Amazonas, un paraíso en medio de la tierra
“Los líquidos que están detrás de las cortezas de los árboles son como nuestra sangre. Todo está interconectado, porque somos hijos de la naturaleza”.
Hay lugares en los que la gente se acostumbra a vivir en medio de la magia. A levantarse con una luz intensa que pega contra los árboles y rebota sobre el agua en un reflejo que duplica una verdad difusa. Donde las mascotas son guacamayas, lechuzas o dantas. Donde no es necesario usar zapatos y donde cualquier enfermedad se cura con cantos y bebedizos alucinantes. Hay gente que se acostumbra a vivir en el paraíso.
El río más caudaloso del mundo se sobrevuela luego de un viaje de dos horas desde Bogotá. En el cielo solo se divisa una porción de los 6 mil kilómetros de longitud que posee esta serpiente de agua rodeada por una mancha verde, que quisiera tragárselo entre las fauces de su espesura. Perú lo custodia a la derecha y Colombia a la izquierda, delineados por límites imaginarios que se traspasan sin saltar rejas. Viajar al Amazonas por primera vez es ir hacia lo desconocido, a una incertidumbre acerca de cómo muta el mundo bajo las copas de los árboles.
El abuelo Juan es el primero en salir al paso, aunque haya muerto hace ya varios años. Omar, sentado en una mesa de madera, donde un tucán busca agua en los vasos servidos, les cuenta a tres españoles que recorren Colombia desde La Guajira hasta el Amazonas, la historia sobre la muerte del miembro de la etnia Ticuna.
Dice Omar que el abuelo murió asesinado por un indígena cazador. Cuenta que era tal su sabiduría y conexión con la naturaleza, que lograba tomar forma animal según su voluntad. En una de las tantas noches de mutaciones salió a recorrer la selva convertido en jaguar. Cuando un indígena se lo encontró de frente creyó que el felino lo iba a devorar, así que lo atravesó con una lanza y cuando quiso avistar su presa, descubrió con terror que era el abuelo. Para los indígenas de la región no se trata de una leyenda popular o un relato mágico de la etnia. Es una enseñanza.
Estas historias hacen parte de los relatos diarios de los guías leticianos, indígenas peruanos o colombianos que no son la copia de los libros de historia, en donde los dibujan con taparrabos y plumas. Usan botas para protegerse de la agresividad de los terrenos empantanados y las raíces del suelo, aunque hay quienes prefieren sentirlo con la planta desnuda de sus pies. Son ágiles como las plumas arrastradas por el viento, como espíritus incansables de caminantes que no se conforman con la llegada a la meta. Tienen en oído agudo que les permite identificar los sonidos de los animales escondidos entre la espesura de las plantas. Respetan con solemnidad la naturaleza, porque reciben sus bondades, pero también, porque temen a los espíritus que la poseen.
En ese recorrido se llega a sentir que Pandora es real. Caminar por la selva amazónica hace posible la idea de que en cualquier momento un na’vi, como Jake o Neytiri, saldrán detrás del tronco de una ceiba, esa planta de 40 metros que se parece al Árbol Madre del mundo de Ávatar, creado por James Cameron. Es un lugar donde quienes habitan entre avenidas atestadas de carros inmóviles se detienen a tomar fotos, a examinar plantas, a preguntar por los animales, a respirar profundo para limpiar los sentidos y absorber la energía que circula en el cuerpo cuando los pies están realmente sobre la tierra.
Incluso si el hiuto, la resina natural que los Ticuna y Huitoto emplean, entre otras cosas para tatuarse, cae por accidente sobre la piel como una tinta azul que tiñe manos, piernas o brazos, hace más real la posibilidad de transformarse en un miembro más del clan Omaticaya.
Con Omar como guía o con Charles, un indígena peruano, los turistas que caminan con la torpeza de un niño indefenso, aprenden a abrazar los árboles para botar la energía oscura y purificarse con la que se respira de su tronco, porque al quedarse en silencio con la mano conectada a su energía, es posible sentir la circulación de la sabia por sus venas. Si se cierran los ojos, puede que se perciba incluso, su respiración.
Charles le da un golpe con la punta de su machete al árbol de caucho y el látex empieza a brotar como una lágrima espesa. Luego de extraer un poco hace un sello de tierra húmeda para sanarlo. “No se pueden arrancar las hojas a las plantas, como quien le quita la ropa a una mujer sin permiso. Hay que pedir autorización a la naturaleza”, dice William Mazambique, maloquero y médico de la etnia Ingano, descendiente de los Incas y quechuaparlante, que llegará pronto a la reserva Marashá y quien con humildad acepta que lo llamen chamán.
“No somos sabios, ni poderosos, solo seres humanos”.
Su visita está anunciada desde el primer día del viaje, junto con la posibilidad de asistir a un rito para tomar yagé. Pero el yagé, como la selva, llama, por eso no basta con el deseo de querer visitarla o de beberlo, porque son ellos quienes darán la bienvenida o levantarán los obstáculos para que nada suceda.
Alrededor de un chamán circulan historias mágicas, que construyen una imagen de sabiduría y de respeto que podría inspirar, incluso, cierto temor. Es un personaje, tal y como se le imagina, con un ramo de hojas en sus manos, que agita sobre los cuerpos y las almas enfermas. Un ser que tiene el permiso de hablar con los espíritus, para obtener la revelación de lo que sucede en el mundo y que los hermanos menores, los blancos, no pueden comprender.
Omar tiene que contar lo que ha visto y que incluso a él, un habitante más de la región, lo ha dejado sin aliento. Sabe que el poder de aquellos que llaman taitas o maloqueros es concedido por una fuerza superior que no se ve, pero que es capaz de modificar las leyes de la naturaleza. Una comunidad celebraba el día de los niños cuando la lluvia amenazó con llevarse los preparativos. Entonces el chamán se levantó, empezó a orar y a cantar. Luego estiró su brazo y movió la mano de derecha a izquierda, para desplazar la pared de agua que viajaba inexorable hacia las mesas y sillas dispuestas para la fiesta. Pero ante la fuerza del chamán, cambió su rumbo y se fue como la mano, hacia la derecha, lejos de los pobladores atónitos que veían cómo el agua lo complacía. “Y no lo vi una vez, lo he visto tres veces”, cuenta con el asombro que lo obliga a repetir la historia tantas veces como pueda.
También recuerda el momento en el que, siendo rescatista, fue llamado por la Policía para ayudar en la búsqueda de un uniformado que había caído al río. Durante días y días de operativos no tuvieron resultados, hasta que fueron llamados por los ancianos de la comunidad, quienes los reprendieron por no pedirle permiso a la naturaleza antes de entrar a esculcarla. “Hemos orado y sabemos que el cuerpo del hombre saldrá a la orilla del río a las 5 y 15 de la tarde, mañana”, les dijeron. A las 5 y 15 del día siguiente el cuerpo flotó hacia la superficie en el lugar señalado por los taitas. “Hablaron con los espíritus del agua y les pidieron que dejaran ir a ese hombre. Ellos accedieron y les dieron las indicaciones del lugar en el que aparecería”, dirá después William al escuchar la anécdota, para responder con naturalidad a lo que los demás llaman milagro.