Los seis pecados capitales, según Alfredo Iriarte

Alfredo Iriarte
ENVIDIA
Dice don Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana que este vocablo viene del latín in y video, “porque la envidia mira siempre de mal ojo”, de tal manera que el envidioso viene a ser en el fondo una especie de bisojo o esträbico espiritual.
Insisto en lo de espiritual para evitar confusiones. No sé con certeza qué tan bellas personas serán los bizcos, pero lo que sí puedo afirmar es que los miopes y cegatos solemos ser bondadosos y apacibles en extremo y gozamos hasta el éxtasis con el bien ajeno. Sobre los castigos ultraterrenos de los envidiosos están divididas las opiniones de los escatólogos. Hay quienes sostienen que son inexorables y atroces.
Entre ellos estaba mi maestro Quevedo, que en el infierno bufo de uno de sus geniales Sueños, puso a los escritores envidiosos a escuchar por toda la eternidad las alabanzas prodigadas a sus colegas. Imposible imaginar un suplicio más cruel. Hay otros, más benévolos, que afirman que los envidiosos van directamente al Cielo por lo mucho que han padecido en vida con la bienandanza de los demás. Yo definitivamente estoy con Quevedo.
IRA
El más peligroso de los pecados capitales. Es mala consejera, hasta extremos tales como el del buen Nerón que, poseído por ella, mandó matar a su madre abriéndole el vientre. Otro iracundo célebre fue el manso y seráfico Hitler quien, sin embargo, cuando montaba en cólera dejaba de serlo para convertirse en una auténtica pantera.
Cuando el 20 de julio de 1944 un grupo de oficiales alemanes trataron de ultimarlo en su cuartel con una carga de explosivos, el Führer sobrevivió y cogió una rabieta que estuvo a punto de conseguir el efecto letal que no alcanzó la bomba.
Detenidos los conjurados, los tribunales los condenaron a la horca, pero el imaginativo Adolfo ordenó que no fueran colgados de sogas comunes, sino de hilos de nylon, a fines de hacerles la muerte más prolongada y menos placentera: Igualmente, dispuso que las ejecuciones fueran filmadas. Al día siguiente se las proyectaron en la Cancillería mientras devoraba salchichas acompañadas de cerveza y chucrut. Parece que sólo en ese momento se le empezó a calmar la ira.
SOBERBIA
El más antipático de los pecados capitales. Se da silvestre en numerosos despachos públicos y privados. Como recordarán quienes fueron buenos estudiosos del catecismo Astete, hay un repertorio de virtudes antagónicas de los correspondientes pecados.
Decía entonces el citado texto: “Contra soberbia, humildad”. Recientemente, el Vaticano reformó este concepto para Colombia, sustituyéndolo por uno más acorde con las circunstancias de la época:
“Contra soberbia, buseta”. Afirman numerosos y sapientísimos teólogos que muchos amigos de uno, que por cualquier gerencia de instituto descentralizado se remontan a las nubes, vivirán la eternidad del Infierno montados de pies en una buseta atiborrada que corre sin frenos por una Avenida Caracas sin término ni fin.
PEREZA
El más leve y venial de los pecados capitales. Su práctica y ejercicio constituyen un deleite paradisíaco. Algunos teólogos insisten en que no es tal pecado. Otros, un tanto más duros, aseveran que los perezosos pasan temporadas muy cortas en el Purgatorio.
Últimamente ha cobrado fuerza una nueva y respetable tendencia que aboga por un cambio radical consistente en la beatificación de los perezosos y la condenación de los trabajadictos. Yo soy un entusiasta partidario de esta orientación, especialmente en lo que atañe a las trabajadictas.
AVARICIA
Pariente muy cercano de la envidia, con la que forma la más abominable pareja de pecados capitales. En su infierno, Quevedo confina a los avarientos en una estancia tenebrosa con los cofres que guardan sus tesoros.
Su condena consiste en temblar sin tregua ni reposo acosados por el pavor de que en cualquier momento irrumpa una caterva de esforzados ladrones para despojarlos de sus riquezas. Por esa razón padecen a perpetuidad los rigores del hambre y la vigilia, ya que creen que comer o dormir es facilitarles el trabajo a los cacos que los acechan.
Los avaros suelen ser torvos y sórdidos y, lógicamente, jamás ríen, con la única excepción del emperador Calígula, que era un avaro gocetas. Hacía llenar gigantescos arcones con monedas de oro y se sumergía y revolcaba en ellas con indecible voluptuosidad.
Hay avarientos de hogaño que bien quisieran imitar a Calígula pero no pueden, puesto que practicar los mismos retozos del legendario emperador en cajas llenas de escrituras, pagarés, títulos, acciones y bonos, resultaría incómodo y aburridísimo.
GULA
También se discute hoy si es o no pecado capital. Parece ya imponerse la tendencia según la cual sí lo es, pero contra la higiene y la salubridad. Desde la más remota antigüedad hasta el siglo pasado, la humanidad no pensó así, como bien se sabe.
Con casos monstruosos de gula se podrían llenar volúmenes enteros. Una serie de tragantonas desaforadas fue la causa de la temprana muerte de Alejandro Magno. Antoine de la Gourmandise, Duque de Languedoc, organizaba frecuentes expediciones de caza, con fines más gastronómicos que cinegéticos. El Duque era un aberrado de la gula.
Gustaba de sorprender familias enteras de jabalíes. Una vez capturados, hacía alancear a los adultos mientras devoraba los jabatos crudos. Afirmaba que sabían a gloria y que los chillidos lastimeros que emitían mientras les hincaba los dientes eran un estimulante formidable para el apetito.
Después de estos aperitivos, ordenaba respetar los jabalíes mayores y asarlos ligeramente. A esta parte del festín sí convidaba a sus caballeros y servidores. Las libaciones eran igualmente desmesuradas. Finalizado el banquete, los mastines daban buena cuenta de los huesos, y los buitres de los pingajos que dejaban los comensales.
Una tarde de jubilosa cacería, Antoine de la Gourmandisse se excedió en el consumo de jabatos y murió blasfemando y con el rostro violáceo. Alcanzó a decir que sentía como si le hubieran clavado una azagaya en el pecho. No había tal. Eran las agruras que pugnaban por salir con fuerza volcánica.
Y un colofón. Nuestros antepasados bogotanos, desde la Colonia hasta ya entrado el presente siglo, eran unos glotones impenitentes. Desayunaban temprano con chocolate, changua, carne y huevos. A la mitad de la mañana apuntalaban con las medias nueves”, siempre cargadas de abundantes colaciones. El almuerzo constaba de algún sorbete, sopa “principio”, “seco”, dulce y leche.
Luego venía la siesta. Algo más tarde las “onces”, tan opíparas como las “medias nueves”. Entre las 6 y las 7 p.m., una merienda relativamente frugal que no era óbice para una cena suculenta entre nueve y diez. Y entonces sí a dormir.
Tenemos que ser justos y admitir que el Duque de Languedoc era un modelo espartano de frugalidad al lado de nuestros santafereños de otros tiempos, cuya gula descomunal tenía una justificación: la de vivir en uno de los villorrios más jartos y tediosos del universo entonces conocido.