Rubén Darío Polo, el capitán que convirtió un ferry en símbolo de paz

Simón Granja
Es septiembre de 2017. Aún no se ha cumplido un año desde la firma del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC-EP. El capitán Rubén Darío Polo alista su ferry sin saber que, en esa mañana de domingo, vivirá una experiencia que lo marcará para siempre.
Hoy, a comienzos de 2025, el capitán nos recibe en la entrada de su casa, que también funciona como muelle. En el patio, que se abre hacia el río Orteguaza —a unos veinte kilómetros por carretera desde Florencia, exactamente en Puerto Arango—, está la salida desde donde este hombre de sesenta años extiende dos tablas hacia la embarcación, anclada con cuerdas a unos árboles.
La embarcación tiene dos pisos. En ambos cuelgan hamacas. En el primero están el baño y un pequeño bar, donde hay un termo con café que el capitán ofrece con generosidad. En el segundo piso se encuentra el timón y hay un espacio amplio, desde el cual se puede contemplar el río en toda su extensión.

El capitán Rubén, más conocido como el capitán del Marcopolo, habla pausado, piensa lo que dice, no se apresura. Su mirada se pierde en el río, como se le pierde a cualquier navegante que se deja llevar por el amor de dirigir una embarcación.
Sube al segundo piso, se sienta en su silla, enciende el motor y comienza a maniobrar el timón.
—¿De dónde sacó el timón? —le pregunto.
“Mire que yo me inspiré en la película Pantaleón y las visitadoras para hacer este ferry. Y una cosa en la que me fijé… más que en las muchachas —dice sonriente—, fue en el timón. Así que este lo hice yo”.
La historia de un capitán que desafió el conflicto

Este año, el 8 de junio de 2025, el ferry cumple veinte años. Y el capitán también, porque ese día parece como si él hubiera resurgido, no de las cenizas, sino del agua.
Para llegar a construir esta embarcación, Darío tuvo que vivir muchas cosas. Nació cerca de Garzón (Huila), pero llegó a vivir en San Antonio de Getuchá, en el municipio de Milán (Caquetá), en 1994. Las marchas cocaleras de 1996 y los enfrentamientos con la fuerza pública lo llevaron a desplazarse hasta el corregimiento de Venecia, donde queda Puerto Arango.
Este lugar tiene gran importancia económica, social y política, pues el río Orteguaza es navegable y conecta a Florencia con el interior del departamento. Y así como por este afluente del río Caquetá han transitado personas vivas, también lo han hecho muertas.
Al poco tiempo de llegar a esta tierra lo nombraron corregidor —por su experiencia en el Ejército—, un cargo de elección comunitaria que implica no solo conciliar y resolver conflictos, sino también enfrentar situaciones difíciles, como el levantamiento de cadáveres.
“En este río levanté unos veintiocho cuerpos, pero no ahogados, sino baleados. Fue muy duro”, dice, mientras el sol se refleja en el agua.
—¿Qué lo hizo dedicarse a este ferry?
Se queda en silencio un momento. Luego cuenta que renunció a ser corregidor porque estaba agotado de cargar sobre los hombros los problemas de trece veredas. “Me decían que estaba loco, que nadie quería venir a Caquetá por la guerra, pero yo fui pionero de apostarle al turismo como una forma de pensar este país distinto”, señala.
“Si a mí me preguntan qué me ha hecho feliz, yo respondería que esto, pues ante todo soy ambientalista. Me encanta la fotografía, y a este río siempre le encuentro un ángulo diferente, un color distinto, un sabor nuevo. Esto es libertad”.
El turismo como forma de crear memoria

Los planes que ofrece Darío a bordo del Marcopolo consisten en navegar durante todo un día por el río Orteguaza, observar la fauna y la flora, llegar a una playa para ver el atardecer y disfrutar de una fogata, de una buena comida típica y de las historias del capitán. Pero no se trata solo de turismo recreativo: también es un ejercicio de memoria histórica.
El capitán ha creado un guion en el que narra la historia del Caquetá, incluyendo las masacres del caucho, la colonización del territorio, el auge de la coca, la presencia del M-19 y de las FARC, así como las múltiples atrocidades cometidas por estos grupos, el Ejército y las fuerzas paramilitares.
Regresamos al muelle. Se voltea, me mira y dice: “El hecho de paz más poderoso que yo he vivido ocurrió en septiembre de 2017…”.

Ese domingo, el capitán está alistando todo para zarpar, cuando llegan primero cuatro extranjeros; detrás de ellos, aparecen unas veinte personas que le dicen:
—Somos excombatientes de las FARC. Estamos en la ETCR de Agua Bonita y deseamos conocer su historia, porque queremos trabajar en turismo.
Suben al segundo piso y se acomodan. A las diez de la mañana, arriban varias camionetas blindadas con militares activos, un general y algunas esposas de los oficiales.
—Bienvenido, mi general —saluda el capitán—. Le informo que viajarán con nosotros cuatro extranjeros y veinte excombatientes de las FARC. Ellos están arriba.
—Capitán, no hay ningún problema —responde el general.
—Perfecto. Entonces, vámonos.
El capitán prende motores. Mientras tanto, repasa su guion. Se le seca la garganta, pero se dice a sí mismo: “Hay que contar las cosas como son”.
Empieza:
—A este territorio llegaron los paramilitares, ayudados por el Ejército, y cometieron masacres… La guerrilla de las FARC secuestró, desplazó y asesinó a militares, policías y civiles…
Arriba, los excombatientes escuchan en silencio; abajo, los militares también.
El capitán termina su relato mientras le corren gotas de sudor por el rostro. Después, pone el himno de Colombia, el del Caquetá, los de los extranjeros y el del Ejército.
Pero entonces, uno de los excombatientes se le acerca y le dice:
—Mi capitán, ya escuchamos el himno del Ejército. Queremos escuchar el himno de nuestra organización política.
—Ese no lo tengo —responde.
—No se preocupe, aquí lo traemos.
El capitán duda. No puede simplemente ponerlo sin más. Toma el micrófono y empieza a hablar sobre la importancia de la paz. Entonces, un militar grita desde el fondo:
—¡¿Cómo se le ocurre hacer una apología del terrorismo de esos criminales, de esos matones?!
El capitán mira al militar, luego al general, se pone firme, recuerda sus tiempos en el Ejército y responde:
—Mi general, usted sigue siendo mi general. Pero aquí, en el barco, el capitán soy yo. Y vamos a honrar este nuevo país que estamos construyendo, este nuevo contexto político gracias al acuerdo de paz. Así que vamos a escuchar el himno del nuevo movimiento político de las FARC.
Y lo pone.
Al terminar, para calmar la tensión, pone música y se ubica en la escalera, en el punto intermedio, por si acaso. No quiere enfrentamientos.
Uno de los excombatientes se le acerca y le dice en voz baja:
—Capitán, disculpe, pero queremos devolvernos. Los militares están tomados, andan armados, y nosotros no tenemos nada.
—Tranquilo, no va a pasar nada. No voy a permitir que pase nada —le responde con firmeza.
Sirven la comida. Mojarra. Llegan a la playa.
Y de repente, hay dos excombatientes y dos militares jugando voleibol. Poco a poco se van sumando más. La tarde avanza. El sol se refleja sobre el río Orteguaza.
—Definitivamente, vale la pena hacer esto —dice el capitán del Marcopolo desde su ferry.