Cornelius Gurlitt: el hombre que ocultó cientos de pinturas del nazismo durante 60 años
Dominique Rodríguez Dalvard
El artículo Cornelius Gurlitt: el hombre que ocultó cientos de pinturas del nazismo durante 60 años fue publicado originalmente en Revista Diners Ed. 525 de diciembre de 2013
Cómo habrá sido. Cómo sería su mirada, su postura, su apariencia ensimismada, para que lo hubieran requisado. El anciano Cornelius Gurlitt no parecía llevar nada fuera de lo normal; los 9.000 euros que tenía consigo estaban en el límite de lo que es obligatorio declarar (10.000 euros). Pero sí, sí había algo…, no tenía identificación alguna. Ni un documento que diera cuenta de su existencia. Mala suerte para alguien que aborda un tren en Zúrich, uno de los pocos medios donde todavía se puede pasar desapercibido, en uno de los países en donde todavía puede esconderse alguien.
El episodio había sucedido en el 2010 y solo dos años después, las autoridades alemanas pudieron encontrar razones suficientes para pedir una orden judicial de inspección al apartamento en Múnich de este hombre que resultó ser Gurlitt.
Sospechaban que podría estar evadiendo los pagos fiscales, pero sobre todo, que siendo hijo del marchante de arte Hildebrand Gurlitt (como lo habían llegado a determinar), quizá resguardaba obras de arte robadas durante el régimen del nazismo. En la inspección, las autoridades encontraron en el apartamento de Gurlitt más de mil obras, cuyo análisis fue encargado silenciosamente a una historiadora de arte, Meike Hoffmann.
Pero un secreto de tales dimensiones es difícil de guardar. A comienzos de noviembre la bomba estalló bajo las peores circunstancias: en la portada de una revista (Focus), con el titular de “Más de mil millones de euros”, y una cara de Hitler delante. En ese momento Cornelius Gurlitt perdió lo que más apreciaba en la vida: su anonimato.
El rostro de Cornelius Gurlitt lo dio a conocer la revista Paris Match.
Cifras astronómicas
La prensa mundial se ha centrado en el tesoro oculto, en los Matisse y Beckmann y Picasso y Chagall y Otto Dix. En las cifras astronómicas, en las listas, en las 1.406 piezas, en los más de 1.000 millones de euros estimados del valor de la colección. Y allí, el personaje de Gurlitt ha sido caricaturizado como un anciano malencarado y senil (unos dicen que viviendo entre latas de comida, otros lo describen como un hombre decente y silencioso). No mucho más que eso.
Sin embargo, es la historia del hombre la que hace de este relato algo excepcional. Durante casi 60 años, Gurlitt pudo vivir al margen. Sin rendirle cuentas a nadie, sin llenar formularios, planillas y registros, sin tener seguro médico ni cuenta bancaria. Solo un pasaporte, que caducó hace años.
Cómo no recordar la fabulosa película Adiós a Lenin, en donde la protagonista es engañada amorosamente por su hijo quien le hace creer que las Alemanias aún están separadas y que el episodio de la caída del muro de Berlín nunca tuvo lugar, llenándole su apartamento de “antigüedades” del régimen. En el caso Gurlitt, Cornelius nunca se integró a una sociedad de posguerra, consumista y definida por la burocracia.
El inicio de Cornelius Gurlitt
Mujer sentada en una butaca, de Henri Matisse, es una de las obras que Héctor Feliciano reporta en El museo desaparecido… como pérdida de la colección de Paul Rosenberg. Gurlitt la tenía en su casa.
Nació en Alemania en 1932 –cuando ya empezaba a enrarecerse el ambiente por el ascenso de una ideología fascista– y se quedó estancado en el tiempo. Pudo vivir bajo un sistema paralelo, como el que se creó durante la dictadura nazi. “Como el mismo sistema del arte que tiene sus propias reglas, pues, junto a los otros dos mercados no regulados del mundo, la droga y las armas, el arte hace transacciones boca a boca y plata en mano”, anota Héctor Feliciano, quizá una de las personas que más saben de este tema por cuenta de la investigación que ya casi alcanza 20 años y que arrojó el libro El museo desaparecido, la conspiración nazi para robar las obras maestras del arte mundial.
Así, lo increíble de este episodio, como todo lo que todavía se está desentrañando de los años terribles de la Segunda Guerra Mundial, es que revela los intersticios de cómo pudieron ocurrir ciertas cosas en aquellos tiempos. Es claro, como lo explica Feliciano, que al final de la guerra había cosas mucho más importantes que hacerles veeduría a unas obras de arte que rondaban por Europa. Aunque se hablara de más de 100.000 obras de arte expoliadas por los nazis, esa cifra era minúscula frente a los retos de reconstruir la conciencia universal y remediar el hambre, la destrucción y el empobrecimiento que dejó la guerra. Y allí, justo allí, arranca esta historia.
El marchante de Hitler
1) Hans Christof, Pareja, 1924. 2) Max Liebermann, Dos jinetes en la playa, 1901. 3) Wilhelm Lachnit, Hombre y mujer en la ventana, 1923. 4) Antonio Canaletto, Santa Giustina in Pra della Valle, siglo XVIII.
Hildebrand Gurlitt sabía que algo estaba pasando y que era grande. Ya para 1920 había sabido leer el aire de modernidad y las vanguardias de la época y era amigo de Kandinski, de Kokoschka, de los impresionistas alemanes y de los austriacos. Ni más ni menos que de “Los Degenerados”, como los calificaba Hitler quien en Mein Kampf hablaba de las obras modernas como “productos de mentes degeneradas”.
Como director del Museo König Albert, en Zwickau, Gurlitt había impulsado este tipo de arte e hizo varias exposiciones con los artistas que hoy veneramos y que fueron, justamente, el objeto del odio del Führer. Era católico pero tenía un ancestro judío, una condición que fue determinante: lo salvó frente al régimen, y, después de la guerra, frente a los aliados.
Durante el nazismo, y dada su experticia, fue llamado para implementar una ley de 1938 de purificación o depuración de los museos alemanes. Como política de Estado, 16.000 obras inmorales tendrían que desaparecer de las instituciones y colecciones nacionales.
“Fue una decisión soberana de país, como si el gobierno de Colombia y su banco nacional decidieran deshacerse de la colección de oro”, explica Héctor Feliciano. Se venderían entonces en el mercado internacional para, por un lado, abultar las arcas nazis y, por el otro, adquirir los clásicos del paisaje, de la naturaleza muerta y el retrato que representaran la pureza del pueblo alemán.
El negocio perfecto
Con dinero en mano –y con una devaluación del franco perfectamente conveniente que multiplicó casi por cinco la moneda alemana durante la invasión a Francia–, Gurlitt asistía a las más importantes subastas y, con un mercado ávido por el arte de vanguardia, ofrecía las joyas que habían colgado de las paredes de las colecciones alemanas. Basta recordar que la exposición que montó el propio Hitler en 1937 bajo el título de Arte Degenerado fue un éxito en ventas en la subasta de Lucerna de 1939. Cómo no iba a serlo si tenía un autorretrato de Van Gogh, Las bañistas de Matisse, El rabino de Chagall y un Picasso de su época azul.
Pero también, dentro del plan de pillaje calculado (que incluía compras, pero también decomisos de las colecciones privadas), los marchantes nazis se hacían a los íconos del impresionismo y de las vanguardias, con la misión de eliminar, ni más ni menos que de la historia, todo rastro de arte degenerado.
De hecho, Feliciano recoge en su libro la descomunal cifra de dos millones de dólares que ofreció el propio Gurlitt por un Cézanne el 26 de septiembre de 1940 en la casa de subastas de estado del Hôtel Druot en París.
En su investigación, el periodista concluye que Francia fue el país más saqueado de toda Europa, los inventarios oficiales del expolio nazi listaban en menudo detalle el saqueo de 203 colecciones privadas, o sea, un tercio de todo el arte en manos privadas francesas. En total, más de cien mil obras de arte, medio millón de muebles y más de un millón de libros y manuscritos habrían sido robados por los nazis allí.
Hildebrand Gurlitt.
Del mercado a la contemplación
¿Y cómo se conecta la historia del padre Gurlitt con el hijo Gurlitt? No hay que olvidar que un marchante de arte no deja de serlo, nunca. Si bien Hildebrand Gurlitt cumplió una misión para Hitler, su pasión por el arte moderno nunca desapareció. Para Feliciano no es inverosímil que de ese inventario de 16.000 obras de este estilo que existían en Alemania, él haya conservado unas 300 o 400, “qué diferencia iba a hacer”, dice.
Al ser piezas de grandes firmas, pero no las obras maestras de las que se hablan en los libros de historia del arte, podían simplemente reportarse como desaparecidas o quemadas por los nazis en plena huida. Quizá Hildebrand Gurlitt las guardó para mercadearlas en un futuro, cuando la miseria de la guerra hubiera pasado y los alemanes no tuvieran el foco del mundo puesto sobre ellos. Pero no le alcanzó el tiempo. Murió en un accidente de carro en 1956.
Al joven Gurlitt le quedaba entonces un legado. “Para él estas obras de arte son la vida, la de su papá y la de su mamá. Representan todo lo que perdió, es su historia y el tiempo. Eso es lo que tiene el arte que no tienen los zapatos.
Tiene una dimensión mucho más amplia y profunda. Así que decidió acumularlas y probablemente deshacerse de ellas era deshacerse de un pedazo de su vida (vendía una de vez en cuando para sobrevivir), de su pasado, soltarlas era dejar ir la vida”, explica Feliciano, quien confiesa tras esta investigación inacabable, que entiende la diferencia entre el marchante y el amante del arte, explicando que el primero puede prescindir de una obra y cambiarla por algo nuevo, mientras que al segundo le resulta imposible.
Y así es como se entienden las pocas frases de Cornelius Gurlitt en los medios alemanes: “Jamás tuve nada que ver con la adquisición de los cuadros, solo con su salvación” o “habrán metido los cuadros en cualquier sótano y yo estoy solo. ¿Por qué no los dejaron donde estaban y no se llevaron solo los que querían examinar?
Ahora no estaría todo tan vacío” e incluso una sentencia como “con los cuadros podría haber esperado a la muerte. No hay nada en mi vida a lo que haya querido más que a mis cuadros”. Como un monje, le entregó su vida a esta historia escondida en unos metros cuadrados. Sin ellos ya no tiene sentido.
Como tampoco la tuvo para Hitler, quien en uno de sus actos finales, antes del suicidio, escribió en su testamento que le dejaba al pueblo alemán su colección de arte. “Uno de los aspectos terribles del arte es saber que no protege de la barbarie y que Hitler era capaz de apreciar un Miguel Ángel pero también de inventar el Holocausto. No te protege de nada y aunque uno piensa que allí hay una relación sublime, esta no impide el horror”, concluye Feliciano.