Generación verde
Camila Zuluaga
Se me ha pedido que trate de explicar por qué la gente de mi generación, nacidos en los años ochenta y posteriores, adoptamos una alimentación sana, siendo conscientes de la importancia del cuidado del cuerpo, de la naturaleza y de la comunión que existe entre los dos.
En ese ejercicio de deliberación interna y búsqueda de razones del porqué de ciertas prácticas personales, encontré quizás la más importante, no solo para mí, sino para el pensamiento occidental: “Conócete a ti mismo”. Esa máxima socrática que ha sido reinterpretada y realmente entendida como: “Cuida de ti mismo” u “Ocúpate de ti mismo”. Así lo hacemos aquellos que somos conscientes de la importancia de hacerlo sanamente.
Todo comienza, principalmente, por la alimentación: somos lo que comemos. Basta con escucharlo y su lenguaje es claro cuando sabemos entenderlo. El cuerpo nos comunica lo que necesita y lo que repele. Hacer el ejercicio de prestarles atención a sus mensajes nos hace entender la necesidad de tratarlo con mesura y cuidado.
No sé si mi experiencia personal refleje las razones por las cuales la generación a la que pertenezco haya decidido tener una mayor conciencia acerca de lo que come, el ejercicio que practica y la relación con el medioambiente. Lo que sí sé es que muchos con quienes me he sentado a tener esta discusión han argumentado que tomar ciertos hábitos alimentarios o de vida provenientes de Oriente como los que están cada vez más presentes en nuestra sociedad occidental, se debe a un esnobismo “light” y a una necesidad de llenar vacíos estructurales e intelectuales cada vez más profundos en la era moderna.
Seguramente muchos de quienes hoy están inmersos en este tipo de prácticas lo hacen obedeciendo a lo anterior. Sin embargo, pienso que no necesariamente todo aquel que se preocupa por cultivar la mente, comenzando por el cuerpo y respetando ciertas convicciones, lo haga para llenar un vacío intelectual. De hecho, el filósofo inglés Peter Kingsley, en su libro En los oscuros lugares del saber, recurriendo a un poema de Parménides del siglo V a. de C. revela cómo la filosofía occidental ocultó, desde Platón, conocimientos coincidentes con las corrientes orientales, basados en la necesidad de una espiritualidad ligada a ciertas prácticas corporales semejantes a la meditación, el yoga o el Tai Chi.
Haber pasado por encima del planteamiento de Parménides es tal vez lo que ha llevado a las sociedades occidentales a olvidarse del mundo interior. Por eso, ahora sentimos la necesidad de refugiarnos en prácticas distantes a las de nuestra propia tradición, ante la imposibilidad de encontrar, en una corriente de pensamiento ligada a nuestros antepasados, disciplinas que permitan dar respuesta a necesidades mentales y corporales que hoy exigimos. Nos hemos volcado, entonces, a buscar en otras culturas aquello que pareciera no está permitido en la nuestra.
Pero dentro de esta filosofía del “cuerpo sano en mente sana”, también se vuelve imperioso el cuidado de lo que nos rodea y no vernos a nosotros como el centro de la naturaleza, sino como parte de ella. Entender esto significa reverenciar sus elementos: el agua, el fuego, el aire, la tierra, y con ello asumir la responsabilidad de que cuidarnos a nosotros mismos implica también hacerlo con nuestro hábitat.
Al final, el objetivo es uno solo: que cada día seamos mejores seres humanos. Y serlo implica estar bien con nosotros, entre nosotros y con lo que nos rodea. Mi generación está en la exploración constante de la armonía interna y externa por el bien de ella misma y el futuro de las venideras.