Araracuara, un paraíso ancestral en el corazón del Amazonas

En medio de la selva amazónica colombiana se encuentra Araracuara, un territorio habitado por comunidades indígenas que no solo mantienen vivas sus tradiciones y costumbres ancestrales, sino que preservan los paraísos naturales que las rodean.
 
Araracuara, un paraíso ancestral en el corazón del Amazonas
Foto: Camilo Medina Noy / Araracuara, el cañón que se forma en el río Caquetá. Significa "nido de la guacamaya".
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SIMÓN GRANJA

La guacamaya se desprende de la roca en el acantilado y extiende las alas. Se ve apenas como un punto azul, pero se siente inmensa: sus graznidos hacen eco en las paredes del cañón. Su canto se impone sobre el rugido del río turbio, violento, tan violento que rompió un tepuy y creó este lugar. Ese río es el Caquetá, que suele tener un ancho promedio de 700 metros, pero que en este punto se estrecha hasta los 30.

Veo a la guacamaya volar desde arriba. Es extraño observar a un ave en vuelo y estar por encima de ella. A mis pies hay una caída de 80 metros; los nidos se esconden entre los árboles y las rocas que decoran las paredes del cañón. El viento sopla con fuerza. Siento que, si extendiera los brazos, podría volar. Al otro lado, uno de los árboles se ve azul: está completamente cubierto por estas aves. 

Cuentan los indígenas que habitan en estas tierras que las primeras guacamayas que jamás existieron estuvieron aquí. De ahí proviene el nombre: Adukoe, conocido hoy como Araracuara, que en lengua nativa significa ‘nido de la guacamaya’. Existen relatos de los españoles que llegaron a colonizar la región, en los que se dice que los chamanes y guerreros podían saltar de un lado al otro del cañón con sus lanzas. Pero más allá de la guerra que ha golpeado a su gente, la leyenda del pueblo andoque habla del surgimiento de la vida en este lugar.

Araracuara, un territorio ancestral

Araracuara

En este territorio conviven comunidades indígenas como los huitotos nipodes, los andoques —cuyo nombre en su lengua, poosióho, significa ‘gente del hacha’—, los feenemtnas, conocidos como muinanes, así como los nonuyas, yucunas y macunas. Sin embargo, en este viaje compartiremos tiempo y espacio con los andoques, un pueblo que estuvo al borde del exterminio debido al genocidio de las caucherías a manos de la casa Arana a principios del siglo XX. 

Nuestro guía es Pó’kn-i Kádánni, que se traduce como Gavilán de Amanecer. En castellano, su nombre es Jesús Miguel Andoque Andoque. Nos esperaba en la pista de aterrizaje de Araracuara. En mi caso, volé desde Bogotá hasta Florencia (Caquetá), y desde allí abordé el mismo avión para un segundo vuelo, de poco más de una hora, hasta llegar a este rincón en medio de la selva amazónica colombiana. En total, fueron dos horas y media de viaje.

Araracuara

Desde el avión, a poca distancia de Florencia, el horizonte se divide en tres: el cielo, las nubes y la selva, que a veces deja ver sus venas. De repente, aparece un río que sobresale por encima de todos los que vi durante el vuelo: es el Caquetá. El avión da una vuelta y de repente aparece el cañón. Incluso desde el cielo se siente su fuerza. Como si fuéramos a aterrizar en su interior, comenzamos a descender… y tocamos tierra.

Esta pista se construyó hace poco, como resultado de una promesa del Gobierno nacional después de que se encontrara a los cuatro niños indígenas que estuvieron perdidos en la selva durante 40 días; sin embargo, ya se está desprendiendo e incluso tiene huecos. Los habitantes del sector temen que los aviones dejen de llegar por causa del mal estado de la pista. Ellos son de esta región; de hecho, la avioneta en la que viajaban los niños indígenas —y que se accidentó— había partido desde aquí. Gavilán fue uno de los que participaron en la búsqueda. También me recibe Gilmar Botache, responsable de Amazonia Travel, la agencia de turismo que organiza viajes a este territorio y a muchos otros, especialmente en el departamento del Caquetá.

“Bienvenidos a Araracuara”, dice Gilmar, mientras nos indica que empezaremos a caminar por la pista hasta el final para llegar al cañón. “Este lugar es sagrado para nosotros; no solemos venir acá, y para hacerlo, debemos pedir permiso a los mayores”, explica Gavilán. Según cuenta la mitología andoque, aquí es donde surgen los peces, la anaconda y otros tantos seres; de ahí que sea tan especial. Incluso para que nosotros, como citadinos, pudiéramos venir, nuestros guías tuvieron que pedir permiso y los mayores solicitaron a los espíritus de la selva que nos protegieran.

Yo no soy una persona creyente; me considero agnóstico, más inclinado hacia el ateísmo; no obstante, este lugar tiene algo distinto, una dimensión espiritual que, durante los próximos días, iría comprendiendo, o al menos sintiendo con mayor claridad.

“¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?”, se preguntó José Eustasio Rivera en La vorágine, libro que acaba de cumplir cien años desde que se publicó por primera vez y que me acompaña en este viaje. Me cuestiono lo mismo, y no hay mejores palabras para describir esta sensación en el cuerpo: un sentir distinto sobre la propia existencia, la comprensión de que no somos nada ante la naturaleza.

El sabor de la selva

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Llegamos al hospedaje, una casa indígena con varias habitaciones. Desde allí, caminamos hasta la casa de Doponn-ñekx, que se traduce como Plumilla del Gavilán. Ella pertenece al mismo clan que Gavilán, y su nombre en castellano es María Nancy Andoque Macuna, hija del cacique Fisi.

En la mesa —un gran tronco dispuesto en la mitad del comedor— hay casabe, el alimento que acompaña las comidas en las comunidades indígenas. Está hecho de harina de yuca y, aunque no tiene mucho sabor, es el acompañante perfecto para el plato que me sirven al lado, en una totuma: caldo con pina pina, una preparación a base de pescado y salsa de tucupí que viene con una sorpresa: hormigas de limón. Y otra más que descubro después: carne de danta.

“Es una receta que les hice para que duerman bien; es medicinal, relaja y no permite que uno tenga pesadillas”, explica la cocinera. 

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El esposo de Doponn-ñekx es Biduama, cuyo nombre en castellano es Faustino Fiaqama. Él también participó en la búsqueda de los niños perdidos. Mientras converso con Doponn-ñekx sobre los platos, va afilando unos palitos con un cuchillo. “¿Para qué son?”, le pregunto, y me señala una coca que se mueve: mojojoyes. Son unos gusanos grandes y gordos que intentan huir; se extraen de una palma y hay distintas formas de comerlos. “Yo me los como crudos”, dice Biduama con una mirada recia, la nariz torcida y un cuerpo fornido y moreno. El mojojoy también se come asado, al carbón, una preparación que sabe a algo que nunca antes había experimentado. 

Doponn-ñekx es la chef que nos atiende. En su cocina, equipada con ollas gigantes y un fogón de leña, sus manos son su principal herramienta. El espacio está cubierto por un techo de lata y no tiene paredes, por lo que la lluvia podría parecer un obstáculo para cualquier cocinera. Sin embargo, ella se desenvuelve sin dificultad, mantiene vivo el fuego y, con él, el sabor que han mantenido durante siglos sus ancestros. “Yo aprendí de mi mamá y de mi abuela, y ellas de sus ancestras y así”, explica mientras el humo la rodea.

Los pescadores del sol

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Una vez que el cañón se abre, el agua del río sale con toda la fuerza reprimida, creando olas que alcanzan hasta los cuatro metros. El río se expande e intenta recuperar su tamaño original. Desde la orilla se extienden unas estructuras de guadua que pendulan sobre el agua. Allí se ubican los pescadores, con arpones amarrados a varas largas —de unos seis metros—, atentos como garzas. Observan el agua turbia y, en el momento justo, lanzan el arpón para capturar los peces monstruosos que habitan estas aguas. No por nada, Araracuara es el lugar donde, según la tradición, nacieron los peces.

Esta forma de pesca artesanal ha perdurado por décadas. Se transmite de generación en generación, aun cuando cada vez es más difícil preservarla, pues las nuevas generaciones no muestran tanto interés en continuarla. No obstante, según cuenta Moisés Quintero Valencia —del clan de las Garzas—, su hijo de diez años ha comenzado a seguir sus pasos. Moisés es uno de los llamados pescadores del sol; así les dicen porque llegan antes del amanecer y permanecen hasta después del atardecer.

“Mi hermano murió ahogado en el río hace más de ocho años, pescando”, dice rápidamente Moisés. “Tenía unos veintitrés años. Yo no le cogí miedo al agua, y no dejo mi tierra porque acá aprendimos a pescar, acá nos criamos y acá nos quedaremos”, expresa.

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Para llegar hasta donde pescan, en un punto conocido como El Chorro, es necesario caminar desde la comunidad hasta unas enormes rocas que sobresalen en el agua. Son unos 30 minutos por un sendero en medio de la selva. En el camino se alcanzan a ver algunas chagras, los espacios que las comunidades utilizan para cultivar.

A medida que me acerco, se empieza a escuchar un rugido: es El Chorro, que desde lejos deja en evidencia la fuerza del agua. Ya en la orilla, una brisa con partículas de agua me recibe. Al frente, el río Caquetá.

—Bienvenidos a El Chorro —dice Gavilán.

Moisés viene a este lugar desde niño, pues su papá lo traía para que aprendiera a pescar.  

El sueño de la maloca 

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El sol se oculta entre los árboles. Se escuchan truenos, aunque la tormenta parece lejana. Entro a la maloca del clan del sol, donde se encuentran algunos de los mayores de la comunidad. La palabra “mayor” no se refiere necesariamente a alguien de edad avanzada, sino a quien ha desarrollado una voz sabia dentro del grupo.

Se calcula que hoy quedan aproximadamente 500 personas del pueblo andoque. En el censo de 2005 se registraron 136, y hasta el momento no hay cifras más recientes. Este es un pueblo que fue casi completamente arrasado. Se dice que de los 10.000 miembros que conformaban la comunidad a principios del siglo XX, solo sobrevivieron 20. Sin embargo, esos 20 lograron volver a sembrar coca, tabaco y plantas medicinales, pero sobre todo recuperaron algo fundamental: sus malocas, donde renacieron sus fiestas rituales.

Uno de los descendientes de esos sobrevivientes es Kxn-taiñekx —Néstor Andoque Macuna, en castellano—, quien también participó en la búsqueda de los niños y es hijo del cacique Fiji. Esta noche, él nos acompaña en la maloca.

“La naturaleza es la que nos provee vida; nosotros somos naturaleza y hablamos con ella, le pedimos permiso. Eso es algo que afuera no entienden, y por eso el mundo está así, estamos consumiendo y acabando aquello que somos, aquello a lo que pertenecemos”, expresa el mayor.

La maloca se puede entender como un templo que no es solo un espacio físico: es el resguardo de su cultura ancestral, el lugar donde se transmiten saberes, se entreteje la espiritualidad con la naturaleza y se toman las decisiones políticas que guían la vida comunitaria.

Araracuara

Afuera llueve; adentro, se guarda silencio. Los mayores colocan en el centro un tarro con mambe y, en una pequeña bolsa, algo que a simple vista parece un dulce, pero que en realidad es ambil. El mambe es una preparación de hoja de coca y yarumo macerados. Faustino es uno de los encargados de prepararlo y proveerlo a la comunidad; sirve para “endulzar la palabra” y dar energía. El ambil, por su parte, es tabaco cocido al que se le agregan sales minerales naturales, y se utiliza para el pensamiento. Ambos son elementos fundamentales en la vida y la cosmología andoque —y también en las de otros pueblos, como los huitotos—, y se emplean en rituales para tomar decisiones políticas y espirituales.

“El Creador nos dijo que, a través de chupar ambil y mambear, podríamos hablar con él. Que ahí está. Y que encontraríamos las respuestas”, explica Faustino. De hecho, en la búsqueda de los niños, ambos fueron sus compañeros constantes: eran su forma de comunicarse con la naturaleza y pedirle señales para encontrarlos.

El mambe y el ambil también son señales de bienvenida, y ellos, muy amablemente, me ofrecen ambos. Con la ignorancia citadina, me sirvo una cucharada completa de mambe y unto un dedo de ambil. Los mayores comienzan a hablar y a responder preguntas sobre su cultura y estilo de vida. Mi mente empieza a perderse en sus palabras. Aunque no son sustancias alucinógenas, cierro los ojos y pienso en las guacamayas. Las veo volar, libres. El vuelo despega, y veo cómo se aleja Araracuara: su cañón, su ancestralidad, su tradición, su pueblo de gente amable y sabia.

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mayo
26 / 2025