¿Por qué leer Claraboya, la obra inédita de José Saramago?
Juliana Rojas H.
Son exactamente 18 personajes en 400 páginas, los que se pasean por un edificio de la Lisboa de los años 50, en el libro inédito de Saramago, Claraboya, cuya presentación se hizo el primer día de marzo de 2012, casi 60 años después de haber sido escrito.
Por eso se explica que ante la mudez de los editores, el autor se sintiera ofendido y renunciara a escribir por 20 años. Su viuda y traductora, Pilar del Río, recuerda que Saramago no releyó el texto cuando la editorial lo regresó casi 30 años después de que el manuscrito les fue enviado, pero siempre conservó la certeza de que había hecho un buen trabajo.
Quienes pudieron leerlo antes de que saliera a la venta, como el escritor colombiano Héctor Abad, aseguraron que Claraboya es el indicio de lo que sería Saramago en el futuro como escritor.
De eso no cabe duda. La obra es un amplio esfuerzo de construcción de personajes complejos, autorreflexivos, la mayoría con vidas desdichadas o más bien, vidas normales y actitudes desdichadas, como las de muchos de nosotros, de nuestros vecinos, de quienes nos tropezamos en la calle sin conocer, del que conduce su carro al lado del nuestro:
Parejas añejadas en la monotonía de una vida juntos que los ha convertido en seres invisibles o molestos, niños que crecen sin entender esas relaciones de sus padres, pero acostumbrados al rechazo y el desamor de ellos, mujeres que venden su cuerpo al mejor postor pero no en la vía pública, sino en la intimidad de sus casas bajo el rótulo de amantes. Ancianos trabajadores que disfrutan la transformación del amor pasional de la juventud, en una relación de complicidad y convergencia en la vejez.
Un relato de lo cotidiano
En eso consiste la fuerza de Claraboya, en querer hacer un retrato cotidiano de nosotros mismos, los seres humanos, con las pequeñas tragedias diarias que marcan nuestra vida por lo que hicimos o dejamos de hacer. En eso, el libro es completamente contemporáneo y universal, porque ya sea en la Lisboa bajo una dictadura de los 50 o en la Bogotá democrática del siglo XXI, la realidad se vive de puertas para adentro, entre los chismes de los vecinos, los compañeros de trabajo o nuestro círculo de amigos; entre las decisiones de los padres con sus hijos adolescentes, en la carencia de un empleo digno o una habitación fija para dormir.
Sin embargo, esos mismos 18 personajes son los que no permiten una fácil ni rápida identificación del lector con los protagonistas de la obra. Cada capítulo es una nueva escena con una de las familias y cuesta un par de minutos reconectarse con la historia que se había quedado congelada páginas atrás.
Hay que llegar hasta el final
No es fácil aprenderse los nombres y relacionarlos con una familia o una historia de las tantas que retrata Saramago. He conocido quienes han dejado el libro ante esa falta de conexión. Sin embargo, vale la pena llegar hasta el final y no descuidar las conversaciones entre el zapatero Silverio y su inquilino Abel, porque como bien explicó Héctor Abad, estos personajes parecen el Saramago de 30 años que escribió la novela frente al Saramago maduro que llegaría a ser. Ambos con una preocupación existencial, que pone sobre la mesa el objetivo de la vida y su trascendencia.
Es solo hasta el final de la obra en la que la sucesión de hechos familiares se sale de la cotidianidad y estalla en peleas, separaciones, decisiones y momentos que llegan a emocionar al lector, hasta ahora a la espera de que la novela de personajes le cuente también una historia que rompa con los convulsionados, pero comunes días de estas familias portuguesas.
“En el libro se lee a un Saramago muy buen narrador, pero que no ha desarrollado sus dotes como innovador, que llegarían apenas 20 años después”, dijo Abad a Diners. Y, efectivamente, es la sensación final: un Saramago que empieza a manifestar su preocupación por la humanidad solidaria, insolidaria, cruel, hipócrita, perversa y tantos sentimientos y reacciones que emergen, ya sea en la simpleza de hechos íntimos o en la complejidad de catástrofes como la ceguera de un pueblo, ambos, focos de sentimientos humanos que mutan cuando son puestos al límite.