¿Por qué un colombiano debería visitar la Hong Kong reinventada?
Diego Senior
Si en China honran la armonía más que otros valores culturales, su ciudad global es prueba hecha urbe. Una montaña de verde profundo, una bahía con nombre de reina británica, ambas vestidas con más de 300 rascacielos lo ratifican.
El jardín Nan Lian, inspirado en la arquitectura y el paisajismo tradicionales chinos, es un remanso de paz y tranquilidad en medio de las caóticas calles del centro. Foto: GuoZhongHua/Shutterstock.
Su gente también. Toma tiempo y varias visitas a Hong Kong para discernir entre los matices que separan al hongkonés del chino continental, empezando por el dialecto, el cantonés es más rítmico que el mandarín.
De hecho, la mitad de sus habitantes hablan mandarín, pero no les gusta, les toca hablarlo por el comercio con el resto de China. Les sucede algo similar con el inglés: la mayoría de los taxistas (en sus inconfundibles automóviles rojos con blanco) lo entienden porque los barrios tienen nombres tanto chinos como británicos: Mong Kok, Soho, Wan Chai, Prince Edward. En todo caso, al extranjero prefieren hablarle en inglés que en mandarín.
Un puesto callejero de frutas. Foto: sevenke/Shutterstock.
La armonía entre selva tropical y metrópolis futurista se siente particularmente en Central, barrio que hace honor a su nombre. Es el punto medio entre el inicio de la montaña más alta de la isla y el muelle principal.
Ahí están la mayoría de los 317 rascacielos que tiene Hong Kong, pertenecientes a bancos, e interconectados unos con otros por pasajes elevados y escaleras eléctricas, cuyo uso borra las líneas entre propiedad privada y espacio público.
En el monasterio de los diez mil Budas, en los Nuevos Territorios, una escalera de 400 peldaños, costeada por 500 estatuas de Budas de tamaño humano, lo llevan al interior donde hay más de 13.000 esculturas. Foto: Daniel Indiana/Shutterstock.
Justo ahí, en Central, está The Murray. La palabra dicha le queda pequeña. Un edificio del gobierno rediseñado en la década de 1970 acoge antiguas oficinas convertidas en habitaciones de lujo con baños que derrochan mármol y arte en cada esquina.
Una impactante obra del coreano Bahk Seon-ghi parece sentirse en casa como protagonista del lobby. El personal de la noche está en perfecta armonía con el de la mañana y lo demuestran en su atención detallada al placer del huésped, en minucias particulares como la cena de anoche, pero jamás sin entrometerse.
Hablar con un mesero es hablar con el gerente del lugar a la vez. Organización comparable en pulcritud a la propia del partido político que gobierna el país.
No puede irse sin haber probado los baos, masas de levadura usualmente rellenas de vegetales o cerdo. Foto: Konstantin Kopachinsky/Shutterstock.
LA GASTRONOMÍA, PUNTO DE ENCUENTRO
Cruzando la calle están los rascacielos construidos hace medio siglo, en la posguerra. Quedan pocas construcciones que sobrevivieron los bombardeos japoneses y pululan las que vinieron en la reconstrucción. Torres en colores pastel de treinta o cuarenta pisos de viviendas diminutas para la eterna clase media china, con ropa colgando de las ventanas casi absorbidos por la selva, parte de ella.
Las tardes de té al estilo británico son una tradición hongkonesa por excelencia. Foto: petereleven/Shutterstock.
Abrumador escenario: concreto absorbido por ramas de árboles, que acogen templos antiguos, de rojo percudido, con ofrendas en incienso y frutas, separados de los colosos de concreto y acero solamente por angostos pasajes que huelen a té verde. Todo, en armonía.
No en vano el tai chi aquí es diario y en la madrugada. En las poquísimas plazoletas, en los parques y en los trechos que rodean la montaña principal. El sol sale y los ancianos mueven en coreografía la energía del yin y del yang que los conecta.
Lo hacen en grupos de tres o cuatro, parados en una pierna, a ojo cerrado, respirando en meditación atenta. Por su lado pasan trotando en subida los banqueros en sus pintas de ejercicio occidental, casi todos europeos y australianos. Los llaman expats, expatriados que se apoderan del corazón de la isla, van y vienen, gentrifican las calles de Soho con bares irlandeses y poco se mezclan con los habitantes chinos. Evitarlos es imposible.
Personas orando frente al altar principal del templo Wong Tai Sin. Foto: Roman Babakin/Shutterstock.
El buen comer es donde expats y chinos inevitablemente coinciden. Por ejemplo, Little Bao, sitio esquinero que hace de la comida callejera una experiencia tanto hipster como suculenta. Perfecto para rosé en verano junto a millennials pudientes que cenan antes de iniciar sus noches interminables.
El anuncio de neón rosa es una caricatura, imperdible en la calle Stanton, y sus baos (masas de levadura usualmente rellenas de vegetales o cerdo) son, a lo menos, épicos.
Un bao en la calle, por mejor preparado que esté, sigue estando, pues…, en la calle. Y es que el uso de espacio privado es complicado: con casi 7.000 personas por kilómetro cuadrado, la ciudad tiene una de las densidades poblacionales más altas del mundo. Por eso, si de algo saben los locales, es del buen uso de sus espacios.
El templo Man Mo es el más antiguo de la ciudad y está dedicado a los dioses taoístas de la literatura (Man) y de la guerra (Mo). Foto: BlueOrangeStudio/Shutterstock.
Ejemplo culinario es Sevva, encima del Princess building, joya entre los edificios de Central. Solamente un lugar como este tiene la osadía de autocalificarse “uber-chic” y, hay que decirlo, salirse con la suya.
Con una vista sobre la bahía Victoria, en honor a la reina inglesa, con los desproporcionados arreglos florales y un menú prístino, es el destino preferido del turmequé hongkonés y, por ende, de las marcas que los visten: hay días de la semana en donde ofrecen aperitivos italianos junto a Bvlgari. Sevva es creación de la empresaria Bonnae Gokson. Háganse el favor de conocer el lado exuberante de Hong Kong con los ojos de ella en @bonnaeg.
KOWLOON, LO MÁS EXÓTICO
Si la extravagancia asiática y la comida fusión (término detestado por muchos) no resulta atractiva para un visitante desprevenido, la sofisticación china que se vive en The Chairman es lo apropiado para conocer la comida cantonesa de manera íntima. Este es un restaurante tradicional, pulcro y muy cool.
A diferencia de Sevva, aquí la luz no resulta halagadora, es hasta destemplada, pero la cocina se considera exquisita y los meseros son expertos. Los cerdos y pollos que se sirven aquí se crían localmente en los Nuevos Territorios, adyacentes a Hong Kong, razón de orgullo para sus dueños.
El parque de la ciencia y la tecnología es un centro de innovación en diferentes disciplinas, enfocado en el trabajo en beneficio de la región. Foto: Xpose/Shutterstock.
Este lado de la bahía se llama Kowloon, se volvió parte de Hong Kong bajo el dominio británico en 1860 y fue regresada como tal a China en la histórica entrega de 1997. Tiene lo más exótico de la ciudad: barrios recovecudos, parques chinos tradicionales, los templos ancestrales (para no olvidar: el sorprendente monasterio de los diez mil Budas), el paseo de Tsim Sha Tsui, que es hogar de la estatua de Bruce Lee y perfecto lugar para el turista primíparo que no se pierde el show de luces coordinado entre los rascacielos de la isla, todos los días de la semana, a las ocho de la noche.
Kowloon también hospedó a Kai Tak, uno de los aeropuertos más peligrosos del mundo, del cual solamente queda rastro en los museos y en alguno que otro café de la ciudad que exhiben con nostalgia las impresionantes fotos de aquellos colosos voladores de Cathay Pacific aterrizando casi en el centro de la ciudad.
Calle de la zona central, principal distrito comercial y donde están la mayoría de los 317 rascacielos que tiene Hong Kong. Foto: ssray/Shutterstock.
Al ser conexión terrestre entre la isla central y la China continental, esta zona mezcla riquezas y pobrezas. Su ciudad amurallada fue el centro de prostitución, narcotráfico, pandillas y dentisterías (sí, dentisterías), más impactante visualmente y hacinado de Hong Kong. A finales del siglo XX fue convertida en un espectacular espacio público que merece la visita.
El contraste late a diario en esta zona: la abundancia presupuestal de los restaurantes de rascacielos y los atestados mercados con olor a fruta madura y agua salada. De hecho, el Ritz Carlton y el Península tienen sus sedes en esta parte de la ciudad. Un dato curioso: además del espectacular martini, los baños de hombre en el bar del último piso en el Península cuentan con una de las mejores vistas de la ciudad.
El Tian Tan Buda, conocido como el Gran Buda, está en el terreno montañoso de la isla Lantau, frente al monasterio Po Lin y es la escultura más alta de un Buda sentado en el mundo. Foto: Natali Glado/Shutterstock.
Pero en todos sus espacios, un ingrediente en común prevalece, desde los emperadores chinos hasta los reyes ingleses. El té, otrora razón de conflictos y comercio entre Inglaterra y Asia, es hoy una tradición hongkonesa por excelencia.
En la ciudad, la comida y los cocteles son periféricos ante la hora del té. El Mandarin Oriental y el Opera House tienen doctorado en esto, entre otras cosas porque siempre incluyen champaña y son un verdadero imán para las tai-tai (nombre coloquial, y hasta peyorativo, para las mujeres de familias adineradas que no necesitan trabajar).
A pesar de lo ostentosa que es, la ciudad está en problemas. Dejó de ser centro del universo asiático en el cine, arte y gastronomía para los chinos. Su hermana Shanghái, con menos pasión democrática y mayor interés comercial, le está ganando en innovación y atracción financiera. Varios hongkoneses me dicen que la lucha política abrió poros en la pujanza trabajadora de sus ciudadanos.
Pero como el sentido de competencia en China es alto (tanto o más que el de los estadounidenses), Hong Kong enfrenta sus desventajas con su músculo más ejercitado: el bancario. Y así se reinventa, llevando festivales como Art Basel, Wine and Food, Sónar y fortaleciendo sus tradiciones como el festival de los botes Dragón.
Incansable, la Hong Kong que los cinéfilos conocimos a través de Wong Kar-wai sigue latiendo entre lluvias tropicales, playas y calles secretas, con vaporoso dim-sum y, por qué no, al ritmo de Nat King Cole cantando Quizás, quizás, quizás.
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