Ricardo Silva, ¿el hombre más odiado del cine colombiano?
Ricardo Silva Romero
Estoy en la tras escena. A punto de salir al escenario a presentar el premio al mejor guion del año. No se me nota el temblor ni el tartamudeo ni la fantasía de salir corriendo. Tengo conciencia de los latidos de mi corazón, por supuesto, porque no deja de ser temible eso de pararse detrás de un micrófono a pronunciar las palabras “y los nominados son…”, pero sé que no estamos en los Óscar sino en los Santa Lucía: sé que, para bien y para mal, esto es Colombia. Y sin embargo, unos segundos antes de dar el paso al frente para explicarle al auditorio, como escritor que publica reseñas de cine, la tremenda importancia de gastarle todo el tiempo a la redacción de los guiones, la maestra de ceremonias me presenta con las palabras: “y ahora, con nosotros, el hombre más odiado del cine colombiano”.
Y ahí estoy yo, en un pequeño escenario del Museo Nacional, frente a todos los profesionales de nuestro cine: “el hombre más odiado del cine colombiano” dándoles la cara a todos sus enemigos. Sé reírme de mí. Y sin embargo no logro tomarme con humor la frase de la presentadora: es una frasecita que remeda inteligencia. Y, como hace mucho tiempo que no tengo siete años, no me queda nada más que decir lo que vine a decir. Que el cine de acá dejará de cargar por el mundo con el adjetivo “colombiano” el día en que respete la escritura, cree personajes de verdad y cuente con una red de guionistas que estructuren los dramas: el día, en fin, en que sus películas no cuenten con el respaldo de los espectadores por ser artefactos exóticos sino por ser buenas historias. “Y los nominados son…”.
¿Cómo llegué aquí? ¿Por qué yo, una persona de puertas para adentro que ha logrado dedicarse a escribir novelas, se ha visto en la penosa tarea de defender el valor de las palabras frente a un auditorio ruidoso que en teoría lo mira de reojo?
Porque desde hace doce años soy el crítico de cine de Semana. Y lo soy porque, después de hacer una maestría en escritura de guiones, me gané el concurso “para ser reseñista de cine” que la revista abrió en el primer semestre de 2000. Y si estudié cómo se hacen los guiones fue porque acababa de estudiar literatura con la sensación de que en el fondo de todo, al lado de la poesía, se encontraba el drama. Y si acababa de estudiar literatura no era sólo porque desde niño me hubiera dado cuenta de que me quedaba fácil escribir, sino, sobre todo, porque quería reparar de alguna manera el hecho de que se me hubiera ido la infancia viendo todas las películas. A los siete años, cuando mi mamá me presentaba al director de El taxista millonario o al creador de La isla fantasma, yo pensaba que lo normal era el cine.
Eran los tiempos en que las películas eran “colombianas” porque no se veían ni se oían ni se entendían. La década de joyas raras como Tiempo de morir, Técnicas de duelo y El embajador de la India. Hoy no. Hoy, en la era de la Ley de cine, tengo en frente a un grupo de directores de primera que saben lo que hacen. Y que tienen claro que los nominados no son los que planean la mejor premier ni los que ponen cara de Herzog ni los que se inventan el mejor discurso de agradecimiento, sino los que saben que el trabajo se reduce a encarar a un auditorio con la historia de alguien que tiene muchos problemas para conseguir lo que quiere, pero que en el proceso logra, al menos, superar el temblor, el tartamudeo y las ganas de salir corriendo.