¿Son estos los miedos generales de la humanidad?
Dominique Rodríguez y Ricardo Aponte
El artículo ¿Son estos los miedos generales de la humanidad? fue publicado originalmente en Revista Diners de septiembre de 2013
¿Qué será de mí?
¿De mis afectos?
¿Encontraré finalmente el amor?
¿Lo perderé?
¿Qué será de mis hijos?
¿Me habré atrevido a vivir?
¿Habré vencido esa insatisfacción que a veces define tanto estos días?
¿Y mi salud?
¿Seguiré vivo? ¿Y los míos?
En el diván se ventilan esas preguntas profundamente íntimas y que nos taladran el alma, silenciosa pero permanentemente.
Esas que dijimos que luego –en el futuro– resolveríamos, pero que están ahí, clavadas en lo más hondo. Esas a las que hemos puesto en pausa mientras vivimos lo inmediato.
Sin embargo, frente a una pregunta tan aparentemente sencilla como ¿dónde se ve en diez años?, la respuesta se tarda en llegar.
Quizá ni siquiera se pueda responder. Ese futuro al que le hemos depositado la misión de darnos respuestas, se vuelve un abstracto, con un miedo muy concreto: el de la incertidumbre.
Hoy, más que en cualquier otro momento de la historia moderna, la falta de certezas se siente cerca, es palpable. A diferencia de generaciones anteriores cuando podía planearse cómo sería el mañana –un matrimonio largo, un trabajo para toda la vida, ¡una pensión!– para nosotros suena a espejismo.
Pese a que, como bien lo decía Freud, la tendencia a la repetición existe y los miedos siguen siendo, generalmente, a los fantasmas del pasado, es claro que también hay una profunda angustia a los nuevos, a los del futuro.
Los tormentos de nuestra época y futuro próximo
Incertidumbre e insatisfacción son dos tormentos producto de nuestra época y a los que tendremos que ponerles la cara.
El primero revela el terror que le tenemos a saltar al vacío, a lo desconocido, a lo nuevo, eso a lo que ni siquiera podemos darle una representación mental.
Es lo que la psicoanalista Janine Puget ha adoptado como concepto en El Principio de Incertidumbre, y que nos pone a pensar en cómo hemos depositado nuestras seguridades en el sentido de la predicción, la estabilidad y la solidez.
Qué tal, en su lugar, propone ella para el futuro, “¿agregar a estos ideales otros contrapuestos tales como la fluidez de las relaciones, las diferencias incompatibles, el azar de los encuentros, la impredectibilidad?”.
Esta realidad irremediable del accidente, de lo inesperado, nos obliga y nos invita a imaginarnos un camino de cómo vivir con algo que no está bajo nuestro control.
Por otra parte, nos invade la insatisfacción, como la sensación de que nada nos basta, nada nos es suficiente.
Queremos más de los mismo
Queremos más, siempre. Es el hiperconsumo del que habla Gilles Lipovetsky y que permea todo lo que hacemos: nos separamos y seguimos buscando el amor ideal o compramos el último juguete, que se vuelve obsoleto muy rápidamente, para reemplazarlo al instante.
Esto puede volverse infinito, imparable, pues el aburrimiento es insaciable.
Pero como todo llega a un límite, muchos se están saturando y están empezando a pasar cosas que dibujan un panorama optimista.
Está tomando fuerza un concepto que tiene mucha actualidad: la sostenibilidad. Ese es un camino de futuro posible. Volver a lo básico, a lo suficiente. Y eso, paradójicamente, requiere mucho trabajo: es ir y venir, sintetizar, recoger, desprenderse.
Disfrutar de los instantes de felicidad intensa. Atesorarlos. El deseo volverá a estar cercano, en el de al lado, no en el de afuera, ese que está lejos o en la pantalla…
Esta decisión –lo es– permite, además, que la incertidumbre pase a un terreno más amable, más satisfactorio, donde ese vacío futuro se llenará viviendo con lo que hay, sin que renunciemos a nuestras búsquedas que adquirirán, consecuentemente, otro tono.
Porque en ese camino de regreso tendremos que desmontar esa idea de que la vida está exenta de dolor, de fracaso, de desamor y de miedo. Cabrán el error, la torpeza y la imperfección, el divorcio y el suicidio, también como posibilidades.
Nuestro futuro como humanidad
No podemos negar que, si bien muchos terminarán por darles lugar a sus angustias, nos seduce la idea de la perversión, del transgredir, correr los límites, explorar sin pensar en las consecuencias.
Aunque nos aterra cuando una persona con nombre y apellido empieza a dispararles a otros, vestido de Guasón en una función de Batman, también miramos fascinados cómo un asesino de psicópatas como Dexter –aunque sea de la televisión– hace lo que nosotros no seríamos capaces y lo defendemos diciendo que se deshizo de los “malos”, que hizo justicia.
Incluso, justificamos que el protagonista de Breaking Bad, Walter White, venda metanfetaminas y todas esas drogas químicas ilegales, porque sabemos que lo está haciendo por dejar a su familia con los suficientes recursos para cuando él muera de la enfermedad incurable que padece.
Allí, en esa delgada línea, nos movemos –y seguiremos haciéndolo– con un ambiguo sentido del bien y el mal.
Los deseos más profundos de todos
Los griegos lo dijeron, como nos lo recuerda la psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco en su reputado texto El rostro de la perversión: el perverso existe porque actúa los deseos más profundos de todos.
El perverso hace lo que los otros alcanzamos a hacer solo en sueños. Es más, la perversión existe porque la hemos podido nombrar, describir y escribir, dice Roudinesco señalándonos al Marqués de Sade.
Por eso, en el reino animal no existe. La civilización se ha construido y seguirá haciéndolo a partir de las preguntas que la gente se hace y que la perversión solo se ha limitado a mostrar, como una guía en el camino.
Para eso también está la historia. Al escritor Oscar Wilde lo encarcelaron por ser homosexual. La sociedad misma va corriendo esos límites, de lo que es perverso y lo que no.
Paranoia colectiva y conspiración
No obstante, hay quienes piensan que hay una tendencia hacia la paranoia colectiva, el sentimiento de conspiración permanente, de terrorismo, que ha creado una especie de delirio masivo con consecuencias inesperadas como las horribles matanzas.
¿Podríamos ver a cientos de Breiviks –aquel temible psicópata noruego– asesinando a diestra y siniestra? En ambos escenarios, real e imaginario, como nos lo muestran las series de ficción televisiva, se habla de delirios de grandeza, de persecución, de conspiración, de paranoia.
Todo esto se enmarca dentro de lo que Freud definió (y sigue tan vigente) como Psicología de masas. ¿Quiénes mejor que los líderes y antagonistas de nuestra historia para darles cara a estos miedos que describe la gente?
El cine sí que ha sacado provecho de este fenómeno al sublimar, en las pantallas y sus ficciones, los delirios de seres de carne y hueso que están entre nosotros, producto de nuestra historia.
Tenemos algo de sociopáticos
Pero lo delirante no siempre es amenazante, no siempre es persecutorio y solo se vuelve así cuando hay un perseguidor y alguien con la necesidad de ser perseguido.
En ese sentido, hablar de sociopatía colectiva, la acción de cometer actos de violencia sin remordimiento alguno, no parece ser algo que vaya a ser una norma, aunque cause un efecto tan espectacularmente mediático.
Lo que sí es cierto es que todos tenemos algo de sociopático en nuestro propio actuar, algo que tenemos que mirar con lupa: la mentira, el daño y el engaño son parte de esos comportamientos que tenemos y que, conscientemente, sabemos que traerán consecuencias.
Lo que diferencia a un criminal del otro es el sentimiento de culpa y la necesidad de reparación. Mientras exista, no se habrá cruzado el umbral.
Pero seguirá la duda de, por ejemplo, dónde situar a un corrupto. Los terapeutas tendrán el reto de seguir definiendo conceptualmente el límite entre hacer el mal y la enfermedad mental, pues todavía sigue siendo insuficiente, es una delgada línea en la que todavía se está en pañales y que le dará muchas luces también a la legislación.
Una pantalla para proyectar nuestros miedos
Es claro, en todo caso, que lo que está pasando ahora es lo que nos está mostrando el camino de lo que va a pasar. Habrá nuevas perversiones y el deseo siempre estará ahí, la pregunta es dónde se va a poner.
Lo virtual es una de las formas en donde los deseos se realizan hoy, sin ser exactamente una actuación en la realidad. Antes, los libros eran esa pantalla de proyección que muchas veces había que mirar con una linterna debajo de las cobijas.
Les siguieron el cine y la televisión. ¿Será suficiente esta forma de realización de las fantasías? ¿Cuáles serán nuestras ansiedades y nuestros miedos, y cuál la pantalla de proyección?
Son preguntas imposibles de contestar en este instante, sin embargo, la filosofía posmodernista ha abierto las puertas.
La gente, en todo sentido, está saliendo del clóset y las redes han cambiado parte de la forma de relacionarnos. Siempre se piensa que la vida es cíclica, que vienen momentos liberales seguidos de movimientos conservadores, tormenta y calma.
Pero ¿qué viene después de este ejercicio liberador? Muchos piensan que no será un ejercicio conservador como lo entendemos ahora, sino otra cosa: volver a lo básico, a hablar y oír, como lo propone Nassir Ghaemi, psiquiatra académico especializado en trastornos bipolares del Tufts Medical Center en Boston, al invitarnos a dejar un poco de lado la especialidad con la que tanto nos vanagloriamos y volver a mirar la totalidad. Y, para ello, como nos lo sugiere Roudinesco, usar la palabra hablada, esa que le dio voz a la perversión, como exponente de los miedos, fantasmas y anhelos.
Reconocer al otro, una respuesta atemporal
La subjetividad es la teoría que mejor define en lo que estamos y lo que vendrá. El reconocimiento del otro más allá de cómo queremos que sea.
No es solo lo que me imagino del otro, es también lo que el otro es en sí, y sobre todo, lo que no conozco del otro y, quizá, nunca vaya a conocer.
Así, ese movimiento que vendrá no será volver al Yo, ni al narcisismo, a esa carrera por los logros personales. Será una mirada transcultural y social.
Será pensar no solo en el otro, sino en los demás (y allí estoy yo, el otro y todos). Y es claro que el calentamiento global, el hambre, la guerra y la conciencia del amor, desamor o la soledad nos pondrán inevitablemente a pensar en los demás.
A diferencia de generaciones anteriores cuando podía planearse cómo sería el mañana –un matrimonio largo, un trabajo para toda la vida, ¡una pensión!– para nosotros todo eso suena a espejismo.