De Bogotá al fin del continente: una aventura en motocicleta

Óscar Mena
Carlos Larrota pasó dos años planeando su travesía desde Bogotá hasta Buenos Aires a través de la vía Panamericana. Sin embargo, como ocurre con la vida misma, los planes no siempre salen como se espera. Si bien pensó inicialmente en incluir paradas en Chile, las circunstancias no lo permitieron; aun así, estos cambios no afectaron su determinación de recorrer 10.000 kilómetros a bordo de su moto BMW R 1200 GS.
El viaje, que duró apenas un mes y veinte días, no fue una decisión improvisada. Larrota se preparó desde muy joven, influenciado por su padre y por su amor a las motocicletas. “Empecé a los trece años en una Yamaha FZ 50, en Tame (Arauca). Desde entonces, nunca me bajé de esta increíble nave. Soñaba con ser como mi padre, un hombre que siempre me ha contado sus aventuras en moto, como cuando recorrió Estados Unidos de punta a punta”, relata este llanero de cuarenta y siete años.
Para esta travesía, se entrenó físicamente con ejercicios de calistenia y diseñó un sticker con el número 77, un símbolo personal que lo acompañaría durante todo el trayecto. “Creé un logo que me identificara a lo largo del viaje. Incluí el número 77 porque nací el 7 de mayo de 1977 a las 7:00 p.m., y en el diseño estos números evocan a las montañas que se ven en el camino. Además, agregué mi sobrenombre, Laroute, una adaptación de ‘la ruta’ en inglés”, explica.
Aunque su propósito no era enviar un mensaje motivacional, sino probar su moto y su resistencia física, partió con la aprobación de su familia, amigos y colegas, al igual que con una serie de pulseras bendecidas como amuletos de buena suerte.
Antes de salir, se despidió de su padre, Roberto, quien había planeado acompañarlo, pero Larrota debió convencerlo de desistir. “Hacer ese viaje a los setenta y seis años era muy arriesgado para él. Mis cinco hermanos se enfurecieron conmigo, pero sabía que no era viable. Le expliqué que mi moto estaba asegurada y la suya no, que había que trepar los Andes y contar con todo el equipo de seguridad necesario. Afortunadamente, al final entendió y me dio su bendición”, recuerda.
Así, Carlos Larrota inició una de las aventuras más significativas de su vida, una que no solo lo llevó por paisajes imponentes, sino que también reforzó su convicción de que los sueños, por más desafiantes que sean, vale la pena cumplirlos.
Colombia y el privilegio de apreciar lo nuestro
Vestido con botas de caña alta, guantes de seguridad, pantalón y chaqueta de nailon, antiparras y casco, emprendió su travesía por la carretera nacional, un tramo de rectas interminables, curvas sinuosas y casetas aisladas en medio de la nada.
“He recorrido Colombia de sur a norte y de occidente a oriente, pero esta ruta que tomé para llegar a Ecuador me sorprendió. En primer lugar, Popayán me dejó maravillado; yo la veía en novelas antiguas como un lugar pequeño, pero al llegar me topé con una ciudad inmensa y unos atardeceres sin igual. Luego llegué al Cauca, donde salí bien madrugado para evitar problemas en el camino”, recuerda.
“Estos viajes por carretera permiten ver mejor las maravillas de Colombia. Uno comienza a valorar realmente lo que tiene el país. Vivir esta experiencia en moto es muy diferente de hacerlo en un carro, porque se disfruta todo en carne propia”, asegura.
Antes de cruzar la frontera, recibió una llamada de su amigo Carlos Romero, que le preguntó dónde se encontraba. Lo que no esperaba era que, en unos minutos, estaría a su lado. “Fue algo muy especial, porque mi idea inicial era hacer el viaje solo. Sin embargo, apareció este amigo al que nunca pensé ver, porque cuando hablamos del viaje fue de manera casual. Me dijo: ‘No pienso intervenir en sus planes, solamente quiero acompañarlo en esta experiencia’. Y fue algo surreal, que me hizo confirmar que los ángeles y la protección están en todo lado”, comenta.
Ecuador a todo gas

Antes de subirse a la moto para recorrer más de 600 kilómetros por día, Larrota revisaba que todo estuviera en orden. “Este no fue un viaje para reencontrarme, simplemente es algo que planeé por puro gusto y deseo. Por eso, mi rutina era relativamente sencilla: agradecía al de arriba, me reportaba con mi familia, cogía la bolsa de pulseras bendecidas que me dieron para el viaje, me persignaba y me iba”, cuenta.
Con una velocidad promedio de 100 a 120 kilómetros por hora, batió sus propios récords de distancia recorrida, algo con lo que cualquier motero sueña en algún momento de la vida. Como un rayo negro, pasó de pueblo en pueblo escuchando música llanera, concentrándose en el camino al ritmo del arpa y la voz de Juan Harvey Caicedo.
Sin aminorar la marcha, siguió la ruta de su mapa digital rumbo a Quito, pero, lejos de arribar a la capital ecuatoriana, terminó en Salvador, en la costa. Allí empezó a agotar sus reservas de gasolina hasta llegar a Montañita, donde enfrentó su primera gran prueba de resistencia. “El mapa se volvió loco y me sacó de la ruta que tenía. Hicimos quince horas y llegamos destruidos a buscar dónde descansar, con el cansancio a tope. No tuvimos otra opción que quedarnos dos días, porque los músculos estaban adoloridos de tanto esfuerzo”, explica.
Luego, continuaron el viaje rumbo a Perú. Se prepararon mentalmente para el desafío, ya que tendrían que atravesar la cordillera del Cóndor, el imponente paso de los Andes que sirve de frontera internacional entre ambos países.
Perú y los riesgos que hay que tomar

Durante el trayecto, Larrota realizaba paradas técnicas para abrir una de las cajuelas, sacar un banano y recargar energías; no obstante, en una de esas pausas olvidó asegurar la cajuela y uno de sus guantes salió volando.
“Nos detuvimos en el cañón del Pato, un lugar que tiene 49 túneles y no hay más que carretera y abismo. Además, es un solo carril, por lo que si viene un carro, uno se tiene que hacer a un lado, y ni hablar de los buses, que van a toda velocidad. Ahí teníamos que prepararnos para subir nuevamente a los Andes y pensé: ‘Qué son 4.700 metros sobre el nivel del mar, eso es subir y bajar suave’, cuando nos tomó por sorpresa una granizada, y yo dizque con un guante de ciudad. Sentí tanto frío que me tocó poner la mano directamente sobre el motor para tener un poco de calor. Obviamente, me quemé”, relata.
En medio del descenso de los Andes, divisó fuego al costado de la carretera. Sin saber exactamente de qué se trataba, su instinto lo llevó a detenerse y acercarse. “En ese momento uno no está pensando en el peligro, solo en sobrevivir, porque la cosa ya estaba muy dura. Por fortuna, el fuego pertenecía a una familia indígena que estaba cocinando un cerdo en una olla gigante. Me ofrecieron arepa, mate de coca, tinto, huevos, pan, y logré estabilizarme”.
“En Cuzco nos quedamos tres días. Sin embargo, ahí fue donde mis amigos y mi familia desempeñaron un papel clave para seguir adelante. Gracias a las publicaciones que hice en Instagram, me enviaron su apoyo e incluso dinero para una cerveza, una tanqueada y hasta para quedarme en un hotel de lujo. Esas fueron bendiciones que me llenaron de energía y ánimo, y me hicieron saber que estoy rodeado de personas que realmente me estiman”.
Larrota atribuye esto a su optimismo y su capacidad de ver la vida sin problemas, solamente con retos por superar. Durante su estadía en tierra inca, una tienda especializada en montañismo le ofreció, además, un generoso descuento en unos guantes especiales para el frío. Así, cerraron su paso por Perú con un fugaz recorrido por el oasis de Huacachina, las dunas de Ica y las líneas de Nazca.
Bolivia: cómo adaptarse a la adversidad

Larrota continuó su viaje rumbo a la frontera con Bolivia, donde se encuentra el icónico lago Titicaca. Su recorrido lo llevó a La Paz y, finalmente, al impresionante salar de Uyuni. “Esa es una parada obligatoria en este viaje. Quedé sorprendido por ese paisaje porque parece sacado de otro planeta: son 120.000 kilómetros cuadrados de sal. Allí también se encuentra una de las reservas de litio más grandes del mundo”.
Sin embargo, la aventura no estuvo exenta de desafíos. La moto, que hasta el momento había funcionado a la perfección, comenzó a mostrar una leve falla. “Resulta que en el camino paré a tanquear y me vendieron gasolina que era mitad agua. La moto empezó a fallar, perdió potencia y no agarraba los cambios. Ahí es donde le aconsejan a uno que no pare, que continúe hasta que toda esa agua se evapore, y eso hice”.
“Quedé sorprendido por el poder de esta máquina, a la que llamé Sombra porque nunca se apartó de mí, nunca me dejó botado y siempre entregó todo en el camino. Tuve la fortuna de no pincharme ni una sola vez, ni tener una falla mayor. No cambio esta moto por nada del mundo, me enamoré de su poderío”, confiesa.
La experiencia le dejó una lección clara: al igual que su fiel compañera de viaje, él también debía llevar su cuerpo y su mente al límite. Con la imagen de su esposa, Camila, y su hijo, Pablo, esperándolo en Buenos Aires, encontró la motivación necesaria para seguir adelante. Su objetivo era claro: completar este maratónico viaje en el tiempo exacto que le habían dado de vacaciones en su trabajo.
Argentina, el camino de la consolidación

Al llegar a la provincia de Jujuy, en Argentina, se topó con un cartel que decía: “Buenos Aires a 1.909 kilómetros”. La distancia equivalía a un viaje de ida y vuelta entre Bogotá y Santa Marta, y tantos kilómetros de asfalto comenzaron a sembrar en él una leve desesperación. Sin saber muy bien cómo reaccionar, recordó que estaba a punto de adentrarse en la mítica Ruta 40, un trayecto icónico entre moteros del continente, que se extiende desde La Quiaca hasta la provincia de Santa Cruz.
“Me dije a mí mismo: ‘Dios mío, falta mucho. ¿Cómo lo voy a lograr?’. Llevé mi cuerpo al límite”. Sin embargo, antes de sucumbir al miedo, reconoció que aún le quedaba mucho por dar. “Decidí enfrentar el miedo y me sorprendió lo poderoso que puede ser el cuerpo humano. Ahí entendí que los límites los ponemos nosotros mismos. Si cuidamos el cuerpo y somos conscientes de eso, este nos llevará a donde queramos”.
Con esa mentalidad, él y su amigo llegaron a Rosario, un destino en el que debían maximizar las medidas de seguridad, según las recomendaciones de otros moteros. No obstante, la experiencia fue totalmente distinta. En pleno centro de la ciudad, un argentino se acercó y les ofreció hospedaje en su hogar.
“No sé cómo se nos pasó por la cabeza aceptar la invitación. Nos entregamos completamente, sin saber qué podía pasar. Tanta hospitalidad no es normal, pero a veces estas cosas suceden. Son esos momentos donde sientes una mano protectora que te guía, que te da la fe necesaria para continuar. Así superamos el miedo a la incertidumbre y nos abrazamos a un futuro que resultó ser muy prometedor”, recuerda.
Tras dos días de descanso en Rosario, retomaron la ruta hasta finalmente alcanzar su meta: Buenos Aires.
El agotamiento del cuerpo y la mente se desvaneció cuando divisaron a lo lejos el centro de la capital argentina. En el camino, los transeúntes los saludaban con emoción al reconocer la placa colombiana que confirmaba su hazaña: completar su aventura en moto por el subcontinente. “Es una satisfacción brutal, una emoción indescriptible porque no podía creer que había cumplido mi sueño”.
Finalmente, Larrota se tomó una foto en el Obelisco de Buenos Aires, hizo un viaje fugaz a Uruguay y luego regresó a Bogotá en avión al lado de su familia y, obviamente, de su moto.