El adiós a Don Alfredo
Carolina Jaramillo Seligmann
Lo conocí desde que empecé a saber y leer sobre fútbol, supe de sus hazañas en el Real Madrid, de sus cinco Copas de Europa junto a Gento, Puskas, Molowny, Rial, Kopa o Santamaría; de sus 8 títulos de Liga, de sus dos balones de Oro. Luego aprendí acerca de la Época de El Dorado, y con asidua curiosidad investigué a fondo acerca de “La Saeta Rubia”, y su llegada a Colombia para vestir la camiseta de Millonarios de la mano de sus compatriotas Pedernera, Cozzi y Rossi, para conformar lo que se conoció como El Ballet Azul. Ese maravilloso equipo embajador que, con un claro acento argentino, de 1949 a 1954 se alzó en cuatro ocasiones con el título de la liga colombiana y marcó una época; esa que hace que los hinchas azules hoy saquen pecho y se sientan orgullosos de haber tenido a uno de los mejores de la historia portando sus colores, eso no se los quita nadie.
Llegó procedente de River Plate, tras la huelga del fútbol argentino y se instaló en los corazones de los bogotanos, antes de protagonizar un affaire entre el Barcelona y el Real Madrid que finalmente culminó con la llegada a Chamartín del más grande jugador que ha tenido la Casa Blanca. Todo esto y mucho más lo contó él en su autobiografía, “Gracias Vieja” homenaje a la más grande, la culpable y responsable de toda la magia, de sus aciertos y los desaciertos, la pelota. La gran enamorada de Don Alfredo Di Stéfano.
Hace doce años, en Madrid, yo me encontraba estudiando periodismo deportivo en un programa de una universidad privada de la capital española y el Real Madrid. Llegué con la inocencia de quien viaja a otro país para aprender a vivir de una manera distinta y con la insolencia misma de no conocer a nadie, de no ser nadie, de no tener nada que perder. Lo vi de lejos en un acto en la sala de prensa del Santiago Bernabéu, y supe que ese instante no se iba a repetir nunca, que debía saludarlo y presentarme, que ser colombiana me daba algo de ventaja frente al resto de curiosos e hinchas, al fin de cuentas dos de sus hijas nacieron acá: Nanette y Silvana. Me le acerqué, y esquivando cámaras y periodistas, me presenté: “Mucho gusto, Don Alfredo”. Le dije que era colombiana y que vivía en Bogotá, se volteó y me sonrió, y con algo de dulzura y mucha sabiduría en su mirada me contó acerca del nacimiento y bautizo de sus hijas, mencionó el ajiaco y la iglesia de Lourdes, se le iluminó la cara, como quien ve un álbum de fotos de sus años más jóvenes. Recuerdos de la Bogotá de los 50, de la capital colombiana que hizo parte de su historia. Nos tomamos una foto, que tengo guardada como un gran tesoro, y tras una cálida despedida y con el corazón en la mano me alejé de él, ante las decenas de personas que buscaban unos segundos al lado del Gran Di Stéfano.
Jugó con Argentina y con España, vistió las dos camisetas pero nunca tuvo la suerte de acudir a un Mundial. Dejó el fútbol profesional tras recomendación de sus hijas: “Me retiré a los 40 años porque mis hijas un día me miraron y me dijeron: ‘Papá, calvo y con pantalones cortos, no quedas bien”. Siempre impecable. Tras su retiro, fue director técnico en varios clubes de España y Argentina: Elche, Boca Juniors, Valencia, Real Madrid, Sporting de Lisboa, Rayo Vallecano, Castellón y River Plate; todos ellos lo tuvieron dando órdenes desde el banquillo, desde allí también acumuló varios títulos. Incansable.
Alfredo Di Stefano nunca abandonó el fútbol ni a España. Continuó viviendo en Madrid y fue nombrado Presidente de Honor del club merengue en 2000. Su leyenda se vive en el museo que se encuentra en las instalaciones del Santiago Bernabéu, allí están sus hazañas y su grandeza, allí se encuentra un pedacito del ídolo, del inmortal, que hoy llora toda España, todos los madridistas y todo el mundo del fútbol.
Se fue uno de los más grandes, aquel que no tuvo las cámaras de televisión y la prensa de Maradona, Pelé o Johan Cruyff, ni mucho menos la avalancha comercial y la maquinaria de marketing de Messi o Cristiano Ronaldo. Era otra época, y así con su juego, su velocidad, su frenético ritmo, su inagotable capacidad goleadora, Di Stéfano se convirtió en historia, no necesitó nada más.