Marco Schwartz se reencuentra consigo mismo
Marco Schwartz
Sus abuelos nacieron en un país inexistente (Polonia, entonces repartida entre tres imperios europeos). Su padre nació en un país inexistente (Israel, entonces Mandato Palestino de los británicos). Él nació en un país… Bueno, no hagamos chistes fáciles. Marco Schwartz Rodacki, barranquillero, es desde el 1° de septiembre pasado el nuevo director del diario El Heraldo. Aunque estudió Ingeniería Civil, lleva toda la vida profesional dedicado al periodismo. La mayor parte de su carrera la ha desarrollado en España. Esta es la primera entrevista que se hace a sí mismo, en exclusiva planetaria para Revista Diners.
¿Me permite que lo tutee?
Prefiero guardar las distancias. Sobre todo con usted, que nunca me ha inspirado demasiada simpatía. Es más, quiero aprovechar esta oportunidad que nos brinda Diners para confesarle que llevo muchos años soportándolo contra mi voluntad. Y ahora vayamos al grano, que no tengo todo el día para despilfarrarlo con mi álter ego. Tengo cosas mucho más importantes y complicadas que hacer.
¿Por ejemplo?
Escribir un editorial defendiendo a Petro sin que él se termine creyendo que merezca ser defendido.
¿Qué pregunta no le han hecho nunca?
Esa.
Muy bien. ¿Me la responde?
Ya se la he respondido.
¿En qué momento? Ni me di cuenta.
Revise la transcripción. Y a partir de ahora sea más acucioso al preguntar. Saber preguntar es una de las bases del buen periodismo.
¿Qué significa ser director de El Heraldo?
Es como ser el capitán de un enorme trasatlántico.
¿Podría ser un poquito más original, por favor?
Es como cabalgar en Bucéfalo o en Palomo.
¿Podría ser menos cursi, por favor?
Es como manejar esta entrevista, en la que se espera de mí que dé buenos titulares; que, además, sea entretenido e interesante, y que, para remate, escriba correctamente.
Usted empezó trabajando en El Heraldo hace más de treinta años. Cuénteme algo de aquella experiencia.
Llegué a El Heraldo en 1982. Allí estaban Germán Vargas, que nos secuestraba a media mañana a comer carimañolas en la esquina y hablar de literatura; Olguita Emiliani, que nos enseñó a ser periodistas con el método “Cómo ser reportero en 400 alaridos”; José Cervantes Angulo, la mejor combinación de reportero y mascador de chicle que he conocido; Fabio Poveda, que con un solo dedo escribía crónicas deportivas celestiales; Ernesto McCausland, que nos enseñó a dejar el maletín encima del escritorio para que Olguita creyera que estábamos por el periódico; Mauricio Vargas, que acababa de llegar de Europa con un invento español llamado “la papela” dizque para organizarnos; al poco tiempo llegó Alba Pérez, que descubrió, entre otras cosas, que la profesora de un pueblo del Atlántico era analfabeta y que un alcalde de Barranquilla había pavimentado unas calles inexistentes; en fin… Había tanta gente especial, todos bajo la batuta de Juan B. Fernández Renowitzky, del que aprendí a no creerles a los políticos cuando anuncian que presentarán su dimisión irrevocable ni a los gobernantes cuando afirman que investigarán hasta las últimas consecuencias.
Ahora vuelve usted cuando El Heraldo acaba de cumplir 80 años.
No es fácil llegar a los 80 años. Menos aún sin un lifting o un toque de botox. Y ahí va el periódico, con la misma lozanía que cuando publicó en su primera portada, el 28 de octubre de 1933, una noticia enorme titulada: “Alfonso López precisa su actitud frente al asunto religioso en sensacionalísimas declaraciones”.
Usted ha vivido casi 30 años en España. ¿Qué le quedó de esa experiencia?
¿Aparte de decir “joder”?
Sí. Supongo que 30 años dan para mucho más…
No se crea. Al final, Parménides tenía más razón que Heráclito y la vida no es lineal, sino circular.
Joder…
En España trabajé muy duro como periodista. Fui reportero en la época gloriosa de Cambio 16, donde compartí gratos momentos en el bar de abajo con dos compañeros de trabajo llamados Antonio Caballero y Daniel Samper. De ahí pasé al semanario El Siglo para ocuparme de Internacional. Mi experiencia más singular allí fue enterarme en exclusiva de que Grigory Yavlinsky, uno de los personajes más importantes del momento por ser el autor del “Programa de los 500 días” para el tránsito de la Unión Soviética hacia el capitalismo, se encontraba de incógnito en Madrid. Fui a entrevistarlo en una recepción y lo único que conseguí fue comprobar que eso del lazo fraternal entre Rusia y el vodka no es un simple estereotipo. No pude arrancarle una palabra coherente a Yavlinsky. Lo más complicado de aquella noche fue rescatar a mi compañera fotógrafa de las garras de ese oso eslavo.
¿Y después?
Pasé a El Periódico de Catalunya. A partir de ese momento trabajé para catalanes, siempre en Madrid, y nunca volví a escribir Catalunya con eñe. Durante 12 años ejercí como corresponsal diplomático, lo que significa cubrir la política exterior española y viajar por todo el mundo siguiendo al presidente. Así conocí a los grandes líderes del planeta y los mejores restaurantes de la guía Michelin. “La de langosta que hay que comer para llevar los garbanzos a casa”, suspiraban con la panza llena los sufridos corresponsales diplomáticos. Entre los grandes momentos recuerdo la cumbre de las Azores, en la que Bush, Blair y Aznar dieron luz verde a la guerra de Iraq que dejó más de cien mil muertos. Sí, Blair, el mismo que ahora asesora a Colombia en el proceso de paz. Precisamente con Blair tuve el encuentro más peculiar que se pueda concebir con un dirigente mundial: en una cumbre europea en Alemania, entré en el baño. Mientras miccionaba, miré hacia mi izquierda y me encontré a mi lado con un rostro conocido que me sonreía plácidamente. Era Tony Blair. Nunca supe si esa sonrisa era de cortesía o de alivio biológico. También recuerdo la expresión impactante en el rostro de Aznar cuando un asesor le comunicó, mientras entraba en el palacio presidencial de Tallin, en Estonia, que acaban de ser derribadas las torres gemelas. Recuerdo otro episodio, en el palacio del Elíseo, cuando el engolado Jacques Chirac hablaba sobre el drama de Líbano y se sorprendió al ver que los periodistas españoles se carcajeaban con sus dolientes palabras, ignorando que la traductora argentina había traducido “c’est pas quelque chose” por “esto no es moco de pavo”. En fin, como diría Zweig, momentos estelares de la humanidad.
Tengo entendido que después se marchó a un diario llamado Público.
¿Cómo que tengo entendido? Nos fuimos, usted y yo. Fuimos subdirector de Opinión. ¿Recuerda? Joaquín Sabina, con sus sonetos en la contraportada; Noam Chomsky, con sus monotemáticas pero lúcidas diatribas contra el imperialismo; Umberto Eco y sus divagaciones eruditas; las viñetas de Fontdevila; los artículos magistrales del constitucionalista Paco Balaguer; la brillantez de Isaac Rosa; el…
¿Qué libro se llevaría a una isla?
¿A qué viene de repente esa pregunta tan tópica?
Es para sacarlo de su ensoñación. Por un momento temí que nos fuéramos a extraviar en el pasado.
Vete al carajo, joder.