Manuela Reyes: la artista que interconecta el arte

Manuela Reyes, la nueva curadora de la Unidad de Creatividad y Cultura del BID, en Washington, le apuesta a las artes para sanar y conectar el mundo.
 
Manuela Reyes: la artista que interconecta el arte
Foto: Manuela Reyes / Manuela Reyes
POR: 
Enrique Patiño

Un día, Luis Gabriel, el tío de Manuela Reyes, llegó a su cuarto decidido a pintar un mural. Era un artista de tiempo completo y quiso que su talento para las líneas y colores transformara el espacio de su sobrina en un rincón lúdico de personajes imaginados. En una pared amplia del fondo de su habitación, sobre su cama, concibió un carro grande en el que cabían buena parte de los protagonistas de las historias animadas. Desde ese momento, cuando Manuela apagaba la luz, la imaginación se cernía sobre ella. 

La conexión con el arte no surgió solo de aquel mural excesivo y feliz. Su tío, con el que se comunicaba “en idioma marciano”, un código secreto inventado por los dos, le dio clases de arte y la acercó a los procesos creativos por medio de varias disciplinas, iniciando por la acuarela y el dibujo. Con el paso del tiempo, Reyes se conectó con el talento de su papá, Rafael Antonio Reyes, quien había estudiado cine y fotografía, y le enseñó a ver el mundo en cuadros y a generar una visión personal. 

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Manuela se nutrió en esos años de todas las influencias y se apropió por igual de la riqueza espiritual de su mamá, Claudia Restrepo de Reyes, que llevaba muchos años estudiando el mundo esotérico y tenía el don de sanar por medio de los cristales y de la conexión con los ángeles. En un hogar que rompía los paradigmas tradicionales, no podía sino ser auténtica y diferente.

“Yo le pedía a mi mamá que aplicara en mí el poder de los cuarzos y piedras preciosas. Y mientras tanto, veía las proyecciones de diapositivas que mi papá organizaba en casa, a las que invitaba a gente de todos lados. Pasaba tardes felices contemplando las imágenes proyectadas en la sala, cerca de la chimenea, alimentándome, por ejemplo, de los atardeceres que mi papá captaba en el Pacífico”, recuerda Manuela.

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No fue casualidad que empezara a interesarse desde niña por los procesos creativos de diferentes disciplinas, entre estas la cerámica y el revelado en el colegio de sus propias imágenes en blanco y negro, en el cuarto oscuro que tenían allí. La fotografía se convirtió en parte de su vida cuando, ya en su misma infancia, tuvo una cámara y comenzó a registrar los momentos más significativos de sus viajes.

Por eso mismo, resultó casi lógico que cuando su mamá le formuló la gran pregunta de qué quería estudiar y le pidió que eligiera aquello que le hiciera perder la noción del tiempo, Manuela se decidiera por las artes visuales. 

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De chakras y mandalas 

Cursó la licenciatura en Artes Visuales en la Universidad Javeriana y entendió, desde la misma academia, que estaba llamada a conectar los mundos de su infancia: el arte y la espiritualidad. Había integrado el mundo espiritual a su ser gracias a los aprendizajes con su mamá, conocía del yoga y la meditación, leía libros al respecto y había profundizado en temas de sanación. Por supuesto, no eran los temas que los demás abordaban.

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Se sintió extraña, pero recalcó en su diferencia, porque no lograba conectarse con otros temas que se manifestaban como realidad en el país. No quería reflejar lo que veía y existía: quería cambiar su mirada, o proponer la suya. “Quería, por medio del arte, abrir puntos de vista y generar reflexiones a través de mis obras. Era un camino muy personal, pero lo elegí a conciencia”, recalca.

De hecho, su propuesta de tesis de grado se centró en contar el paso a la otra dimensión, un tema desconocido en el ámbito académico. De la mano del investigador y crítico Andrés Gaitán, Manuela se dio a la tarea de representar en forma artística términos que apenas empezaban a calar en el grueso de la población, como lectura del aura, chakras o centros energéticos. Combinó lo esotérico con textos formales y generó una instalación que le abrió un camino espiritual en el arte, distinto de lo tradicional, e incluso rompió el molde de dónde debía exhibirse. No eligió una galería, sino el Jardín Botánico de Bogotá.

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Esa primera instalación se llamó Birdcage, una propuesta de portal dimensional con hojas naturales recogidas del Jardín Botánico mismo, que representaba los chakras a través de siete círculos y alineaba la conexión espiritual por medio del corazón de la obra. Ese mismo día inició un camino que hoy forma parte de su sello creativo: incluyó música y amplió la obra a otras posibilidades narrativas. En pocas palabras, la convirtió en una propuesta multidisciplinaria.

Corría el año 2006. Aquella experiencia inmersiva la llevó a contemplar otras en su evolución como artista. Dedicada por igual a la fotografía como a la pintura, tomó clases extracurriculares con el creador Gabriel Silva Rubio, quien la motivó a experimentar con materiales orgánicos, como arena o piedras preciosas. De allí salió Kundalini, su propuesta en gran formato en la que usó desde óleos hasta pigmentos, arena y parafina, e incluso en una oportunidad casi provoca un incendio por emplear esta especie de cera.

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Romper las fronteras tiene sus riesgos. Lo que más amó fue encontrar la belleza de trabajar con el color y con óleo disuelto para generar profundidades. Fue una época de exposiciones colectivas que la llevó a querer tener su propio espacio. En un momento dado, decidió alejarse del ruido mundano e irse a una finca en Pacho (Cundinamarca), donde terminó viviendo sola, en medio de la naturaleza, por tres años. 

Mientras se dedicaba a crear como artista, pasó a vivir de su trabajo como fotógrafa. Mutó de lo analógico a lo digital y aprendió Photoshop para dar el salto al mundo publicitario. A la vez que se encerraba para generar color y texturas, en su otra vida, la más práctica, iba de viaje y asistía a eventos para captar las imágenes de revistas, en especial de Capital Club, una publicación en la que participó desde su fundación como socia y directora de fotografía por trece años. 

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La fotografía se convirtió en su vida, aunque nunca olvidó su esencia. Hizo un viaje a la India que la ayudó a tenerlo presente, y que plasmó en el libro India.inc. La fotografía le daba para vivir, pero el arte era su pasión. La fotografía le permitía ahorrar para invertir en materiales para su arte, y cuando recaudaba algo en sus exposiciones lo invertía en mejores equipos fotográficos. Pero hubo un momento de quiebre y entendió algo a un nivel más profundo. Entonces, se detuvo.

Creó la obra Pléyades en aislamiento. Se nutrió de textos védicos, del Yoga Vasishtha y de la meditación. En círculos de estudio se le presentó la flor de la vida, aquella flor sagrada compuesta por seis círculos concéntricos, lección fundamental de la geometría sagrada. Tuvo un sueño con el maestro Drunvalo Melchizedek en el que pasaba a otra dimensión y él le entregaba un lápiz para dibujar. Compró su libro Viviendo desde el corazón y vivió su proceso personal de conciencia.

Ya no fue la misma o, por el contrario, fue más Manuela Reyes Restrepo que nunca. Hizo ejercicios de mandalas desde el arte, con cristales de cuarzo, pedrería y escarcha, con colores vivos, simétricos y perfectos, y creó la serie Love, basada en la geometría sagrada y en vivir desde el corazón.

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Con esa nueva mirada, decidió ser emprendedora y crear su propio concepto de galería, Planet Art, un edificio en construcción de estilo loft en Bogotá, en el que pudo exhibir las obras y generar eventos relacionados con el yoga o temas relacionados con la espiritualidad, y la idea de generar sanación mediante el arte. Una cosa fue siguiendo a la otra: al crear su propio espacio, Manuela aprendió a tener una visión curatorial, muy enfocada en las obras multidisciplinarias en espacios no convencionales. Eso mismo la llevó a estudiar una maestría en el tema curatorial en Nueva York.

Allí, por los afortunados cruces de la vida, trabajó en The Museum of Modern Art (MoMa,) en el Departamento de Dibujo y Grabado, y con la consultora de arte Anna Sokoloff. En la tesis de su maestría hizo la curaduría de una exposición en el Acuario Nacional de Baltimore llamada “El océano que habitamos”, en la que participaron artistas ambientalistas y activistas de todas las disciplinas, desde la danza hasta la poesía, incluida Joan Jonas, pionera del performance

De nuevo, una cosa llevó a la otra: al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) le interesó su propuesta, y aquella fue la puerta de entrada para que ingresara a trabajar con ellos en la Unidad de Creatividad y Cultura como especialista sectorial y curadora en el programa de Arte y Transformación. 

En este momento, es la curadora de la muestra “Amazonia: un centro de biocreatividad”, una exhibición inmersiva y multisensorial que busca inspirar un futuro más armónico y sostenible para el Amazonas y el planeta. Con su mirada multidisciplinaria, diseñó un espacio en la galería del BID en Washington (Estados Unidos), en el que los visitantes hacen una especie de viaje por el arte contemporáneo de América Latina y se conectan con la sabiduría ancestral y la riqueza de la biósfera por medio de las artes y su unión con la ciencia y la tecnología.

“A través de esta muestra innovadora, centrada en la creatividad artística e impactante belleza de la Amazonia, buscamos inspirar al cuidado y conservación de la región. La propuesta, construida desde un acercamiento multisensorial, pone el foco en la vibrante producción artística contemporánea de la Amazonia, y ofrece una experiencia única”, recuerda Manuela, a cargo de la exposición.

Aunque quizás no lo exprese, queda claro que el suyo es un arte necesario para los tiempos de cambio: uno que conecta múltiples disciplinas y se alimenta de todas, interactúa y se enriquece en modelos colaborativos con otras ciencias y artes. Uno que vuelve a lo espiritual, con la certeza de que toda búsqueda artística es profunda y sagrada. Y que, desde su papel curatorial, entrelaza respuestas creativas para un planeta y una naturaleza que necesitan sanarse de sus heridas.

La creadora bogotana, justo en el momento en que saldrá esta publicación, vive el proceso de ver crecer la vida en su vientre. En noviembre verá la luz su mayor obra personal, nacida del amor. Mientras tanto, no ceja en su búsqueda de nuevas narrativas que interconecten el arte. 

Así lo aprendió desde niña, cuando veía la luz de las proyecciones de diapositivas en su casa, integraba la luminosidad de las palabras de su madre y se daba gusto con el brillo de las obras de su tío: todas las experiencias están conectadas. Todo arte habla e ilumina la vida.


         

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octubre
30 / 2024