La moda no se vende sola
Rocío Arias Hofman
El Mundial en Brasil no logró alborotar la pasión de la que carezco para el fútbol –de manera que salvo la responsabilidad ante este deporte y sus millones de aficionados–, pero sí cautivó mi atención por momentos. Sobre todo, cuando se trataba de la celebración de los goles logrados por los hombres de Pékerman. Con cada tanto marcado por los colombianos en el arco, ardía Troya. Dicen los entendidos que es porque hacía dieciséis años que la selección no iba a una Copa Mundo o porque nunca se había contado con unos jugadores semejantes integrados por un técnico como el argentino elegante y contenido que los dirige.
Sin embargo, me temo que la conmoción que causaba cada gol se debía, según mi profano modo de ver, a que casi nadie en el país creía que aquellos tipos vestidos de camiseta amarilla o roja fueran colombianos. Tanto su poderoso juego en equipo como el brillo enceguecedor del juego individual de un James, por ejemplo, producían estupor. Algo así como: Pero ¿de dónde ha salido este?, ¿dónde estábamos que no nos habíamos dado cuenta de lo que saben de fútbol estos tipos? Esa reacción de incredulidad la he visto enseguida cubierta por harina, cantos, pitos y fabulosos abrazos entre desconocidos. Para pensar en ella tengo que quitarle justamente el alegre exceso, la emoción descosida, el triunfo alborotado. Y ahí es cuando comienzo a halar la pita para llevarla hasta un territorio, el de la moda, que es algo así como mi hábitat natural y cotidiano, el que sí despierta en mí un interés permanente y de muchas cabezas que se agitan enviándome mensajes.
Ese rostro de ojos abiertos de par en par y la palabra ahogada que muestra la hinchada futbolera, lo encuentro a diario entre muchas personas quienes, a la hora de comprar para vestirse, pasan por alto la posibilidad de hacerlo con prendas de diseñadores colombianos. No figura en su mapa la opción de considerar muy buena, en términos de calidad y diseño, una pieza concebida y producida en un taller nacional. Prefieren las de reconocidos diseñadores y marcas internacionales. Ni siquiera la decisión se debe al precio. Como se ignora, en general, lo que están haciendo los diseñadores en Colombia, tampoco se sabe el rango de valores del mercado local. Como si cincuenta años de casas de moda y talento fueran una anécdota en lugar de un punto de referencia para un sector pujante de la economía, según indica la evolución de las cifras de consumo de moda que contabiliza la agencia Raddar.
Las universidades están comprendiendo la importancia de un fenómeno como la moda, que se encuentra ubicado entre lo artístico y lo comercial, capaz de relatar en múltiples claves una sociedad en particular. Porque somos también moda, al fin y al cabo. Desde que el vestido fue adorno y luego libró la batalla por la secularización, portar unas prendas se convirtió en una manera individual de estar en el mundo.
En Colombia contamos con magníficas propuestas para vestirnos, para ser y convivir. Sin embargo, un cóctel de falta de información –con pocos medios comprometidos en la publicación de temas sobre moda– y la escasa oferta de canales de compra hacia el público (no existen, por ejemplo, distritos artísticos especiales donde la moda se acerca en las ciudades), combinado con la “incredulidad histórica” sobre la capacidad del talento nacional y la indiferencia recurrente de las políticas públicas frente a esta práctica artística y empresarial, hacen que me encuentre deseando un Mundial de la Moda en el que la Selección Colombia de Diseñadores meta tantos goles a sus contrincantes que cualquiera, hasta una mala hincha como yo, decida que es hora de creer en nuestro talento. Y sin discurso patriotero, apenas con las verdades de un oficio.
Para al final, poder susurrar esta frase con la que la escritora británica Virginia Woolf atenaza a la desdichada Mabel, su personaje en el cuento “El vestido nuevo”: “… abandonándose a una orgía de amor propio, que merecía severo castigo, y que lo tuvo al vestirse de aquella manera”.