Cuento: Un pasatiempo muy colombiano y una posdata útil
Alfredo Iriarte
Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 225 de diciembre de 1988
Ocurrió en una reunión social común y corriente en cualquier residencia del norte de Bogotá. Anfitrión e invitados conversaban animadamente. Más tarde, uno de los asistentes propuso un juego de salón que fue acogido con inusitado entusiasmo por los demás.
Realmente, yo no había presenciado jamás una disposición tan eufórica hacia una iniciativa tan trivial como es uno de estos juegos. Este consistía en algo muy simple en apariencia. Se trataba de hacer un censo de gente abominable; de personas a quienes los presentes quisieran ver cocinándose en los infiernos; y, por supuesto, este padrón de odio y de ignominia excluía personajes históricos.
El ganador sería quien aportara el mayor número de nombres aceptados por el grupo en forma unánime quedando descalificados los nombres de personajes ya incrustados en la historia para siempre.
Por lo tanto, era inútil que alguien insistiera en que le admitieran a Caín por fratricida, al patriarca Onán por demasiado imaginativo, a Cronos por devorar a sus tiernos hijitos, a Calígula por depravado o a Nerón por matricida. Para efectos del juego, el reglamento era inflexible: esos personajes y otros muchos por el estilo están ya muy lejanos y no fueron nuestros vecinos y contemporáneos.
Entonces, su mención no tendría ninguna gracia. En cambio, lo que sí suscitaría delicias casi voluptuosas en la concurrencia, sería la mención de gentes cercanas, con quienes hemos hablado, de quienes sabemos, o creemos saber, una o más intimidades. Fue así como el anfitrión trajo lápices en abundancia y una gruesa libreta en blanco para llevar el censo de los nombres que el grupo condenaría a la execración eterna.
Repito: para ser testigo de tan desbordante euforia, pienso que tendría que meterme en una escuela de samba en pleno carnaval fluminense. Desde el comienzo mismo del juego -en el cual preferí participar como espectador- los asistentes, todos hombres y mujeres de gran finura y ponderación, se lanzaron a la más atronadora vocinglería proponiendo sus nombres favoritos y solicitando los votos de los restantes para incluirlos en la lista oficial.
Tales extremos alcanzó la algazara, tanto en desorden como en decibeles, que el que fue designado como secretario de actas tuvo que amenazar con retirarse de su honroso cargo si no mermaba la gritería y se organizaba la votación.
Se puso un poco de orden y bajó el volumen de los gritos, pero no por ello bajó el entusiasmo que despertó el juego. El secretario no daba abasto anotando nombres que -y eso fue lo más curioso- ingresaban a la lista por absoluta y clamorosa unanimidad con muy contadas excepciones.
Con velocidades de vértigo iban cayendo a esta crepitante olla infernal actores y actrices por mediocres, antipáticos o responsables de conductas equívocas; presentadores de televisión de ambos sexos; escritores y periodistas que sucumbían reprobados por no tener idea del oficio; políticos por prevaricadores y venales; curas de todos los rangos por simoníacos y traidores a su ministerio; tecnócratas por incapaces; empresarios por ineptos e ignorantes; los millonarios por el origen turbio de sus riquezas y los indigentes por bestias y por inútiles en el arte sublime de multiplicar el dinero; pintores y escultores por plagiarios y copietas; cantantes por desafinados y directores de orquesta por no saber qué hacer con la batuta; poetas por zánganos y borrachos, grandes primadonas de sociedad por odaliscas y poliándricas.
Con asombro fui viendo cómo en este inventario luciferino, a las más bellas mujeres les resultaban unas deformidades hasta entonces ocultas y las menos lindas pasaban a la categoría de monstruosas y cómo numerosos varones reputados hasta ese momento como cultos y talentosos quedaban en pura pantalla”. Jamás había visto yo, al menos en el papel, una crisis de valores comparable a esta en todos los órdenes.
Mis dichosos amigos iconoclastas no dejaban títere con cabeza. Estupefacto ante el espectáculo que presenciaba, a partir de cierto momento empecé a ver los transformados. Ante mis ojos fueron abandonando su aspecto humano para ir asumiendo grotescas figuras de demonios y diablesas que en su creciente frenesí arrojaban legiones de indefensos congéneres a una enorme caldera infernal que hervía en la mitad de la sala.
Naturalmente, ni el dueño de casa ni sus invitados volvieron a acordarse de la cena. Un solomillo exquisito se achicharró, la sopa se echó a perder y el postre se derritió ante la indiferencia del grupo, al que la suculenta comilona antropofágica le reemplazó con creces la cena ortodoxa que se fue a pique en la cocina.
Inclusive los baños dejaron de ser visitados con la frecuencia que es de rigor en este tipo de reuniones por la implacable acción diurética de los licores, la cual hubo de ceder ante la pasión que en todos y todas suscitó el juego devastador. A todas estas, el esforzado amanuense dio muestras de fatiga y tuvo que ser sustituido por otro jubiloso voluntario. Y así pasó un largo rato durante el cual, dos milenios más tarde reviví, en un cómodo y apacible salón bogotano, el panorama de la plebe romana aullando de alborozo frente a los gladiadores y reciarios caídos y apuntando rabiosamente con una nube de pulgares hacia abajo.
Y vamos ahora a la segunda parte del juego que, aunque ya moderada y casi silenciosa, resultó, a mi modo de ver, mucho más aterradora que la primera. El grupo estaba afónico y cansado y empezó a recordar que tenía hambre y urgencias apremiantes de visitar los mingitorios.
El anfitrión voló a la cocina y retornó inconsolable: lo único que se había salvado de la hecatombe gastronómica causada por el olvido colectivo había sido el pan. Era, pues, imperioso, pedir unas pizzas por teléfono, lo cual se hizo de inmediato.
Los concurrentes, aunque extenuados, aún reían aludiendo a algunos de los personajes que ya en ese momento se debatían en el fondo de su improvisada paila infernal. De pronto alguien hizo una sugerencia que en principio fue bien recibida, aunque de ninguna manera con el entusiasmo de la inicial. Propuso que, después de entregar el galardón al ganador, se extendiera el juego a una segunda parte que consistiría en todo lo contrario, vale decir, en elaborar un catálogo de gente querida y admirada por todos.
La iniciativa fue aceptada y se dio comienzo a esta segunda etapa. Fracaso total. Solo un nombre tuvo plena acogida. Después, prácticamente se regresó a la primera. Los nombres que se postulaban eran duramente rechazados en medio de dicterios y frases corrosivas. En ese punto sí entré resueltamente al debate, insistiendo en preguntar al grupo cómo era posible que no hubiera un número de compatriotas amables y dignos de admiración que, así fuera muy de lejos, se aproximara al de los vituperables. Todo en vano. El estreñimiento para el elogio resultó solo comparable a la infinita largueza que mostró el grupo para el baldón y el anatema.
Debo confesar que, una vez concluida la reunión, salí para mi casa con un pertinaz sabor amargo y, lo que es peor, convencido de que este grupo, no solo no es atípico entre nosotros sino que, por el contrario, es altamente representativo. ¡Qué le vamos a hacer!
Y pasamos ahora a la posdata útil. Son del maestro Borges estos dos versos admirables: “Mi destino es la lengua castellana; el bronce de Francisco de Quevedo”. Lo malo es que yo estoy convencido de que si continúa sin severas modificaciones el trato despiadado que le estamos dando a este bronce sonoro y majestuoso, poco tardaremos en dejarlo convertido en la más burda hojalata. Yo no sé si mis queridos lectores estarán tan aburridos, tan desesperados como yo de oír y leer continuamente el vocable sofisticado en el sentido de complejo o refinadamente elaborado.
Se prodiga, en consecuencia, el ya repelente adjetivo para hablar de computadores sofisticados, mujeres sofisticadas, textos sofisticados, etc., etc. Y naturalmente, quienes manejan con toda propiedad tales artefactos, las damas aludidas y los autores de los textos, se sienten halagados por el homenaje que se hace a sus vastos conocimientos electrónicos, a su belleza insólita y lujosos atuendos y a la maestría nada común de su lenguaje.
Por supuesto, otra sensación bien diferente experimentaría si se tomaran la molestia de asomarse a los diccionarios y encontrar estas definiciones.
Sofisticado: Falsificado. Falto de naturalidad: demasiado estudiado o pretendidamente refinado. Afectado (Diccionario de uso del español. María Moliner).
Sofisticado: Falto de naturalidad, afectadamente refinado. (Diccionario de la lengua española. Vigésima edición).
Sofisticar: Adulterar, falsificar con sofismas o procedimientos engañosos. (Mismo diccionario y misma edición).
En otras palabras, aquí se ultraja, se menosprecia y se denigra a las gentes y a sus obras, queriendo ensalzarlas. Desde luego, estos equívocos fatales dejarán de ocurrir en el momento en que nuestras gentes se percaten de que los diccionarios se hicieron para consultarlos y no para ornato de anaqueles y mesas de centro.