Viaje hacia Belice, un país por descubrir

SANDRA MARTÍNEZ
Hay viajes de viajes. Ciudades con las que te conectas de inmediato. Espacios que sientes que son tuyos, aunque nunca hubieras estado antes. Y lugares que te retan, que te ayudan a enfrentar tus miedos más profundos, que te incomodan, sin siquiera proponérselo. Así fue Belice para mí desde que llegué. Este país centroamericano tiene tan solo 22.963 kilómetros de extensión, 411.106 habitantes, limita con México y Guatemala, y fue colonia británica hasta 1981.
Es la nación con menor densidad de población en Centroamérica —un poco menos de la mitad del territorio está protegido como reserva natural por el gobierno—. Quizás esta sea la razón de los tonos azules de sus mares, de su naturaleza salvaje y agreste, de su particular encanto.
Así comienza la aventura en este país que muchos ni siquiera saben situar geográficamente en un mapa, pero con sitios tan impresionantes para conocer como el Gran Agujero Azul o Actun Tunichil Muknal, una de las diez mejores cuevas sagradas del mundo.
Viaje hacia el sur

Son las siete de la mañana de un sábado de mediados de marzo. El aeropuerto internacional Philip S. W. Goldson, en Ciudad de Belice, está casi vacío. Tengo un vuelo a Punta Gorda, la capital de Toledo, el distrito chocolatero, ubicado en el sur del país. Me dicen que vaya al fondo. Solo veo avionetas pequeñas. Me pongo nerviosa. No me da miedo volar, pero sí les tengo pavor a los aviones pequeños que se sienten como papel en el aire. Respiro; las manos me sudan. Solo vamos cinco personas adentro. Comienza a carretear por la pista. Siento los nervios en el estómago. El corazón me empieza a palpitar más rápido. Mientras despega, aprieto mi morral con toda la fuerza posible.
Ya arriba, respiro. Miro el cielo. Abajo, veo el mar profundo. Hay turbulencia. La avioneta es invadida por la luz blanca de las nubes. No se ve nada. Pasa rápido. Unos veinte minutos después, aterrizamos. El piloto me mira y me dice en inglés: “Esta no es su parada. Siéntese”.
¡Hay dos paradas más! Miro hacia afuera y hay un letrero que dice “Dandriga”. Todo comienza de nuevo. Despega. Siento los nervios en el estómago. Adelante, hay una joven que se hace selfies todo el tiempo y percibo su mirada. Debo tener cara de pánico y de querer saltar en cualquier momento. Otros veinte minutos después, la avioneta vuelve a aterrizar. Respiro. Miro primero tras la ventana. Dice “Placencia”. Se bajan dos pasajeros más. Se repite el proceso. Al tercer despegue, ya estoy más tranquila. Veinte minutos después, llegamos por fin a Punta Gorda; sin embargo, me bajo temblorosa, pálida. El otro pasajero restante me saluda. Me pregunta que si vengo de turismo. Le digo que sí. Él sigue adelante. Minutos más tarde, me entero de que es el ministro de Comercio Exterior de Belice, Osmond Martínez.
Punta Gorda es la ciudad más meridional del país, tiene 4.500 habitantes, y es un destino poco visitado y muy tranquilo. A las afueras me espera Bruno Kuppinger, un destacado empresario alemán que lleva 27 años en la ciudad.

Kuppinger comienza el recorrido mostrándome el pequeño mercado de la ciudad, el punto perfecto para entender la mezcla cultural que hay en Belice: por un lado, los indígenas mayas; por otro, los garrufas, un grupo étnico descendiente de africanos y pueblos originarios caribes y arahuacos de varias regiones del Caribe, y en una esquina se ven los menonitas, una comunidad de cristianos ultraortodoxos, provenientes de Europa, que llegaron al país en 1958, y que viven como si estuvieran en el siglo XIX.
Luego, cerca de allí, vamos a un jardín botánico y de especias, creado por un indio (a finales del siglo XIX, llegaron también muchas personas provenientes de la parte oriental de India, colonia británica por ese entonces, a trabajar en las plantaciones de azúcar de Belice). En este caso particular, fue un anestesiólogo llamado Tom Mathew, quien vino a este territorio durante unas vacaciones en 1989 desde Virginia (Estados Unidos). Al llegar, Punta Gorda le recordó profundamente a Kerala, su lugar de origen, un estado indio en la costa tropical de Malabar. Así que decidió crear un jardín de especias y luego lo amplió con orquídeas y más plantas.
El recorrido dura poco más de una hora en un tractor. Los guías Anselmo y Magdaleno nos van mostrando los cultivos de vainilla, pimienta, limoncello, cacao, canela. Abren los frutos frescos, recogen las plantas y nos los dan a probar. La experiencia finaliza con un almuerzo muy sencillo, inspirado en la gastronomía india: curry de pollo, mientras que el mismísimo señor Mathew nos saluda emocionado.

Paso la tarde y la noche en un hotel que parece de ensueño, porque está situado en medio de una reserva de 6.500 hectáreas de bosque tropical. Su dueño, Todd Robinson, es un ambientalista y ha convertido a Copal Tree Lodge en uno de los destinos de agroturismo más grandes del país, con cultivos de caña de azúcar, cacao, café y vainilla.
Las habitaciones son como cajas de cristal en medio de la exuberante naturaleza; el restaurante utiliza la mayoría de los ingredientes de su propia huerta y tiene un menú variado y exquisito. Cuentan con un funicular para bajar hasta el río Grande, un sitio precioso y tranquilo. Ofrecen, además, diversos planes, como ir a la destilería donde fabrican su propio ron o asistir a una clase de chocolate, y ver desde el cultivo de cacao hasta la elaboración, con nuestras propias manos, de una barra de chocolate.
Vivir una experiencia maya

A la mañana siguiente me desperté un poco aturdida. La razón: en la madrugada escuché unos monos aulladores rojos (si no los ha oído, lo invito a que detenga la lectura por unos segundos y ponga ese sonido en un buscador). Su aullido es muy potente, fuerte, y sí, misterioso. Intenté ver de dónde provenía, por mi mente pasaron miles de posibilidades, pero el cansancio me venció. En el desayuno, la mesera me tranquilizó al explicarme la razón de los extraños ruidos.
Posteriormente, salimos a la villa de Santa Cruz, a visitar al líder indígena maya mopán José Mess. Lo primero que hicimos fue tomar una corta excursión a Uxbenka, un sitio arqueológico maya inexplorado en medio de la selva. Hay piedras grabadas en el suelo y una cueva con restos óseos, que ha sido tapada por la comunidad. Mess nos explica cómo debió ser este sitio cientos de años atrás. Después, visitamos su aldea y su jardín.
Su esposa, Hilda, nos enseña a moler el maíz en el metate (utensilio en piedra para moler ciertos alimentos con la ayuda de una piedra más pequeña), a triturar el chocolate para preparar atole —bebida tradicional de maíz, con agua y chocolate—, mientras hierve los otros ingredientes en sus ollas sobre su cocina de leña. Luego, compartimos juntos las tortillas de maíz recién hechas, mazorca con sal, pepinos hervidos y fríjoles.
Después, visitamos a Santiago Chocó, un maya kekchí que trabaja con las plantas y que es reconocido en el país, sobre todo, por salvar a las personas de las mordeduras de serpientes, gracias a su conocimiento ancestral con las hierbas. Chocó es un hombre mayor y tímido, que habla solo en lengua kekchí. Mess me cuenta, además, que lo ha visto hablar con las serpientes, pero él prefiere no decir más al respecto.
Camino al infierno

El vuelo de regreso a Ciudad de Belice me cuesta mucho menos trabajo que el primero. Descanso en The Banks, unas impresionantes villas ubicadas en The Rainforest Lodge at Sleeping Giant, en el distrito de Cayo, localizado en la parte occidental del país, y me preparo para mi siguiente aventura: ir a una de las diez mejores cuevas sagradas del mundo, según la National Geographic Society.
Se llama Actun Tunichil Muknal (ATM) o cueva del Sepulcro de Piedra. Los mayas descubrieron este lugar entre el año 300 y el 600 d.C. Un siglo más tarde, se convirtió en un sitio espiritual, un portal al inframundo, donde los mayas realizaban sacrificios humanos para adorar a sus dioses. En el lugar, descubierto en 1989, encontraron varios restos óseos, así como múltiples vasijas y cerámicas.
Pienso mucho en si debo ir o no, porque debo confesar que les tengo miedo a la oscuridad y a los lugares cerrados. Pero mi cabeza me lleva una y otra vez al mismo pensamiento: ¿cuándo tendré la oportunidad de volver a un sitio como estos?
Decido ir. La cueva queda en medio de la reserva natural de la montaña del Tapir. Equipados con un salvavidas y un casco con linterna, comenzamos una caminata de aproximadamente una hora, pues debemos atravesar dos ríos hasta llegar al lugar. Luego, hay que nadar unos pocos metros en un pozo profundo, antes de entrar a la oscuridad.

Una vez dentro, el guía, un joven beliceño, dice que esta es la prueba reina para que una persona nerviosa se dé cuenta de si es capaz de aguantar o no esta experiencia. Nos arrastramos por unas piedras filosas y, sin poder levantar la cabeza, pasamos por una pared estrecha, muy estrecha. Saltamos a un pozo. Y de nuevo, mi corazón va a mil, no sé si seré capaz. Respiro. Yo le había advertido al guía de mis miedos. Me contengo. Creo que puedo. No sé. Finalmente, sigo adelante y el guía me apoya en todo el recorrido.
La experiencia vale completamente la pena y se puede apreciar lo que el tiempo ha creado en este espacio místico: estalagmitas y estalactitas gigantes en el techo y las paredes que forman figuras surrealistas. Llegamos a una roca alta y el guía nos pide que nos quitemos los zapatos para escalarla y ascender hasta la cámara superior, donde se encuentra la mayor parte de los restos óseos, como la famosa figura de la doncella de cristal, una adolescente maya cuyos huesos se calcificaron y lucen ahora como diamantes brillantes.

Lo intento. No tener botas dificulta la misión. Me resbalo. Cometo un error. Miro hacia abajo y veo el abismo, la oscuridad profunda. Entro en pánico. Le digo al guía que me deje abajo, que no voy a subir. Él respeta mi decisión, pero me pregunta que si me devuelvo con otro guía o espero al grupo. “Los espero, sin dudarlo”, le digo.
Me quedo sola, sentada en el suelo. No hay gente. No hay ruido. No hay nada. Silencio, oscuridad, silencio. Empiezo a meditar. ¿Y si no vuelven? ¿Cómo me devuelvo? Respiro. Silencio. Abro los ojos. Pienso en cómo los mayas habrán experimentado estar en este espacio. Me imagino mil cosas. Pasa una hora. Al fin, llegan. Antes de regresar, el guía nos hace apagar las linternas por un par de minutos. “Hoy en día, es muy raro experimentar la absoluta oscuridad. Así que disfrútenlo”. No puedo ver ni el borde de mis manos. ¡Qué extraño es no ver nada!
Sin embargo, no tengo ningún registro fotográfico de esta experiencia. Todo quedará grabado en mi memoria, porque desde 2012 no se pueden tomar fotos, ya que a un turista se le cayó la cámara sobre los restos de un cráneo humano de más de mil años de antigüedad. Regresamos al inicio del parque, siete horas después de haber llegado, extenuados, mojados y con muchísima hambre.
Xunantunich o la mujer de piedra

Es miércoles, día festivo en Belice porque hay elecciones presidenciales. El actual gobierno del Partido Unido del Pueblo se disputa un segundo mandato contra el Partido Democrático Unido, de la oposición.
Por lo pronto, mientras todos van a votar, nosotros vamos a una nueva expedición: el yacimiento arqueológico de Xunantunich, muy cerca de la frontera con Guatemala. Construido en el periodo clásico, este complejo tiene seis plazas con más de 25 templos. El más impresionante es El Castillo, una estructura de 40 metros de altura, desde donde se tiene una imponente vista del río Mopán.
Xunantunich funcionó como centro ceremonial cívico maya durante el periodo clásico tardío. En aquel entonces, cuando la región se encontraba en su mayor apogeo, cerca de 200.000 personas vivían aquí.
Bajo el sol canicular de la mañana caminamos por todo el complejo, llamado “Mujer de piedra” en español, porque según cuenta la leyenda, desde 1892 hay un fantasma de una mujer que viste de blanco y tiene los ojos rojo fuego. No la vi —porque a estas alturas solo me faltaba ver a un fantasma—, pero subí hasta la cúspide de El Castillo.

Hora de tomar otro vuelo hacia San Pedro, en cayo Ambergris, la isla más grande de Belice. En teoría —porque nunca se comprobó con la artista—, esta ciudad es la que nombra Madonna en su canción La isla bonita. Y sí, el mar es azul profundo y la arena blanca, como de una postal caribeña.
Pocos minutos después de haber aterrizado, nos subimos a otra aeronave para sobrevolar durante una hora el Gran Hoyo Azul, una maravilla natural localizada cerca del atolón del arrecife del Faro. Es un agujero que tiene 318 metros de ancho y 124 metros de profundidad, el de mayor tamaño en el mundo. Se formó hace aproximadamente 10.000 años, al final de la última glaciación. Declarado patrimonio de la humanidad, se hizo famoso, además, cuando el explorador francés Jacques Cousteau aseguró que era uno de los diez mejores sitios para bucear en el mundo.
La mejor manera para apreciarlo en toda su dimensión es sobrevolándolo, viendo los diversos tonos de azul que tiene ese mar poderoso: índigo, turquesa, cerúleo, cian, y contemplando el círculo perfecto que forma una figura magnética. Yo nunca había visto algo similar. Mientras damos vueltas, el piloto advierte que va a bajar lo que más pueda. Se inclina a la derecha, luego a la izquierda. Perfección natural. Silencio. Fotos y más fotos. La verdad es que me dan ganas de bajar y nadar. Ya no tengo nervios.
Al final de la tarde, nos animamos a hacer un tour gastronómico, más de estilo callejero, en San Pedro, una buena manera para conocer la cultura, sus calles y costumbres. La recomendación: ir con tiempo y mucha hambre, porque las porciones son generosas y se recorren seis lugares.
Comenzamos en Elvi’s Kitchen, con un coctel de sandía, ron y menta, y un plato de camarones con coco; vamos a Lily’s Treasure Chest, al frente de la playa, a degustar un ceviche y una cerveza helada; luego a Briana’s, donde se pueden saborear salbutes —tortillas de maíz con pollo, cebolla y queso— y empanadas de pescado; a una pupusería salvadoreña (las pupusas son, básicamente, las mismas arepas colombianas, elaboradas con harina de maíz y rellenas de varias proteínas). Y a Saul’s Cigar & Coffee House, donde probamos varias cremas de ron. Terminamos de nuevo frente a la playa, donde nos tomamos la última cerveza de la noche. Y de nuevo, a descansar al hotel.
¿Nadar con tiburones?

Belice, por supuesto, siempre tiene sorpresas. La última travesía es ir a practicar snorkel en la reserva marina Hol Chan, que abarca aproximadamente 18 kilómetros de arrecifes de coral y manglares, y está además muy cerca de la barrera coral de Belice, la segunda más grande del mundo.
Navegamos alrededor de unos veinte minutos, nos detenemos, nos ponemos el salvavidas y el snorkel. Iremos a dos puntos: la zona A, en el arrecife de coral, y la D, donde está el callejón de los Rayos de Tiburón. El guía nos explica que en el segundo punto podemos nadar con los tiburones nodriza. Y esa frase me taladra la cabeza.
En el arrecife de coral, lo primero que veo es una tortuga, uno de mis animales favoritos, y después, un cardumen, una manta gigante, peces dorados, amarillos, de todos los colores. Luego, vamos al segundo destino. Decido no sumergirme con los tiburones —el guía insiste en que son muy tranquilos e inofensivos—, pues siento que ya es más que suficiente con verlos tan cerca de la lancha. No quiero perturbarlos, prefiero contemplarlos. Hay cinco a mi lado que saltan y se sumergen, van y vienen.
El viaje de regreso

Luego de una semana tan intensa, es hora de regresar. Ya es de noche. No hay vuelo directo a Bogotá y hay que ir hasta Ciudad de Panamá. El vuelo transcurre tranquilamente. Tengo poco tiempo para hacer la conexión. El avión se demora en aterrizar. Tomo mi maleta de mano y corro, porque la sala está en el extremo opuesto. Sigo corriendo. Llego sudando. Ya todos se han subido. “Señora: acaba de perder su vuelo de conexión”, me dice con una voz tranquila el señor de la aerolínea. ¡Voy a llegar a la medianoche a Bogotá! Pero ya no me importa.
Después de haber sobrevolado un espacio como el Gran Hoyo Azul, recorrer una cueva del inframundo maya, escalado un lugar sagrado como Xunantunich y ver muy de cerca a los tiburones nodriza, no puedo pedir más. Estoy feliz porque luché contra mis miedos desde el principio hasta el final.