¿Los masones ya no asustan a nadie?

La masonería envejeció, y emprender la búsqueda de los masones parece un viaje hacia el pasado, una tarea arqueológica o una exploración de museo.
 
¿Los masones ya no asustan a nadie?
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Javier Darío Restrepo

Revista Diners de abril de 1981. Edición Número 133

Decir masón era tanto como mencionar lo diabólico. Nadie dudaba de sus presuntas profanaciones de hostias o de sacrificios a bestias y de niños.

Por lo menos una vez a la semana los dos mil quinientos masones que existen en Colombia se reúnen en sus templos a la luz de su candelabro de siete velas, se sientan dibujando un ángulo recto que se completa en triángulo con la línea que forma, al frente, el trono del gran Maestro y alrededor del altar de los símbolos: el compás y el triángulo. Se trata de signos que según ellos “hacen trascender la doctrina de la institución al espíritu de los asociados”.

Esta descripción de la tenida forzosamente resulta incompleta y tal vez inexacta, porque si algo vela un masón es “lo que pasa ahí”.

Sin embargo, este sigilo ha hecho crecer alrededor de los ma­sones un bosque de leyendas y de fantasías. A través de la historia, a las logias masónicas se les han atribuido profanaciones, crímenes, orgías y tenebrosas conspiraciones. Pero, además, ese secreto les ha dado una atractiva aura de misterio a los grupos masónicos. Así le ocurrió al adolescente que se encontró, deslumbrado, frente a la pomposa guardia fúnebre que montaban los masones de Bogotá alrededor del cadáver del general Benjamín Herrera. Maravillado por esa experiencia que le había permitido mirar cara a cara a los hombres del misterio, todos ellos ataviados con sus mandiles de seda y oro y sus espléndidos collares de metal, ese joven­zuelo ingresó al primer grado de la masonería. Desde entonces los recorrió todos y hoy ostenta el título de Soberano Gran Comendador del Supremo Consejo del grado 33 para Colombia.

En su vida corriente, Carlos A. Rosas es director de publicaciones del Instituto Nacional de Salud, pero en su vida de masón grado 33, es jefe autónomo de las seis provincias masónicas de Colombia y el número uno de los 2.500 colombianos que visten mandil y portan el collar de triángulos. Cuando converso con él en su casa situada en un barrio de clase media al noroccidente de Bogotá, comprendo que pongo a prueba su cortesía y sus reflejos condicionados con mis tercas preguntas sobre la naturaleza de sus ceremonias; por eso, la visión final que obtengo de una tenida masónica es sólo fragmentaria y tan vaga como si fuera observada a través de una espesa tela.

Las tradiciones
Los masones de hoy siguen atados a viejas tradiciones y creencias que mantienen con la misma fidelidad con que un católico profesa su fe en la existencia del infierno, en la infalibilidad del Papa o en la virginidad de María. Esos 2 mil 500 colombianos masones afirman sin pestañear que su origen se remonta a los días en que se construía el templo de Jerusalén; aseguran que en las pirámides de Egipto han sido hallados símbolos masónicos; explican las fugas del general Antonio Nariño de los puertos y cárceles de Europa como el resultado de unas bien planeadas operaciones de rescate urdidas por las logias masónicas; admiten que la masonería es una importación inglesa que llegó a estos países con la Legión Británica.

Según ellos, nuestros próceres se hicieron masones por una razón práctica: obtener aliados y cooperadores en la corte inglesa para todas sus gestiones en favor de la libertad. Por eso comenzaron a figurar en sus libros secretos los nombres de Bolívar, Miranda, Nariño, Santander, José de San Martín, Bernardo O’Higgins, Miguel Hidalgo, Benito Juárez, George Washington, Benjamín Franklin, Abraham Lincoln y José Martí. Y más tarde Manuel Murillo Toro y José Hilario López. Aún hoy mantienen la convicción de que el príncipe consorte de Inglaterra viste mandil y collar y que algunos de los grandes conductores mundiales hacen parte de alguna logia.

Entre los colombianos recientes mencionan al expresidente Eduardo Santos y al expresidente Darío Echandía. Al ministro de gobierno Germán Zea Hernández y a figuras como Álvaro García Herrera, Nicolás García Rojas, Vicente Laverde Aponte, José Gómez Pinzón, Álvaro López Holguín, Eduardo López Obregón, César Ordóñez Quintero, Simón Bossa López, Eugenio J. Gómez, Eduardo Rodríguez Piñeres y Abraham Mora Sánchez, y entre las jóvenes figuras del país mencionan al nuevo Viceministro de Comunicaciones, Camilo Llinás, de quien un Gran Maestro reveló al periodista que “había sido aceptado en principio”, y el precandidato liberal Alberto Santofimio, iniciado en una logia de Ibagué y responsable de una decisión en el mundo masónico tolimense.

De las actividades masónicas del expresidente Alberto Lleras dice el Soberano Comendador que fueron “extravíos de juventud”, y si el expresidente Alfonso López Pumarejo no figura en la galería masónica ello se debe a que la invitación que le hicieron para ingresar fue respondida por él con una perentoria observación: no soy capaz de guardar secretos. Ante eso los masones se sintieron incapaces de recibirlo.

Los clérigos masones
A pesar del rechazo masónico a la Iglesia Católica, varios sacerdotes y obispos han sido masones. Desde Juan Fernández de Sotomayor, cura de Mompós posteriormente obispo de Cartagena, miembro de la logia “Las tres virtudes teologales” en 1809 y de la logia “Beneficencia” en 1822, hasta los padres Manuel María Alaix y Antonio María Amézquita en 1850. En la época de la Independencia parecía corriente que un clérigo masón, sobre todo entre los que pertenecían al Ejército Libertador. Los capellanes militares de Bolívar, José Félix Blanco, Pablo Lobatón e Ignacio Mariño alternaban sin escrúpulos casullas y mandiles. Los masones de hoy recuerdan a 40 clérigos así, incluidos obispos como Fernando Caycedo y Flórez, de Bogotá, y Mariano García y Juan de la Paz Gómez Plata, de Medellín.

En las logias de Cartagena llegaron a figurar 12 sacerdotes y 3 en la de Santa Marta. En las logias de Bogotá los clérigos encontraron una singular afinidad con los masones que combatían a muerte a los jesuitas. Fueron dos sacerdotes, Juan Nepomuceno Azuero y Manuel María Alaix quienes también firmaron la petición de expulsión de los jesuitas en 1850. Los masones como José María Samper vengaban con esa demanda el rigor con que los jesuitas les habían impuesto prácticas religiosas en los tiempos de colegio, la ayuda de éstos al partido conservador y “sus costumbres grotescas”; por eso en la logia Tequendama No 11 se juró odio eterno a la tiranía y a los tiranos y “guerra a la Compañía de Jesús”.

Esa guerra a muerte se trasladó con frecuencia a la cabecera de los lechos de los agonizantes. Cuando un masón entraba en agonía provocaba, sin proponérselo, una colérica batalla entre sus hermanos de logia, que cercaban su dormitorio y su casa, y el cura vecino que pugnaba por llegar hasta el lecho con los santos óleos y sus mejores argumentos para convencer al agonizante sobre la necesidad de una última confesión. Para el sacerdote era una batalla definitiva en que se trataba, ni más ni menos, que de arrebatar un alma al demonio de la masonería; para los masones se trataba de impedir que un hermano cayera bajo el dominio del oscurantismo y el fanatismo.

Si el sacerdote no vencía en ese combate, las represalias se hacían sentir a la hora de los funerales y en el sitio de la sepultura ¡Nada de honras fúnebres y nada de tierra bendecida para el masón muerto en su ley! El código de derecho canónico prohibía funerales y sepultura para los masones en los templos y cementerios católicos. La muerte de un célebre escritor y periodista-reconocido como masón-hace algunos años, estuvo rodeada por esa pugna. Los tradicionales funerales en la Iglesia de San Diego fueron severamente prohibidos y la presencia de un monseñor-amigo personal del difunto- en el desfile fúnebre fue considerada como un escándalo.

“¿Hoy continúa esa lucha por los agonizantes?”, pregunto al Soberano Gran Maestro Rosas. La respuesta me suena evasiva, pero algo debe haber cambiado porque el número uno de la masonería colombiana me asegura que la presencia de un sacerdote cerca de un masón en agonía es asunto que corresponde definirlo a la familia.

Los “antiguos límites”

Hay otras tradiciones masónicas que se mantienen intactas a pesar del paso del tiempo. De muy atrás viene, por ejemplo, el rechazo a las mujeres en las logias masónicas; o familiares de los masones sólo tienen acceso como invitados, a las tiendas blancas- reuniones con ocasión de alguna celebración especial- o a las tenidas fúnebres, pero nunca a una tenida ordinaria y mucho menos en calidad de masonas. Algunas entusiastas mujeres francesas y mejicanas, por su cuenta, han organizado logias de mujeres y han nombrado Gran Maestra, pero se trata de entidades no recomendadas oficialmente por la masonería.

¿Por qué? Si usted formula ese interrogante no le darán razón alguna; simplemente le remitirán a las antiguas tradiciones. Esas mismas tradiciones prohíben el ingreso de cojos y de mancos a las logias: y aunque todos los masones en el mundo han jurado ante el Gran Arquitecto del Universo la defensa de los principios de libertad y de democracia, de hecho aplican estas normas discriminatorias para mujeres, cojos, mancos y ancianos en nombre de sus “antiguos límites”.

Hay otras discriminaciones menores que han resultado de tradiciones locales. Una fuente masónica consultada por el periodista anotaba, por ejemplo, el rígido liberalismo de las logias bogotanas en donde un conservador no tiene cabida. Además, agregaba, “son logias aristocráticas, cerradas a candidatos de humilde extracción”. El dato resultó confirmado por la información del Gran Maestro Rosas, según la cual cada masón bogotano paga mensualmente un mínimo de dos mil pesos a su logia.
En cambio, en Cartagena -bastión de la masonería colombiana y por mucho tiempo sede de logias rígidamente clasistas-, usted puede encontrarse con un hermano masón que embola zapatos en el Portal de los Dulces.

La “fraternidad masónica”
Ha sido uno de sus argumentos más convincentes. Un Gran Maestro que ha viajado por Europa me dice, todavía abrumado por los recuerdos, que los masones colombianos apenas entrevén lo que significa esa fraternidad. En su caso personal conserva la experiencia de las atenciones recibidas en Inglaterra cuando su esposa dio a luz atendida por médicos masones en una clínica masónica.

Las conexiones con banqueros de renombre vinculados a entidades dominadas por masones, las becas para estudios en universidades europeas, etc. Esos ejemplos se multiplican y amplían hasta darle a la masonería ese aspecto de poderosa fraternidad que ha convencido a muchos de que ingresar en una logia es quedar bien conectado y listo para el ascenso en la vida social. Y es así. En la actualidad hacen parte de las logias influyentes miembros del gobierno, de los bancos, del ejército, de las corporaciones financieras y de empresas como el Acueducto, o la Energía de Bogotá o de empresas periodísticas; y un encuentro en el seno de una logia tiene más fuerza que el fugaz contacto en un coctel, o la entrevista forzada por una carta de recomendación; no por una simple solidaridad institucional, sino porque los hermanos masones son conscientes de que aún en 1981 son combatientes de la misma causa.

La causa masónica
En 1875 el Congreso Masónico de Lausana decía que “nos proponemos combatir la ignorancia bajo todas sus formas; la nuestra es una escuela de obediencia a las leyes del país, de vida con honor, de práctica de la justicia, de amor a los semejantes, de trabajo sin descanso en bien de la humanidad por su emancipación progresiva y pacífica”.

Esos principios inspiradores de la acción masónica han tenido mayor o menor vigor según su aplicación a las circunstancias políticas y sociales de cada época y lugar. En la masonería colombiana de hoy, por ejemplo, no es necesaria una excepcional agudeza para advertir la presencia de dos grupos opuestos. Un grupo tradicionalistas que enciende semanalmente sus candelabros y lleva a cabo sus reuniones de acuerdo con el rito escocés antiguo y aceptado; que observa las viejas normas de secreto e impone a sus miembros tradicionales tareas de investigar sobre el 3, la escuadra o la pirámide.

Allí se discute sobre símbolos, viejas prácticas y antiguas tradiciones mientras en otras logias el ceremonial se mantiene pero no como actividad única. Es el movimiento progresista dentro de la masonería. Organizan almuerzos que permiten contactos con los que se extiende la influencia masónica; no es raro que personas de importancia en la vida nacional resulten invitadas a exponer sus puntos ante un grupo heterogéneo de personas, que no son otras que masones interesados en algún aspecto económico, político, social o militar de la vida del país. Así le ocurrió al general Camacho Leyva quien, sin embargo, estaba bien informado: “sé qué hacen, quiénes son y de qué se trata aquí”, les dijo a los sorprendidos y regocijados masones que lo habían escuchado disertar sobre orden público e instituciones.

Los masones que en el pasado marcaron una línea progresista, hoy pueden identificarse como conservadores del statu quo. Trabajan intensa y calculadamente para que el país no se desboque hacia las soluciones socialistas, con el mismo apasionamiento con que ayer combatían la solución clerical o conservadora. Para obtener ese objetivo estudian la vida nacional, aprovechan sus cargos de influencia, desde donde llevan a cabo tareas específicas adoptadas en el curso de sus tenidas y, si es el caso, entregan su dinero. Hay actividades en las que encuentran mayores posibilidades: la política, por ejemplo; las finanzas o la educación. Para ellos la Universidad Libre es un logro masónico y lo han sido leyes que protegen la libertad y la democracia.

Sin embargo, existe una silenciosa pugna interna que les impide actuar más ampliamente y que podría desembocar en una división de la Gran Logia. Un grupo de masones no está conforme con la orientación tradicionalista que actual Gran Comendador le ha dado a la masonería colombiana y preferiría una gestión más dinámica y menos ceremonial, aunque ellos significara una sanción. Para ellos, los tradicionalistas no están en nada y se ha llegado hasta el extremo de pensar en fundar “logia” aparte.

Esa pugna es significativa. Tanto como la edad promedio de los masones colombianos, los 45 años. Uno y otro dato revelan que el espíritu masónico no se ha enmohecido aunque ya no inspiren terror a las beatas ni exhiban el brillo luciferino que en el pasado los hizo tan atractivos e intrigantes.

         

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junio
2 / 2016