11 cosas que probablemente no sabía del 20 de julio
Abelardo Forero Benavides
El mes de julio es el mes de la libertad. Paradójicamente lleva el nombre de un dictador romano, que conquistó las Galias, un hombre calvo, delicado y epiléptico. La toma de la Bastilla se verificó el día 14 de julio y con ella se abre una etapa nueva en la historia mundial. “El día de gloria llegó”.
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En América se encendió en julio esa flor de fuego. El 20 de julio es el primer día en el ensangrentado proceso de nuestra independencia. Veamos cómo:
Así comenzó el 20 de julio
Son las cinco de la mañana. Se oyen las campanas de San Carlos y San Francisco convocando a la misa a los fieles tempraneros. Esas campanas, dentro del silencio matinal tienen un acento de ultramundo y parecen ser la voz solemne de alguien que desde lo alto de las torres está haciendo vigilia por los muertos. Su tañido despierta al propio sacristán, trasnochado y sonámbulo, agarrado inconscientemente de sus rejos.
Sombras menudas, arrebujadas en las mantillas y pañolones, salen de los corredores y se deslizan silenciosamente hacia las iglesias. A veces se evapora en las paredes como si fueran ánimas benditas y se dirigen, después de haberse persignado en la pila, a encender devotamente una vela de sebo frente al cuadro de las ánimas del purgatorio.
En medio de las llamas se debaten exánimes, con los ojos anegados de esperanza, las figuras de esos pecadores imaginarios que el pintor colonial Ilevo al lienzo. Una fila de velas gotea sus lágrimas pesadas en frente a los atormentados. Y en el ámbito se oyen los ecos de los latines: Miserere nobis, ora pro nobis.
Una imagen de Cristo, coronado de espinas, ha pasado toda su noche en frente de una lámpara de aceite, que piadosa acompaña su agonía.
Los símbolos de la obediencia
La luz matinal ilumina lentamente la plaza durante el 20 de julio. Van adquiriendo forma las casonas congregadas ahí, a lo largo de tres siglos, por arzobispos, presidentes, alcaldes, virreyes y regidores.
Allí están congregados, en ocho mil metros cuadrados, todos los signos de la obediencia: el temor a Dios, el temor al Estado, el temor a la cárcel.
Se encuentra el altar, el confesionario, el supremo juzgado, el Colegio de San Bartolomé, el emblema real, los grillos, la entrada al potrero de las mulas.
Recortando su perfil sobre el sombrío perfil de los cerros que le sirven de fondo, la catedral con sus torres recientemente reconstruidas. La capilla del Sagrario y la casa de los canónigos, en donde se deliberó a propósito de la prisión de Don Antonio Nariño, tesorero de diezmos y donde ha penetrado un diablo picarón en la persona del Magistral Andrés Rosillo, ahora detrás de las rejas.
El paisaje
En el otro costado se halla la “cárcel chiquita”. Los transeúntes pueden conversar con los presos, oírles sus miserias y regalarles una jícara. Miran con ávidos ojos hambreados hacia los balcones de la Audiencia, para saber si alguien se conduele de su suerte y si los jueces han estampado los cien sellos y rúbricas indispensables en todo expediente español.
A diez pasos de la cárcel chiquita se halla el cabildo grande, que no tiene sino dos arcos que convergen pobremente hacia una columna de piedra y le dan forma al balcón a donde se asoman los regidores.
Y volteando la esquina se levanta la casa virreinal con un largo balcón que no exhibe ningún fasto. Allí vivió la futura condesa de Ezpeleta y ahora la habita Doña Francisca Villanueva, encargada de despertar al virrey y darle consignas de energía.
La Audiencia pasó a ser la ciudadela de los “chapetones”. El cabildo el refugio de los criollos de alta clase. La vocación política estaba delimitada por esos breves pasos. Se trata de mojones invisibles.
No se puede aspirar al traslado de la casa de los arcos, a la casa de los cuatro balcones y mucho menos a la casona virreinal. Tan vecinos en sus despachos, tan distantes en el origen y requisito de sus cargos.
Los momentos previos
Para ocupar la averiada casa virreinal se necesita ser español de origen, haber conquistado en la Península burocráticas preeminencias. Ser conocido de Floridablanca o de Godoy.
De ahí que llegar a la casa de los cuatro balcones es indispensable el conocimiento de las leyes, “no estar manchado de tierra”, absurda expresión con la que degradaban los españoles a sus propios hijos, nacidos en América.
Por eso,ocupar el cargo de regidor perpetuo hay que pertenecer al “cogollo” criollo y pagar una buena suma a cambio de la satisfacción de manejar los intereses del común.
El día del mercado llega el pueblo conduciendo sus mulos y jamelgos sumisos que ocupan la plaza. La majestad provincial se pierde por unas horas, con los toldos, los bultos, las pesas y medidas, las panelas, las ruanas y los sombreros de jipa.
Un chapetón bondadoso e irascible
En una de las esquinas tiene su tienda Don José González Llorente, nacido en Cádiz, casado en Santa Fe con Doña María Dolores Ponce, quien tenía once hermanas solteras. Don José es hombre de buenas costumbres, estimado en su hogar. Es el director del hospicio y organiza a nombre del comercio, imponentes ceremonias religiosas.
En 1808 al sentirse enfermo redactó su testamento y nombró como albaceas a Don Camilo Torres y Don José María Márquez. Después se arrepintió y revocó el nombramiento hecho en la persona de Don Camilo.
Don José conocía correctamente el inglés. Esa circunstancia hizo posible, lo que parece inverosímil, que después de unos meses fuera llamado por los patriotas que lo designaron traductor oficial. Tenía un defecto: era irascible, no controlaba sus reacciones y movía su lengua con ácida desenvoltura. Esa es la causa de su infortunio.
A las doce del día – dice Don Francisco José de Caldas -, Don José Llorente, español y amigo de los opresores de la libertad, soltó una expresión poco decorosa para los americanos.
La rabia del 20 de julio: contra José González Llorente
Esta noticia se difundió con rapidez y exaltó los ánimos ya dispuestos a la venganza. Grupos de criollos pasaban al frente de la tienda de Llorente con el enojo pintado en sus semblantes. A ese tiempo pasó un americano (el propio Don Francisco José de Caldas) que ignoraba lo sucedido e hizo una cortesía de urbanidad a este español.
En el mismo momento fue reprendido por Don Francisco Morales saltó la chispa, que formó el incendio se inició nuestra libertad. Todos se agolpan a la tienda de Llorente, los gritos atraen más gente y en un momento se vio un pueblo numeroso reunido e indignado contra este español y contra sus amigos.
Trabajo costó a Don José Moledo aquietar los ánimos e impedir las funestas consecuencias que se temían. Llorente se refugió en la casa inmediata de Don Lorenzo Marroquín.
Los testigos dan distintas versiones sobre el hecho. En una cosa están de acuerdo. Se está organizando una fiesta en honor a Don Antonio Villavicencio. Se necesita un adorno para la mesa.
Acevedo y Gómez habla de un ramillete. El presbítero Torres y Peña habla de una pieza de charol para servirse de ella en el refresco y que le fue solicitada en préstamo por Don Lorenzo Marroquín. El historiador Posada dice que fue Don Pantaleón Santamaría el encargado de solicitar el florero. Florero, ramillete, charol, no importa el nombre con el cual se designe el objeto. Para la flor de fuego de la libertad es más adecuado el florero.
El primer grito del pueblo
A las dos de la tarde del 20 de julio comenzó a desenfrenarse el pueblo.
Durante tres siglos permaneció tranquilo bajo los emblemas reales. Se convierte en agitado protagonista y comienza a actuar a su capricho. ¿Quiénes lo incitaban? Recordémoslos con justicia.
“El presbítero Juan Nepomuceno Azuero, se distinguió en el motín por el valor civil y la elocuencia con que se dirigido al pueblo excitando sus energías y apoyando francamente el movimiento revolucionario.
El pavimento de la primera calle de mercaderes fue ese día el púlpito civil del clérigo revolucionario. Continuaba así la misión patriótica que había iniciado como cura del pueblo de Anapoima “.
El joven y ardiente José María Carbonell se puso en acción.” Se almorzaba en casa de don José María Ortega, cuñado de don Antonio Nariño, cuando entró al comedor Don José María Carbonell y refirió vivamente la reyerta de Llorente con los Morales. Carbonell recorría exaltado toda la ciudad, invitando a los artesanos a salir a la plaza”.
Un tercer agitador, el padre Pedro Lobatón. Nadie menos que el propio confesor del virrey. Se puso al frente de las multitudes que le tenían una grande admiración.
Dos Frailes y un santafereño se encargan de visitar la barriada. Carbonell se dirige a los extramuros, recorriendo San Victorino. Trepando después al barrio Egipto. Hace la encendida ronda por los suburbios de la aldea.
Surge el tribuno
Son las cinco y media de la tarde. Este 20 de julio ya fue muy diferente. Se inicia la decisiva actuación de Acevedo y Gómez. El mismo nos describe con viveza y color el panorama de la rebelión:
“No había calle en la ciudad, que no estuviera obstruida por el pueblo. Todos se presentan armados y hasta las mujeres andaban cargadas de piedras, pidiendo a gritos la cabeza de Alba, Infiesta, Mancilla, Trillo. Otros pedían a gritos la libertad del Magistral Rosillo.
El primer paso hostil del gobierno hubiera sido la señal para que no quedase vivo un europeo. Todo era confusión. Los hombres más ilustres y patriotas, asustados por un espectáculo tan nuevo se habían retirado a los retretes más escondidos de sus casas.
Yo creí que aquella tempestad iba a calmar, después de que el pueblo saciase su venganza, derramando la sangre de los objetos de su odio. Veía levantada la fatal cuchilla sobre la garganta de tanto joven ilustre. Penetrado de estas ideas salí de mi casa a las cinco y media, dejando a mi familia desolada, sumergida en el llanto y el dolor”.
El gran mérito de Acevedo y Gómez fue el de sacarle consecuencias políticas al tumulto popular. Pensó desde un principio en el nombramiento de una junta de gobierno, elegida por aclamación. Logró hacerse oír en medio de la vociferación. “Después de varios esfuerzos para que se hiciese silencio, hablé con todo el entusiasmo y calor que demandaban las circunstancias”.
Llega la noche
Comienza a caer la noche y lentamente se encienden los faroles en la plaza, poblada de sombras. La luz avergonzada de esos faroles, proyecta en diversos sentidos fantasmas agitados.
Acevedo y Gómez continúan en su tarea de intermediario entre el cabildo y el pueblo. “Cada instante tenía que salir de la sala a serenar al pueblo interrumpiendo el acta que había comenzado a escribir en el libro capitular.
La multitud que me rodeaba, la vocería del pueblo y la grandeza del negocio era un obstáculo para su pronta solución. Forme la lista de dieciséis diputados. Salí a la tribuna, hice otra pequeña arenga. Leí la lista. Anotando que faltaba mi nombre, el pueblo dijo que debía ser el primero”.
La junta estaba encabezada por el arcediano de la iglesia Catedral, Don Juan Bautista Pey, y por don José Sanz de SantaMaría, tesorero de la Casa de Moneda. Se omitió injustamente el nombre de José María Carbonell. ¿Como es explicable que el pueblo, que acaba de oír a Carbonell, no lo haya sugerido para formar parte de la junta?
El acta del 20 de julio
Puesta la mano sobre los Santos Evangelios y la otra formando la señal de la cruz, dijeron:
“Juramos por el Dios que existe en el cielo, cumplir religiosamente la Constitución y voluntad del pueblo expresada en esta acta: derramar hasta la última gota de sangre en defensa de nuestra santa religión, católica, apostólica y romana, nuestro amadísimo monarca Don Fernando VII y la libertad de la patria”.
“A las tres y media de la mañana ya estaba reconocida la junta suprema de la capital del Nuevo Reino por el excelentísimo virrey Antonio Amar y Borbón “, exclama jubiloso Acevedo y Gómez al hacer el relato de su gran día, que es el día de la patria.
El acta tiene tres aspectos diferentes: Es un relato de lo que va aconteciendo cada minuto. Sigue la ondulante curva de los hechos. Se hacen declaraciones de fe. Cumplir la constitución y la voluntad del pueblo. Defender la santa religión católica. Declarar la fidelidad al rey Fernando VII, siempre que venga a reinar entre nosotros. Declarar la soberanía del pueblo y no abdicar de los derechos tutelares de esa soberanía.
Se comenzó a oír el canto de los gallos. Sombras menudas se deslizan como fantasmas hacia las iglesias. De esas almas sencillas salen palabras de agradecimiento a los santos, por haberles devuelto a sus maridos e hijos y por no haberse derramado la sangre.
Otras sombras encorvadas frente a los altares piden Ia protección divina contra los hijos de Satanás. Recuerdan todo lo que hicieron contra el virrey, contra los oidores, contra el pobre Llorente. Del maligno espíritu, líbranos señor.
Al amanecer después del 20 de julio: ya no es virrey
El virrey, después de prolongado desvelo se asoma a ventana, observa tristemente el escenario de la batalla que acaba de pasar y se da cuenta exacta de que esa mañana ya no es virrey.
El pueblo ha derogado una cláusula del testamento de Doña Isabel de Castilla.