiencia del sufrimiento, aceptan, quizá sin entenderlo, varios desafíos. Primero, la posibilidad de que, al recordar, traigan al presente el sufrimiento, posiblemente de forma más vívida que cuando este sufrimiento ocurrió. Segundo, el peligro de ser reducidas, esencializadas como víctimas, clausurando con ello lo inabarcable y complejo de la experiencia humana.

Pienso en todo eso mientras leo la carta de Dylan Farrow donde decide recordar y narrar detalles muy precisos del presunto abuso del que fue víctima por parte de su padre, el actor, comediante, director y músico Woody Allen. La carta de Dylan debe ser entendida como un testimonio, es decir como un discurso que intenta construir una verdad, y que reclama ser creído. Pero quienes analizan discursos, ya sean lingüistas o jueces, saben que aquellos son frágiles, y que deben ser sometidos a prueba. Son una verdad que debe ser corroborada.

A partir de una construcción temeraria, borrosa de su propio pasado (“el pasado cambia todos los días” le escuché decir alguna vez a Jesús Martín Barbero), el pasado de una niña de siete años, Dylan Farrow reclama justicia en el presente. Pero, ¿qué tipo de justicia? En términos judiciales el acervo probatorio parece muy frágil, como ya se demostró en el pasado, o algo ya prescripto. Farrow parece ir tras la búsqueda de otro tipo de justicia, o de venganza, que afectaría directamente el prestigio artístico del director. ¿Lo hace a instancias de una madre –Mia Farrow- obsesiva y manipuladora?

Veamos la retórica de la ya célebre carta, publicada en un blog de la edición digital de The New York Times, el sábado pasado:

http://kristof.blogs.nytimes.com/2014/02/01/an-open-letter-from-dylan-farrow/

“¿Cuál es tu película favorita de Woody Allen?”, es el comienzo y el fin de un círculo de intenciones muy transparentes. El tono de la carta es estratégico para conseguir unos propósitos muy precisos: enlodar el muy merecido homenaje que el artista Woody Allen recibió en la reciente entrega de los Globos de Oro. Se trata de una vieja canción oída muchas veces antes, por ejemplo en los meses y días previos al Oscar honorífico a Elia Kazan, cuando un alud de comentarios se encargó de dar cuenta del sufrimiento causado por el director greco americano al delatar, en los años cincuenta, a muchos de sus compañeros ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas.

Independientemente de la verdad o no de los hechos que se relatan en la misiva (insisto, ya la justicia había concluido que Dylan no distinguía muy bien entre realidad y fantasía, como corresponde a las memorias de una niña de siete años), es claro que en ella resalta más la capacidad de manipular y retorcer la retórica en beneficio propio que verdadero sufrimiento. “Me dijo que me tumbara boca abajo y que jugara con el tren eléctrico de mi hermano”, relata en uno de sus apartes. Desde entonces, a Dylan le ha resultado “muy difícil ver un tren de juguete”. Sin embargo, como ella misma lo reconoce, ha podido ser algo mucho más difícil: “una esposa feliz”.

También enumera desórdenes alimenticios, cortes auto infligidos, pánico al ver aparecer la efigie de Woody Allen. Y culpa a Hollywood de su tormento. Es verdaderamente difícil saber quién miente en este caso, una vez que Allen a través de sus portavoces ha negado las acusaciones. No tenemos acceso a los hechos, es muy probable que ni siquiera una de las partes involucradas recuerde con la suficiente claridad. Como testigos de una historia ajena, solo estamos sujetos a las emociones, y Dylan Farrow, en esta carta, ha probado ser hábil en despertárnoslas.

Yo no le creo, pero es solo mi percepción. Que por otra parte es lo único que tenemos. Me molesta su tono de víctima, su impudor, su deseo de venganza, su oportunismo al brindar este testimonio ahora (cuando se avecinan los Oscar), aduciendo que quiere evitar que otras niñas queden expuestas a la misma situación y aprovechando su caso para culpar a la sociedad entera en general y a Hollywood en particular, a quienes nos acusa de estar en falta con las víctimas de los abusos sexuales.

Pero olvida que ella es una hija privilegiada de ese mismo sistema (Hollywood) que hoy ataca tan vehementemente pero que con seguridad en muchas ocasiones ha aprovechado. (Su propio relato del supuesto abuso, por lo prototípico, parece ser un compendio de dramas cinematográficos y televisivos). Y le pide credibilidad a la misma sociedad a la que acusa, a la que deslegitima. Y una sociedad hambrienta de novedades y proclive a derrumbar a sus héroes es muy probable que muerda el anzuelo y sancione socialmente a Woody Allen, a falta de un juicio penal. Los medios hacen de coro, se trata de una tragedia perfecta.

Volvamos al cine, Allen es un extraordinario artista. Su obra, que en los últimos años ha ganado en angustia y desolación, no pierde nada con esta revelación. Aun si fuera culpable, el caso es una clara muestra de lo que él mismo ha machacado en sus películas: el arte es un barniz que nos protege muy superficialmente, no nos hace mejores. La prueba son sus personajes, artistas muchos de ellos y no por eso personajes intachables.

En La caza, una película danesa exhibida en Colombia el año pasado, una niña se inventa una historia sobre el abuso sexual de un adulto en una pequeña comunidad. Al final ella no distingue entre la fantasía y la realidad, pero el daño que causa su confusión sí es real y concreto. El yo en estos tiempos tan dados a la confesión, es un relato, una invención. Pero aquello que se inventa tiene una forma de existencia, es un hecho.

         

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febrero
4 / 2014