El juego de las identidades
Dominique Rodríguez Dalvard
¿Es posible escapar de la tradicional estructura socioeconómica y romper con los roles impuestos? ¿Son los lazos de sangre necesariamente los que definen a un buen padre? ¿Es uno tan solo blanco o negro, o masculino y femenino? ¿El sentido de la espiritualidad lo dicta haber nacido judío o católico?
Todas estas preguntas, las dos caras de una moneda, nos invitan a ponernos en el lugar del otro. ¿Qué mejor que con una máscara? Las mil caras, tan unidas a la tradición caribeña, fueron traídas a un primer plano y representadas en el intenso carnaval artístico que, en una misma semana del pasado mes de marzo, hicieron coincidir en Cartagena un festival internacional de cine y una bienal.
Pese al grandísimo espectro de películas y obras de arte de ambos eventos, en el FICCI y la BIACI podían descubrirse delicadas puntadas contemporáneas que bordaban una filigrana en torno a la tan compleja y debatida cuestión de la identidad. Para todos, resultaba ser más compleja que una simple ecuación binaria. El trabajo de estos artistas y sus preguntas no se excluían, sino que atacaban un mismo nervio y estaban íntimamente unidos. Permitían que nos viéramos allí, cada uno de nosotros, plasmados en medio de nuestras debilidades.
UNA IMAGEN DE LA BIENAL
Cuarenta y dos mujeres. Una junto a la otra. Sentadas, hieráticas, de frente y de espalda. No sonríen, no tienen sobre sí más que una camiseta blanca; nada de joyas, ni distintivos de ningún tipo.
¿Quiénes son?
Son la empleada y su empleadora pero, dispuestas así, ¿quién es quién?
¿Cómo saberlo? ¿Hay que saberlo?
Las artistas plásticas Ruby Rumié y Justine Graham planteaban dónde se conectan dos vidas, más allá del sello del estrato. La monumental instalación fotográfica Lugar común, que podía apreciarse en la Casa 1537, una casona colonial que seguramente tuvo infinidad de servidumbre y que sirvió como una de las sedes de la Bienal, parecía responder a una pregunta: ¿Cómo sería producir una imagen en la que dos personas, separadas por su condición de clase, tienen más cosas en común de las que creían? Me declaro parcial pues hice parte de la obra, así que ahí va mi respuesta. Tengo esa relación con mi nana, Alicia, una mujer que le consagró su vida a mi familia. Tiene 80 años y llegó a nuestra casa a sus 18. Nunca se casó, siempre ha estado allí, y enterró junto a mí a mis dos padres.
¿Qué más vínculo que ese? Allí estaba, expuesto en nuestra mirada, en esa segunda fila a la izquierda donde nos hallábamos. No era a las únicas a las que se nos descubría un cariño.
Las artistas proponían, así, una construcción de las relaciones desde una perspectiva con un matiz más subjetivo: el del afecto. Algo que el estudioso francés Marc Augé denomina antropología de lo cercano. Allí, el contacto entre estas dos personas se descubre capaz de borrar las barreras. Nada más conocido que el amor profundo de Matea por Simón Bolívar. Ayas, nanas, nannies o nodrizas han consagrado sus vidas a la crianza de los hijos de sus empleadores, incluso alcanzando, algunas, a ser consideradas más madres que las biológicas. Esa tensión, ese amor, intangible aunque real, se revela en estas imágenes poderosas.
UN DIÁLOGO DE LA MANO DE UN DIRECTOR JAPONÉS
–De ahora en adelante dime papá a mí, no a él.
–¿Por qué?
–Porque así ha de ser.
–¿Por qué?
Ryota, el “nuevo” padre intenta que Ryusei le siga la cuerda. Puede tener seis años y ser muy vivaz, pero simplemente no lo puede entender. Será porque no es comprensible.
“Crecerán y cada día se parecerán más a su padre, que no eres tú. Y el dolor será mayor”, le había dicho a Ryota su propio padre. Hacía referencia al drama del intercambio de dos niños en el hospital al momento de nacer, trama de la película Like father like son, de Hirokazu Koreeda, merecedora del premio del jurado en Cannes el año anterior y premiada como la mejor película en la sección Gemas del FICCI. “Más vale que los separes ahora. Son niños, ya se aliviarán”, concluye el abuelo.