Costa Rica: crónica de un ataque de hormigas y un viaje alrededor de los volcanes

Simón Granja Matias
La niebla lo cubre todo. Solo se ve blanco; se siente frío y húmedo. Algunas personas se muestran ansiosas, se asoman desde la baranda y se inclinan sobre el vacío. “¿Vine hasta acá para esto?”, se pregunta un hombre mientras se frota las manos y ajusta el cuello de su chaqueta. Unos niños corren y observan los huecos señalados sobre el asfalto. “Esos son los cráteres que dejaron las rocas arrojadas por el volcán”, explica Mass Elizondo, mi guía durante estos días en Costa Rica. “Paciencia —añade—, ya se va a despejar”.
El viento sopla con fuerza, como si intentara mover esta nube tan densa que parece sólida sobre el cráter del volcán Poás. El aire aquí tiene algo especial, distinto. No son los gases tóxicos que ocasionalmente puede expulsar el volcán —para eso hay alarmas que indican si el aire es seguro o no—, sino que se siente como cuando se entra en un templo. Nunca había estado tan cerca de un volcán activo, y ahora comprendo por qué las culturas indígenas que habitaron aquí consideraban sagrado este lugar, al que llamaban Chibuzu (la Casa de Dios).

Y aun cuando Costa Rica ha implementado múltiples medidas de seguridad para los visitantes —desde monitoreos constantes de la actividad volcánica hasta señalizaciones claras sobre cómo actuar en caso de emergencia—, estar al borde del cráter genera una mezcla de adrenalina, respeto y asombro. Es la misma emoción que solo inspiran los lugares más majestuosos de la naturaleza. Estar aquí es un privilegio, pues hay pocos sitios como este en el mundo.
Se estima que existen unos 1.500 volcanes potencialmente activos en todo el planeta, pero son escasos los que se pueden visitar y mucho más escasos los que tienen un acceso tan sencillo como el Poás: se llega en carro, se parquea en la entrada del parque y se camina unos pocos kilómetros por senderos asfaltados y señalizados hasta el mirador donde estoy ahora, esperando ver el espectáculo natural que aún me niega la niebla. Mientras veníamos en camino, Mass contó que en abril de 2024 estaba guiando a unos turistas por esta misma carretera cuando el volcán hizo erupción.
“Vi cómo la nube de gases se elevó y de inmediato me informaron que el parque acababa de cerrar”, relató mientras miraba hacia la montaña. Esa erupción, una de las más fuertes en la última década, generó una columna de gases que alcanzó los 600 metros de altura y arrojó ceniza seca y ácida. Daniel Corrales, el conductor que nos acompaña, recordó cómo su carro quedó cubierto de ceniza durante días, y además tuvieron que usar tapabocas por la toxicidad del aire.
Mientras cuentan sus historias de vida cerca de un volcán, miro el paisaje que me recuerda la salida de Bogotá: una carretera sinuosa con vistas a un verde que se extiende. Sin embargo, se ven parches de vegetación que parece quemada.

Esto es producto de la lluvia ácida que generan los gases volcánicos, con la que convive la población asentada en la falda del Poás, unas 400.000 personas. Y es que este volcán se encuentra en la provincia de Alajuela, a 37 kilómetros de San José, la capital de Costa Rica; incluso, a medida que se va subiendo, se alcanza a vislumbrar la ciudad. Ya han pasado quince minutos y la neblina no se va. “Paciencia”, dice Mass.
Recuerdo a Henry David Thoreau, autor de Walden, uno de los ensayos más importantes de la literatura estadounidense, escrito en 1845 pero aún vigente, que aborda temas como la búsqueda de una vida más simple y la necesidad de preservar la naturaleza como el núcleo de nuestra existencia. En este libro, Thoreau señala que una de las grandes lecciones de la naturaleza es la paciencia, una virtud que la modernidad, con sus ciudades y tecnología, ha ido erradicando progresivamente.
La velocidad se ha entendido como sinónimo de eficiencia y productividad, pero la naturaleza trata de apartarse del algoritmo: aquí parece ajena a los caprichos del ser humano y del desarrollo. Mis pensamientos se ven interrumpidos por el grito de un niño: “¡Se está viendo!”.
Algo se alcanza a ver, pero la nube no entrega todo inmediatamente. Deja abrir algunas ventanas que permiten ver el agua color azul turquesa: una mezcla entre el azul del cielo y el verde de las plantas, aclarado por un poquito de blanco de nube, que se encuentra en la caldera del volcán.
En la distancia se ve un burbujeo: esta agua tiene una temperatura entre los 20 y 50°C, en estado normal, pero a esta también llegan fuentes de aguas termales entre los 60 y los 90°C; además, es totalmente tóxica, pues su pH está casi en cero. Vale la pena anotar que este volcán figura entre los 30 lagos cratéricos ultraácidos registrados en el mundo. Mass empieza a contar que el Poás tiene tres cráteres.
“En este momento estamos en el principal y más popular, ya que es la laguna caliente”, señala. Es este el que está activo y que ha presentado erupciones más seguidas desde 1828. Estas presentan, a menudo, eyecciones de agua, como los famosos géiseres; aunque, según explica la guía, cuando el agua desaparece por completo es señal de que va a haber una gran erupción.

Los otros dos cráteres son la laguna Botos, de aguas frías, y el Von Frantzius, el cráter más antiguo y cuya forma es difícil de ver a causa de los numerosos derrumbes. La nube se disipa por completo. Las personas corren hacia la baranda, sacan sus celulares y comienzan a tomar fotos.
Ante ellos se revela un enorme cráter, uno de los más grandes del planeta, con un diámetro de 1.320 metros, en el que podrían caber aproximadamente 192 estadios de El Campín, y con una profundidad de 300 metros entre el mirador, situado a 2.560 msnm, y la laguna caliente, donde podría entrar la torre Eiffel sin su antena.
Se eleva una bocanada de aire por las laderas del volcán, se siente un leve calor y hay un fuerte olor a azufre. Miro las luces que avisan si es un aire tóxico.
Afortunadamente, la luz roja no se prende. El camino hacia el otro cráter atraviesa un túnel de vegetación tupida. Este sendero, en particular, está rodeado por un bosque enano. A lo largo del recorrido, hay resguardos diseñados para ofrecer protección en caso de que el volcán arroje en una erupción enormes piedras que pueden llegar a kilómetros de distancia. Turistas de todas las edades y condiciones físicas recorren el sendero, y entre las voces que se escuchan, varias son de colombianos.
Colombia se destaca como el principal emisor de turistas hacia Costa Rica desde Suramérica, a pesar de la exigencia del visado estadounidense. Un ejemplo de esta conexión es Wingo, la única aerolínea de bajo costo que opera vuelos desde Colombia (Bogotá y Medellín) hacia San José, y que, junto con al Instituto de Turismo de Costa Rica, patrocina este viaje. En medio de esta maraña de árboles, se puede observar un ave muy bella: el rualdo. Los machos de esta especie, que se encuentra únicamente en Costa Rica y Panamá, tienen un plumaje verde intenso en el lomo y amarillo dorado en el pecho; poseen una ceja también dorada y una corona de azul claro, similar al collar que llevan.
Su canto tiene una particularidad: es un simple silbido, que no se corresponde con su belleza. Finalmente, llegamos a la laguna; en comparación con el otro cráter, está inactiva, rodeada de vegetación y el color de su agua es verde esmeralda. Pequeñas nubes pasan y rozan la superficie, por lo que se forman ondas. Empieza a llover. “Bienvenido a Costa Rica”, dice Mass.
Los chistes del maestro
“¿Por qué si hay un desierto, no hay uno de mentiras?” (risas). “La gente estudia economía, ¿por qué no estudia la suya?” (más risas). “Van dos globos en un desierto, y uno le dice al otro: ‘Mira, mira, un cactussssssss’” (más risas). El autor de los chistes es el maestro William Valverde. Estamos en la Escuela de Pintura Típica Sarchí, en Sarchí, provincia de Alajuela, a aproximadamente una hora de San José. El maestro Valverde suelta un chiste cada vez que puede. Sean buenos o malos, no importa, siempre logran sacar una sonrisa, y para él eso es suficiente.
Desde los doce años empezó a trabajar porque había mucha necesidad en su familia. “Tocaba ayudar al patrón. Yo no estudié. Por delante mío había siete hermanos que tenía que ayudar a mantener”. A los 18 años comenzó a trabajar en las artesanías de su pueblo. Hoy, a sus 70 años, lleva 52 dedicados a la pintura típica de Sarchí. Es el pintor más viejo de los 30 que aún practican este estilo artesanal, una tradición con más de 125 años de historia. El maestro cuenta que este estilo comenzó con diseños simples.

En aquel tiempo no existían los vehículos motorizados y las carretas tiradas por bueyes se utilizaban para todo: como ambulancia, carroza fúnebre, transporte de novios al matrimonio, y para cargar café, frutas, verduras… Con la llegada de los vehículos motorizados, las carretas empezaron a desaparecer. “No es económico mantener una yunta de bueyes. Sin embargo, en este pueblo la tradición se mantuvo gracias a personas adineradas”, comenta.
En Sarchí, cada 25 de julio se celebra la fiesta de Santiago de Compostela con un desfile de carretas pintadas, y cada 28 de diciembre se hace un desfile nacional en San José. La tradición de las carretas tiradas por bueyes data de mediados del siglo XIX, cuando eran el principal medio de transporte desde el Valle Central, en las montañas, hasta Puntarenas, en la costa del Pacífico. Cada viaje tomaba entre diez y quince días. Estas carretas tenían ruedas sin radios, un híbrido entre el disco azteca y la rueda de radios española, diseñadas para avanzar sin atascarse en el fango.
A principios del siglo XX, comenzó la tradición de pintarlas y adornarlas. Con el tiempo, se empezaron a organizar concursos para premiar a los artistas más creativos, una costumbre que persiste hasta hoy. “Una vez que la carreta se comenzó a convertir en un medio de transporte obsoleto, la demanda empezó a disminuir, y con ella, el número de artesanos que dominan esta técnica”, señala la Unesco en la descripción de esta tradición, declarada patrimonio inmaterial de la humanidad en 2008.
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“Me encargaron 20 ruedas para la oficina de la ONU en Costa Rica. Querían diseños únicos e irrepetibles. Imagínese el reto”, cuenta emocionado el maestro Valverde. “Solamente me quedan dos por hacer”, añade. La clase consiste en pintar una estrella, una figura básica en este estilo de pintura. Cada punta de la estrella tiene dos lados: izquierdo y derecho. Primero, se pintan los lados izquierdos con colores suaves; luego, los derechos con tonos más fuertes.
Finalmente, se agregan diseños sobre la estrella. “¿Está claro? Fácil, ¿verdad? Vamos a ver cómo les va. Quien mejor lo pinte se llevará una rueda pintada por mí”, dice mostrando el trofeo. Empieza la competencia.
El maestro, divertido por nuestros errores y concentración, prende un parlante enorme y pone cumbia. Improvisa un tambor con un botellón vacío de agua que tiene escrito “Los Jalapeños y su música picante”, y con el pie presiona un pollo de hule que suelta un chillido ahogado. “¡Tiempo!”, dice el maestro. Pasa por cada puesto, revisa las obras y declara ganadora una que, obviamente, no es la mía.
Pura vida
Estoy en la miniván mirando el paisaje reverdecer mientras llueve, mientras vamos en camino a otra aventura. Este es un recorrido de más o menos dos horas y media desde San José hasta La Fortuna de San Carlos, pueblo de entrada al Parque Nacional Volcán Arenal. La primera parada es el Parque Místico, conocido por los famosos puentes colgantes de Costa Rica.
En total, el parque cuenta con seis puentes colgantes, unos más extensos que otros, pero todos permiten pasar de lado a lado sobre una quebrada, acompañado de las copas de los árboles, con vista al imponente volcán Arenal. La caminata es por senderos completamente señalizados y asfaltados, a través de 250 hectáreas de selva tropical. Nos bajamos de la miniván y nos adentramos en la selva. Me detengo.
Observo un camino de hormigas podadoras, cada una de las cuales lleva un pedazo de hoja. Luego miro hacia arriba, y noto que son pocos los espacios que permite la vegetación para que se pueda ver algún resquicio de cielo. El ruido es absoluto, tan absoluto que se convierte en silencio. Costa Rica, con apenas 51.100 km2 de superficie terrestre y 589.000 km2 de mar territorial, alberga más de 500.000 especies, lo que representa el 4 % de todas las especies estimadas en el mundo. Esto lo posiciona como uno de los 20 países con mayor biodiversidad del planeta.
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Sin embargo, más allá de esta cifra, lo más destacable de Costa Rica es su incansable esfuerzo por preservar aquello que lo define: su naturaleza. Los logros alcanzados son admirables: más del 98 % de su energía proviene de fuentes renovables, la cobertura forestal abarca más del 53 % del territorio tras décadas de arduo trabajo para revertir los efectos de la deforestación, y aproximadamente una cuarta parte de sus áreas terrestres se han transformado en zonas protegidas o reservas.
Este parque es muestra de ello. El recorrido por esta selva se puede hacer en dos horas, sin ninguna prisa. Y con paciencia, se pueden observar especies de todo tipo, desde insectos hasta grandes mamíferos. “Miren, ahí están”, grita alguien. Justo en la salida, una familia de monos araña se da el gusto de brincar de árbol en árbol.
“Es época de embarazo; miren”, dice Mass, y señala a una de las primates que muestra la pancita. De repente, suenan las palabras mágicas: “Es hora de comer”. En Costa Rica, como en cualquier país, hay varios platos típicos, pero hay uno que es un imperdible: el casado. Una comida abundante a base de carne de vaca, pollo, cerdo o pescado, acompañada de fríjoles, arroz, plátano, palmito y huevo.
Se estima que este plato nació a mediados del siglo XX, época en la que, con el aumento de la fuerza trabajadora en San José, los populares almorzaderos conocidos como sodas tenían que ofrecer a los trabajadores un plato económico que los alimentara bien. Así nació este combinado, al cual llamaron casado porque los trabajadores les pedían a las cocineras más comida, como si estuvieran casados con ellas.

Algo clave es adobar la comida con la popular salsa Lizano, un ingrediente esencial en las cocinas costarricenses durante casi un siglo. Es hora de descansar. Nos dirigimos al Hotel Manoa, donde pasaremos la noche. Este lugar ofrece una vista privilegiada al volcán, además de aguas termales, cabañas acogedoras y varias piscinas. Me sumerjo en las aguas termales del hotel.
Comienza a llover, y mientras las nubes se dispersan, el volcán se revela en la oscuridad como una silueta dibujada por la luz de la luna que tímidamente aparece.
Cuando las hormigas atacan
Llegamos a la orilla del lago Arenal, situado en la falda del volcán con el mismo nombre. Es un embalse que actualmente produce el 40 % de la energía de Costa Rica. Se creó en 1973, lo que implicó la inundación de dos poblaciones, Arenal Viejo y Tronadora, al igual que la reubicación de sus habitantes. Este lago, el más grande del país con 85 kilómetros cuadrados, junto con su periferia, es considerado territorio Ramsar, lo que lo reconoce como un humedal de importancia internacional. Nos embarcamos en un ferry.
“Pura vida”, nos dicen los guías a modo de saludo. Esta expresión la he escuchado durante todo el viaje, incluso se ve en su eslogan. Su origen es curioso, pues se creó a partir de una película mexicana de 1956 que llegó a Costa Rica y se popularizó en el país, y desde ese entonces se usa para todo. A medida que navegamos por las aguas quietas del lago, la vegetación se extiende a nuestro alrededor.
Se escucha el canto de aves, y el guía cuenta que una de las principales actividades que se hacen en esta zona es el avistamiento de aves y de algunos mamíferos, que pueden ir desde el imponente jaguar hasta pequeños monos o una nutria. “Miren”, dice el guía. En una curva de la laguna, una pequeña nutria juega, se sumerge y emerge. Comienza a llover más fuerte y el animal nos empieza a seguir. El volcán sigue oculto por las nubes.

Llegamos hasta una isla. “Este es un lugar ideal para practicar kayak o paddling. Desembarquemos acá”, dice uno de los guías. Soy el primero en saltar del barco, descalzo, y antes de subirme en la tabla siento que me están apagando fósforos en los pies. El guía, que lleva botas y pantalones, también empieza a saltar y dice: “Nos paramos en un hormiguero”.
Me meto al lago, pero ya tengo los pies cubiertos de hormigas de fuego, a las que no les importa estar bajo el agua y siguen picando y mordiendo, picando y mordiendo. Recurro a la técnica del manoteo hasta que no tengo ni una hormiga más pegada a mí. Alcanzo a contar unas 70 picaduras. Las consecuencias las pagaré por la noche, cuando la picazón sea insoportable, pero mientras tanto me centro en el equilibrio, me pongo de pie y parece como si flotara sobre el agua.
La naturaleza en ese instante se congracia conmigo, quita la nube del volcán y me permite ver todo su esplendor. El sol sale, y estoy de pie en la mitad del lago más grande de Costa Rica, junto al Arenal, uno de los volcanes más activos del mundo, de sombrero. Regresamos en la embarcación al muelle, mientras los tripulantes sirven patilla, café y unas deliciosas empanadas y arepas con jalea de piña. Uno de los guías comienza a relatar la historia del volcán, mientras lo contempla.
La tragedia más grande que ha generado este coloso ocurrió el 29 de julio de 1968, cuando a las 7:30 de la mañana erupcionó violentamente, después de que su actividad más reciente se registrara en 1500. Fue tal el poder de la explosión, que destruyó dos pequeñas poblaciones aledañas: Pueblo Nuevo y Tabacón, dejando a más de 80 personas fallecidas y otras tantas desaparecidas.
Desde ese momento, el volcán estuvo en constante actividad hasta 2010, cuando tuvo su última erupción fuerte; desde ese entonces, se ha mantenido en calma. “Quién sabe hasta cuándo”, dice el guía con tono de misterio. Se acaba el viaje, no sin antes recorrer el Teatro Nacional de Costa Rica y el Museo del Oro en San José. “Pura vida”, se despiden Mass y Dani. Sí, Costa Rica es pura vida.
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