El desencanto del matrimonio

Tal vez no todos los matrimonios sean así como el que relata Alfredo Iriarte en esta historia, pero de seguro lo va a hacer pensar sobre la decisión de comprometerse hasta la muerte con una persona.
 
El desencanto del matrimonio
Foto: Unsplash/ CC BY 0.0
POR: 
Alfredo Iriarte

Mi amigo Leopoldo N.N nació y vivió en algún lugar de este hemisferio. Contrajo matrimonio indisoluble con una vasca de buen ver, apetitosas turgencias, elevada estatura y recia complexión. Su nombre de soltera: Begoña Irragoilokeitia Errandonea. Lugar de nacimiento: Mondragón, provincia de Guipúzcoa. Hija legítima de Kepa Irragoilokeitia, esforzado pelotari, separatista furibundo y honrado comerciante en badanas, y Mirenchu Errandonea, veterana cocinera, e, igual que su marido, tragaldabas insaciable.

En sus mocedades Kepa fue, como queda dicho, as de la pelota vasca, Y, como si eso fuera poco, varias veces campeón de levantamiento de piedras. En una de esas competencias, celebrada en Azpilkueta, Mirenchu lo conoció y quedó loca de amor cuando Kepa alzó el bloque más pesado y lo mantuvo en alto sin desfallecer por más de ocho minutos. Poco después se casaron y los nueve meses nació rolliza y sonrosada Begoña, cuya voracidad lactófaga aventajó sin dificultad la de los más ávidos terneros de la comarca, y por suerte nunca se vio defraudada gracias a los torrentes inagotables que manaban de los macizos pectorales de Mirenchu.

Pero esta dicha duró poco. Cuando apenas cumplía dos años de unión la pareja, estalló la Guerra Civil Española. Kepa se alistó en las filas de la República y se batió como una fiera en diversos frentes hasta que terminó la contienda con el desastre de su causa. Todos dieron por acabada la guerra menos él. Estaba empecinado en irse a Madrid a degollar a Franco con sus propias manos. No poco trabajo costó a sus compañeros disuadirlo de este designio de kamikaze y encaminarlo a Francia por un escabroso camino pirenaico con su mujer y su niña. Más tarde se embarcó rumbo a América, donde amasó una mediana fortuna en la manufactura de mondadientes. Begoña creció fuerte y lozana y una noche conoció a Leopoldo en un baile de beneficencia que daba el Centro Vasco. Le enseñó a bailar el aurresku y en pocas horas se enamoró con ternura materna de aquel antropólogo canijo y alelado, corto de vista y estatura, que mostraba todos los rasgos de su hombre ideal. Pronto se casaron y no tuvieron hijos. Lógicamente, amigos y familiares coincidieron en absolver del insuceso a la vigorosa Begoña y echarle toda la culpa a Leopoldo.

Desde que Leopoldo y Begoña retornaron de su viaje de bodas, quedando atados para siempre a la rutina sagrada de Kepa y Mirenchu: el almuerzo familiar de los sábados a base de los mejores platos de la cocina vasca, enriquecido no sólo la experiencia de Mirenchu ​​y Begoña, sino por la presencia puntual y Sigilosa de Lácydes Moreno Blanco, reputado como uno de los más deslumbrantes alquimistas culinarios de todos los tiempos. Con todas las trazas de un duendecillo benéfico, Lácides llegaba con paso inaudible a la cocina de Irragoilokeitia, vertía mágicas gotas de sapiencia sobre ollas, cacerolas y marmitas, y partía, sonriente como siempre y deseando buen apetito para todos.

Fieles al sagrado compromiso semanal, que a espaldas de Begoña, Leopoldo llamaba “el servicio militar obligatorio”, todos los sábados partían marido y mujer hacia la morada de Kepa y Mirenchu, que desde cien metros de distancia bien podría guiar a cualquier visitante con los olores exquisitos emanados de las viandas que se cocían y sazonaban bajo la mano experta de la matrona y la divina inspiración de Lácides.

Los comensales fijos eran los del cuarteto familiar, y los ocasionales un pequeño grupo de vascos y nativos. Y el encanto de esas reuniones sabatinas empezaba a aflorar desde su comienzo mismo. Madre e hija no participaban en la tertulia porque se retiraban a la cocina a vigilar el proceso y a conservar obsesivamente sobre temas atinentes a la comida. Y era en este punto cuando comenzaba lo bueno.

El sufrido Kepa había pasado siempre la semana en silencio casi total administrando su fábrica y dando instrucciones lacónicas a sus operarios. Llegaba a casa al final de cada tarde y no podía hablar porque Mirenchu no le contestaba o le respondía en forma desabrida. Entonces recurría al consuelo de la televisión, cuya pantalla lo petrificaba de sueño antes de media hora. Más tarde, su mujer lo volvía a la realidad con un grito destemplado, Kepa brincaba creyendo había caído en una emboscada fascista, y dando tumbos se dirigía a su cama.

Al día siguiente madrugaba, leía un diario desayunar a toda prisa y se iba a su trabajo. De modo que el sábado al mediodía, cuando llegaban los convidados, Kepa entraba en la erupción verbal, y como la imaginación nunca dio para mucho, todos los sábados sin excepción, a lo largo de los años, y animado Por las libaciones de un tintorro espeso, administrado a sus invitados la misma tabarra infinita, que más parecía una larga grabación por la ausencia absoluta de variaciones. Imperturbable ante las imprecaciones de esposa e hija y la somnolencia progresiva de los presentes, Kepa narraba cada sábado la batalla del Ebro con una minuciosidad exasperante. Lo único que cambiaba de una semana a otra era el número de enemigos muertos en la histórica refriega. Siempre se discriminaban entre combatientes españoles, jinetes moros y voluntarios italianos y alemanes. Lo demás seguía igual durante los aperitivos y el almuerzo, y se prolongaba con escasa piedad y mucha alevosía.

Pero la lata inmisericorde de su suegro era apenas parte del viacrucis semanal de Leopoldo. Padre y la madre políticos atacaban a dos fuegos. Mientras Kepa insolaba a sus huéspedes con la batalla del Ebro, Mirenchu ​​y Begoña les embutían las exquisiteces vascas como cebando gansos para Nochebuena. Primero llegaban los platos de “piparrada”, que es una rica mezcolanza de huevos, vegetales diversos, jamón, tocino grueso, cebollas, ajos y otros ingredientes. A veces, en su defecto aparecía la imponente “purrusalda”, sopa poderosa compuesta de grandes lonjas de abadejo, puerros y patatas. En este punto, algunos de los invitados ocasionales agradecían y elogiaban el almuerzo, pero se topaban con el cariñoso regaño de Mirenchu y Begoña que les aclaraban que eso era apenas un simple aperitivo. Cundía el terror. Kepa, sin perder el hilo de la batalla, escanciaba más vino, hasta que hacía su aparición una humeante “escudella” (cocido de chorizos y patatas).

A estas alturas, Leopoldo empezaba a ponerse violáceo. Y cuando los convidados ocasionales agradecían de nuevo el agasajo, Kepa abría un paréntesis en la guerra para llamarlos a gilipollas y advertirles que aún faltaba lo mejor de la tragantona. Los desventurados imploraban clemencia pero nadie los oía. Había pausas en la deglución, mas no en la batalla, puesto que el dueño de casa seguía relatándola mientras trituraba un centollo relleno, ya que él no se daba tregua, ni en la comida, ni en la narración. A esta hora, salvo Kepa su mujer y su hija, todos empezaban a sentir los embates de la dispepsia. Entre tanto, Leopoldo añoraba con nostalgia la plumilla redentora de los antiguos romanos, y se sentía invadido por las delicias del sopor mientras Kepa derribaba, por nonagésima nona vez, un stuka nazi de la legión cóndor.

Y a esta sazón llegaba el momento dramático; el momento de la verdad; el advenimiento del “seco” que llamamos en Bogotá. Pues bien: el gigantesco “seco” era un bacalao entero al “pilpil“en salsa verde a base de almendras, perejil, ajo, y aceite de olivas, capaz de causarle severos trastornos gástricos a cualquier cetáceo, mas no a la familia Irragoilokeitia.

Los convidados, incluido el infeliz Leopoldo, pujaban como dementes hasta que ya no podían más, se ayudaban con sus porrones de vino, y finalmente claudicaban, mientras Kepa hacía otra pausa en la batalla del Ebro para censurarles acremente su “gilipollez”.

A todas estas, Leopoldo escapaba furtivamente al baño para aplicarse una buena dosis de bicarbonato. Al regreso, pedía permiso para retirarse a hacer una larga caminata de terapia preventiva. Después de seis kilómetros de fatiga, volvía un poco más aliviado. Reputados internistas y cardiólogos le dijeron más de una vez que a esa sana costumbre debía el estar aún en el reino de los vivos. A Propósito de ello, no fueron pocos los Invitados de estos almuerzos que salieron directamente a tenderse para siempre en Ataúdes de Caoba. Por supuesto, sus anfitriones Jamás dejaron de asistir a estas ceremonias fúnebres. Y amanecían los lunes. Leopoldo, ya repuesto de los excesos sabatinos, salía a dictar clases a la universidad y llegaba a almorzar a su casa. Oigamos este diálogo entre los dos cónyuges, que se repitió durante veintitantos años entre lunes y viernes:

– Mi amor: ¿me alcanzas, por favor, la mantequilla?

– ¡Por ningún motivo! ¡Ese abuso desaforado de las grasas animales con toda su carga de colesterol es lo que te va a llevar a la tumba, idiota!

– pero, amorcito… si eso fuera cierto, hace años que ya habría salido derecho de casa de tus padres hacia el camposanto…

– ¡Cállate, estúpido! ¡Malagradecido! ¡Comes como un rey donde padres y luego vienes aquí a renegar de ellos! ¡Gamberro! ¡Golfo!

– Bueno; cambiemos el tema. Pásame, entonces, el pan sin mantequilla.

– ¡Tampoco! ¡Si te sigues rellenando de pan, vas a seguir engordando como un puerco!

– Entonces, ¿de qué me voy a alimentar?

– Ahora tengo para ti una dieta maravillosa. La del doctor Hamilton: ensaladas de berros, lechugas, tomates, zanahorias y rábanos sin aceite, con un complemento de mogollas de salvado. Nada más.

– ¿Y qué hacemos con los almuerzos de tu madre?

– ¡Toito te lo consiento, menos faltarle a mi madre/ Que madre no hay sino una, y a ti te encontré en la calle!

-Está bien, cariño. Entonces te hago una propuesta para que de una vez prevengamos la gordura y esta dieta cruel: que en lo sucesivo me excuses de seguir asistiendo a los almuerzos de los sábados…

-¡Atrévete, desgraciado! ¡Atrévete, insecto, para que sepas lo que es una vasca vengando el honor de su familia!

-Bueno, mi corazón; cálmate y pásame la ensalada, pero con un poquitín de aceite.

-¡Nada! ¡Te lo comes como está! ¡Con sabor de tierra y surco a ver si no te sigue creciendo esa barriga tan indecente! Y ya lo sabes: ¡El sábado en casa de mis padres a las doce! A propósito, me ha dicho mi madre que el bacalao que van a preparar para ese día mide un metro con veinte.

Leopoldo llegó puntual a la cita de la gula. Antes del bacalao King-Size hubo centollos, purrusalda, escudella y piparrada. Leopoldo estuvo presente en todos los platos. Las hambrunas vegetarianas le habían estimulado algo el apetito. Tomó su bicarbonato y salió a caminar. Estaba más rojo que de costumbre. En un parque cercano lo hallaron muerto. El colapso letal que lo venía acechando desde veinte años atrás, fue esta vez más poderoso que los recorridos calisténicos.

Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 230 de mayo de 1989

         

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noviembre
16 / 2018