Fernando Quiroz tiene alma de gordo
Fernando Quiroz
Tal vez sea porque vengo de una familia santandereana de esas en las que siempre se prepara de más porque no se sabe quién pueda llegar. De esas en las que todavía se añoran los tiempos en los que se comía seis veces al día. De esas en las que si uno no repite significa que no le gustó. Una familia que mantiene, cultiva y promueve una estrecha relación entre el corazón y el estómago: y no me refiero al colesterol, que es una palabra proscrita de nuestro diccionario privado, sino a esa costumbre de reemplazar las palabras cariñosas por platos sabrosos y abundantes. Y a esa manía de buscar motivos para celebrar. Por no decir “buscar motivos para comer”. Sí, tal vez sea esa carga genética la que me mueve hacia la gula, sin saber si es la tentación la que se me cruza en el camino o yo el que la busco. Lo cierto es que no he resultado inferior al reto de una raza que condena las dietas, desconfía de los vegetarianos y maldice la comida rápida.
Una raza en la que no hay gordos sino gente saludable y bien alimentada, y para la cual resulta de mala educación tasar las harinas, y de mal gusto hablar en la mesa de calorías. Convencido de que la curiosidad ha sido el motor de la humanidad, me he lanzado por el mundo con la brújula del apetito y me he mantenido fiel a la idea de que la gastronomía habla tanto de la cultura de una nación como la arquitectura de sus pueblos, las novelas de sus escritores o el arte de sus museos.
Adondequiera que vaya averiguo por los platos típicos, visito sus mercados y me siento ante las mesas de comederos típicos y populares. Adoro los mapas –y cuanto más arrugados y más llenos de puntos y de notas más me gustan– pero soy capaz de desviarme de la ruta originalmente señalada cuando un aroma me lanza ese anzuelo que muerdo tan fácil. Evito a los que creen y profesan que se come simplemente por necesidad –y desprecian el gozo enorme que hay en el acto de alimentarse– y rechazo a los contenidos: esos que confunden la moderación con los buenos modales, esos que serían incapaces de limpiar los restos de salsa con un trozo de pan que se empapa y se lleva a la boca con los dedos.
Soy más de sal que de dulce –lo cual no significa que renuncie, por ejemplo, a una de esas milhojas legendarias de París o a un trozo de queso con bocadillo de Vélez– y me muevo por igual en la tierra y en el mar, mientras sigo indagando si es verdad la frase de marras: “Del mar el mero y de la tierra el cordero”. He probado y disfrutado las hormigas culonas de Santander y los chapulines tostados de Chapultepec, los chanquetes rebozados de la Cervecería Catalana y los huesos de marrano de Donde Rafa, la longaniza de Sutamarchán y un jamón de pata negra de cerdos criados en Jabugo, los locos que venden a la vuelta de la estación Mapocho en el centro de Santiago y la carne oreada que ofrecen en San Gil a la sombra de los árboles barbados de orillas del río Fonce.
No pocas veces me ataca la nostalgia de esos platos disfrutados: a veces en medio de la noche. Y he llegado a planear viajes con la única intención de volverlos a probar. Mi mujer me dice que tengo alma de gordo. Algún día quiero escribir una novela que se llame así, tal cual: Alma de gordo. O quizás sean mis memorias: una suerte de confesión de tantos años dedicado a los excesos de la panza. Sin remedio pero sin remordimiento.