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agosto 30, 2013
Estilo de vida Viajes

Un paseo por los campos de Té verde en China

En Hangzhou crecen las 360 variedades de té que se consumen en el mundo.
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Cuántos cuentos chinos. Uno de ellos es protagonizado por Yongzheng, cuarto emperador de la dinastía Qing, quien pasó por la ciudad de Hangzhou sin tiempo para probar el té de la zona, así que metió en su bolsillo algunas hojas frescas de la Camellia sinensis, planta de la infusión, y el olor que lo impregnaba curó a su madre enferma. Similar es el de Bian Que, fundador de la medicina tradicional, quien experimentaba con distintas hierbas para conocer sus propiedades hasta que una de esas lo envenenó; cuando estaba perdiendo la conciencia tapó su boca con hojas de té, de la misma zona, y el tóxico desapareció.

Estas historias surgen en aquella villa verde que es Hangzhou, situada a las orillas del río Qiantang,la misma que a finales del siglo XIII fue calificada por Marco Polo como la ciudad más elegante del mundo. Y me parecían fábulas, hasta que allí mis ojos reconocieron lo imborrable: el lago del Oeste con sus diques artificiales, considerado el corazón de Hangzhou y patrimonio de la humanidad, cubierto por un velo de bruma cortado por el sol. Al fondo, montañas tapizadas con té verde, frondosos alcanfores y aromáticos laureles, que bordean las réplicas de las pagodas destruidas por los piratas, de madera y techos puntiagudos, acariciadas solo por rayos que pintan el cielo con electricidad. Así, ¿cómo negar la inspiración que llevó a los escritores a bautizar esta tierra como “El parque de las oropéndolas que cantan entre los sauces llorones primaverales”? Sí, de los 36 lagos de China, este podría ser el más hermoso para los románticos.

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La variada vegetación se complementa con la arquitectura moderna de Hangzhou, que alberga nueve millones de habitantes, en su mayoría ancianos, que reciben el día con taichi para equilibrar la energía del yin y el yang, una de las razones de su buena salud pues su pronóstico de vida llega a los 89 años. Aunque también le dan mérito al té que toman a diario y bajo cualquier excusa. “Otro cuento chino”, pensaba.

Un camino de hojas

Lentamente, al descubrir China desde tecnológicas y contaminadas urbes como Shanghái y Beijing, hasta un paraje rural como Hangzhou, dejé de ser incrédula: el té para sus habitantes es más que el café para los colombianos, no solo por sus muchas variedades (amarillo, blanco, rojo y de jazmín, con sabores que van desde los naturales hasta los fermentados y los aromáticos), sino por su tradición centenaria. Por ejemplo, ya en 1820, John Walker, creador del whisky Johnnie Walker, consideraba que el té era el producto más lujoso de su tienda de abarrotes en Kilmarnock (Escocia). En esa época comercializaba el negro Lapsang Souchong, que provenía del monte Wuyi, de la provincia Fujian (casi a 500 kilómetros de Hangzhou), caracterizado por el sabor ahumado de sus hojas, que habían sido secadas sobre fogatas de pino. Ese fue el primer té que llegó en barcos de vela a Europa en el siglo XVIII y, más adelante, esa mezcla de lo ahumado con el té fue la inspiración para crear el whisky escocés.

Hoy resulta distinto. El té más apetecido es el verde, por su producción artesanal y las propiedades curativas que se le atribuyen. Este ha puesto en el mapa mundial a Hangzhou, “La capital de la navegación” como traduce su nombre. Un adjetivo apropiado dada su cercanía con el río Yangtsé, el mar oriental y el gran canal de China. Allí se originaron los primeros jardines que marcaron la tradición paisajística en Japón y Corea, que actualmente se mantienen gracias a una ley del gobierno que obliga a cambiar las flores cada mes.

En primavera esta ciudad es un jardín floreado y en el otoño las calles se tapizan con hojas de colores. Ahora, en verano, el clima puede alcanzar los 40 grados centígrados y se siente bastante húmedo, así que no es el momento más esperado por la comunidad agrícola que surgió hace 7.000 años en el sector y que apenas hace 600 empezó a cultivar la famosa planta de té verde denominada Pozo de Dragón, “Long Jing”, la más apetecida en China.

Rumbo a las terrazas

Esa ciudad desaparece mientras avanzo rumbo a las plantaciones de té por un camino de asfalto que se compenetra con la vegetación tupida. De pronto, cultivos en terrazas, que años atrás me habían sorprendido en Machu Picchu, acaparan todas las montañas con pequeñas matas de hojas lisas y alargadas. Una bruma blanca intensa no me permite apreciar por completo ese tesoro: de allí salen las 360 variedades originales de té verde que se consumen en el mundo. La vida de una de estas plantas es de 100 años y cada dos se corta para que crezca más fuerte.

Ya me siento bastante lejos del esmog. Estoy exactamente donde la nieve es el insecticida que se espera con ansia en el invierno y donde no han ganado terreno los químicos para evitar las plagas ni los fertilizantes, lo único que se usa es un papel amarillo que caza insectos. Toco la tierra y noto que se conserva húmeda, no podría ser de otra manera ya que la mitad del año llueve. Eso y la arena, que la vuelve un poco ácida, son condiciones que favorecen el crecimiento de la planta de té verde.

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Y como una más de las costumbres chinas, la cosecha que veo empezó con la Fiesta de los Difuntos, que se celebra en abril. Las mujeres todavía están recogiendo las hojas más tiernas. Lo hacen a mano ya que sus dedos son más ágiles y finos. Las mejores logran unos dos kilos de hojas frescas después de varias horas, pero normalmente se necesita del trabajo de cuatro mujeres para producir esta cantidad al día. Las aprendices tardan unos tres años en dominar la técnica para alcanzar esa pequeña cantidad sin quebrar hojas o estropear el arbusto. Y de los cuatro kilos de material que quedan después del proceso, tan solo uno es apto para el consumo.

Luego viene el trabajo de los hombres: convertir las hojas en lo que se conoce como los “párpados de Buda”. Durante ocho horas, a una temperatura de 80 grados centígrados, se cocinan en un gran wok previamente aceitado con grasa de la semilla del té; al mismo tiempo, las manos varoniles esparcen lenta, precisa e irregularmente el té sobre el hierro caliente. Wemg Hian, de contextura fuertísima, se ha dedicado a este oficio por más de diez años y me cuenta que la experiencia le ha permitido evitar las quemaduras. Hoy, la sensación que le generan las hojas en su mano le permite reconocer el grado perfecto de humedad y fibra. Su escuela fue su casa y su maestro, su padre.

La hora de la verdad

Después de estos descubrimientos aumenta mi ansiedad por probar el famoso Pozo de Dragón y comienzo a pensar si sentiré el poder del animal que caracterizaba a los emperadores. Llega mi momento. Es la ceremonia del té. Una joven de ojos almendrados me saluda con la cabeza abajo y una tetera en la mano que ubica a una distancia poco prudente del vaso. Sus movimientos bruscos generan una cascada de agua que cae en el recipiente de cristal. Ese es el saludo del ave Fénix y se hace cuando hay un invitado de honor. Debo responderlo con respeto: tocando tres veces la mesa con los dedos índice y corazón. Ella sonríe.

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El agua no está hirviendo para no quemar el té verde pero, igual, espero los tres minutos recomendados antes de meter las hojas sueltas que al bajar lentamente forman un paisaje otoñal. Como si fuera vino, lo huelo. Es tan natural. Luego permito que el vapor toque mi cara y mis ojos. Así es el ritual. Lo tomo puro pero también hubiera podido añadirle limón o miel. Hay hojas en mi paladar y sabor a campo en mi boca.

Usualmente este té se toma después de la comida o el almuerzo pues ayuda a la digestión y esta es apenas una de sus muchas propiedades ya que además se considera antioxidante, permite perder peso, reduce la acumulación de grasa en el hígado, activa la circulación, evita el endurecimiento de las paredes arteriales, es anticancerígeno, vence el estreñimiento, reduce el estrés, tiene vitaminas A y E, y baja los niveles de glucosa en la sangre. Estudios científicos demuestran sus virtudes y la medicina tradicional china las impulsa. Para mí, observar la contextura delgada y sana de la población de esta franja de Asia es suficiente prueba.

Pienso en eso, disfruto de la bebida natural y vuelvo a la conversación: explican lo que pasó con el aceite de la vasija, las hojas lo absorbieron y, al parecer, cuando el té entra en el cuerpo hace eso mismo. La niña de ojos almendrados pone arroz con yodo en un vaso y lo revuelve (ese es nuestro estómago con licor y grasa). Le vierte agua y lo cuela. El arroz sigue negro. Repite el mismo proceso pero usando té y el cereal queda limpio. Palabras, en cualquier idioma, son innecesarias. ¿Es tan mágico como parece? Después de todo, no importa. Es fascinante. Y me declaro creyente del té verde, que cura a sus emperadores y a sus campesinos, que embellece sus tierras, que no falta en sus mesas, que conquista a sus comensales y que, en mi opinión, podría ser el manjar para cualquiera de sus dioses budistas. 

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