Un caballo jubilado, una historia de rescate y dignidad en el Día Mundial del Caballo

Miguel Hurtado y Camila Navas
Hoy, en el Día Mundial del Caballo, publicamos esta historia para honrar a esos compañeros silenciosos que, por siglos, han cargado sobre sus lomos el peso de nuestra historia. En Colombia, el Gobierno lanzó en 2010 un decreto y un programa de sustitución de vehículos de tracción animal, con la meta de sacarlos de circulación en las grandes ciudades donde el problema era recurrente. Medellín y Manizales son ejemplos de capitales que, hasta la fecha, lograron retirar por completo las llamadas “zorras” o carretas. Sin embargo, todavía faltan muchas más, incluyendo Bogotá.
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En la capital, el interés por retirar estos vehículos llegó tarde. Desde finales de 2012 se empezaron a ver cambios importantes, pero el proceso ha sido lento y lleno de obstáculos. Un censo reveló que había entre 3.500 y 4.000 equinos trabajando a diario, arrastrando cargas pesadas. En teoría, para septiembre de 2013 ya no debía haber ningún carro de tracción animal en Bogotá, pero la realidad fue distinta. Aquel día, en presencia de la Secretaría de Movilidad, el ICA y la universidad encargada de recibir los animales, se evidenció que quedaba mucho camino por recorrer.
Cuando hablaron del equino que nos iban a entregar, lo llamaron “el 108”. Haciendo cuentas rápidas: 3.500 menos 108, aún faltaban más de 3.300 caballos por rescatar. Apenas llevábamos tres meses de entregas y comprendí que aún estábamos bastante “crudos”.
Todo comenzó en enero de 2013, cuando la Secretaría de Movilidad abrió la convocatoria para el programa de adopción. Sin dudarlo, me inscribí. Un mes después recibí un correo confirmando mi inscripción y solicitando un formulario detallado junto a documentos prediales, certificados de impuestos, cédula y fotos del terreno donde el caballo viviría. Sin perder tiempo, reuní todo y envié el paquete desde Guarapito.
A inicios de marzo recibí otro correo sobre el caballo:
“Gracias por enviar la información. Fue recibida a satisfacción. Debe ser paciente ya que este proceso demora diez meses. Le estaremos informando cualquier novedad”.
Diez meses. Me quedé frío. Sin embargo, no había otra opción que esperar.
El martes 26 de marzo, a las 6:45 p.m., mientras salía del cultivo de flores donde trabajo en la Sabana de Bogotá, recibí una llamada inesperada:
“Ha sido confirmado para ser adoptante de equino. ¿Todavía está interesado en recibirlo?”
Me quedé sin palabras. Literalmente apagué el carro para que la señal no fallara. Sentí la voz seca, el corazón corriendo. Me hacían preguntas finales: el destino del caballo, los cuidados. Respondí como pude, asegurándoles que el caballo iría al paraíso. Con eso bastó para que me indicaran la fecha y el lugar de recogida: martes 2 de abril, en la Universidad de Ciencias Aplicadas y Ambientales (UDCA), en la Autopista con 222.
Llamé a mi novia, a mis padres y a un amigo para que me prestara un remolque. Recogimos el remolque en Guasca el 1 de abril por la noche. Incluso imprimimos un aviso y lo pegamos atrás con chinches para sensibilizar al público… con humor.
El día de la entrega, a las 2:05 p.m., llegamos a la UDCA, aunque teníamos pico y placa. Vi caballos finos bajando y subiendo camiones, y pensé:
“Están muy elegantes para ser jaladores de carreta”.
Después de firmar documentos y recibir la guía de movilización del ICA, por fin apareció el famoso “108”. Lo vimos desde lejos y dijimos:
“¡Ese es! ¡Nuestro caballito!”
Lo acariciamos, lo saludamos. Notamos que estaba flaco, con las costillas marcadas. Nos contaron que llegó en peor estado y que el “spa” universitario ya había obrado milagros. Tenía una deformidad en el labio superior derecho, producto de años de mal manejo de frenos y narigueras, pero no le dolía ni le impedía comer ni relinchar. Le recomendaron masajes en la zona para relajar los músculos.
“108” tenía 14 años, era macho castrado, color cafecito oscuro. Su nombre original era “Mono”, pero en la familia surgieron otras opciones: yo lo llamé “Jubilado”, mi mamá prefería “Morichales”. Quedamos en que, por ahora, seguiría siendo “Mono” hasta definirlo en la Registraduría (cuando le saquemos la cédula, claro está).
Llegó la hora de subirlo al remolque, pero se frenó: ni para adelante ni para atrás. Pensé:
“¡Mierda! Caballito, tenemos pico y placa… ¡upa pues!”.
Tuvieron que venir dos hombres y casi alzarlo como a un niño para meterlo. Finalmente, lo logramos. Entre despedidas y fotos, salimos despacio. “Jubilado” dio una patada al principio, pero luego viajó tranquilo, como si entendiera que se iba a su nuevo hogar.
Al llegar a Guarapito, bajó calmado. Lo primero que hizo fue arrancar un bojote de pasto con raíz y tierra, y pensé:
“La mamá me va a regañar, eso solo lo hacía Ramón”
Lo llevamos al potrero, se quedó pastando feliz. Lo cepillamos, le dimos panela, zanahoria, agua. Conoció a los perros, corrió un poco y siguió comiendo.
Así terminó la historia de “Jubilado”, el caballo que por fin cambió el asfalto y el dolor por el pasto fresco y el cielo abierto. Ahora vive tranquilo, con reportes fotográficos y escritos que debemos enviar mensualmente durante el primer año.