Diego Soto Miranda: la historia del único barrister latinoamericano

Ser latinoamericano y abogado de nivel superior en Inglaterra es un honor que solo tiene Diego Soto Miranda. Esta es la historia del único barrister latinoamericano en Inglaterra.
 
Diego Soto Miranda: la historia del único barrister latinoamericano
Foto: Manuel Vázquez
POR: 
Enrique Patiño

Y de repente, una frase. Han transcurrido apenas ocho minutos desde el inicio de la conversación. Como lo exige la exactitud británica, Diego Soto Miranda se ha conectado con una decena de minutos de antelación a la charla virtual, ha saludado con una cordialidad que excede su cargo formal como barrister –abogado de nivel superior en el Reino Unido, especializado en litigar ante los tribunales– pues su acento y desparpajo recuerdan su procedencia colombiana, y se ha dejado conectar los audífonos por parte de su sobrino para poder contestar como mejor puede al entrevistador que lo ha citado virtualmente.

A las dos de la tarde británica, justo después de la hora del lunch, dice la frase. La suelta, casual, en medio de la conversación. Totalmente inconsciente de que ha revelado con ella la clave de su descomunal trayectoria de niño sin estudios, nacido en la vallecaucana Palmira con una atrofia muscular espinal que lo confinó a la inmovilidad, y que, sin embargo, llegó a un cargo que solo ha ocupado un latinoamericano hasta la fecha: él.

“Nunca me ha hecho falta la independencia. Es un valor muy relativo, sobrevalorado. Nadie es totalmente independiente”, dice.

Bum. La frase es tan poderosa que no solo revela las claves de su carrera vertiginosa, sino que dinamita el ego de los ciegos humanos que aún somos todos: no surgimos nunca solos porque, aunque nos cueste admitirlo y el mismísimo ego haga pataleta, somos seres colectivos. Siempre hemos necesitado de alguien para llegar a cualquier parte.

Diego

Una atrofia muscular espinal confinó a Soto Miranda a la inmovilidad. 


Diego acude al que confiesa ser su poeta favorito: John Donne, para reforzar la idea: “No man is an island”, explica. La frase cala, como lo hizo cinco siglos atrás cuando fue escrita por primera vez por el visionario poeta inglés que entendió –en un momento de la historia en el que se enfatizaba la idea de un individualismo sometido al poder divino y monárquico– que la real consciencia de los seres humanos no es personal, sino colectiva. “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo… Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad”.

Diego no podía moverse. Diego tenía el destino signado para no surgir. Pero se apoyó en todos los que lo rodeaban, dispuestos a ayudarle, y tomó un impulso de cohete para llegar adonde se proponía.

“Mi familia fue muy tolerante. Desde muy niño aprendí a adaptarme para alcanzar todos mis objetivos, con las estrategias que tenía a mi disposición”, complementa. Su familia, numerosa, conformada por una bisabuela con ocho hijos, se encargaba de protegerlo y consideraba la familia como la primera prioridad.

Lo explica desde su estudio, copado de libros y detalles diminutos entre los estantes, como si fueran una miscelánea de recuerdos y pasos dados. Lo que más recuerda, sin embargo, es la fortuna que tuvo de niño al contar con una familia dispuesta a apoyarlo. Incluso, el soporte económico que le dio su padrastro durante su primera infancia, cuando no le faltaron medios para obtener medicina y tratamientos. Su inclusión en la familia fue tan abierta que hoy le queda el recuerdo de un periodo feliz entre primos y primas de su misma edad, en una infancia colmada de picardías, en las que él era el cabecilla de las ideas y sus primos los ejecutantes de las pilatunas. “Yo no podía moverme, pero sentía felicidad por cada picardía, como si la hubiera hecho”.

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Su familia se encargaba de recordarle a diario que era muy inteligente. Diego tuvo la certeza, desde niño, de que si lo elogiaban así, su mente era realmente privilegiada. Incluso para las travesuras. Uno de sus primos, el rival por excelencia de su infancia, le hacía maldades y él confabulaba, como un ajedrecista prodigio, las mejores maneras de contrarrestarlo. Orquestaba planes que sus otros primos llevaban a cabo y que terminaban dejando sin ropa interior o sin libros al afectado.

O a punto de incendiar su propia casa, como cuando con su hermano mayor inició el fuego junto a un aerosol, o como cuando pidió pegar estampillas en la alfombra y sugirió poner una plancha caliente para despegarlas y quemó el tapete entero. Los tiempos han cambiado, pero en ese aspecto no: uno de sus amigos es, aún hoy, su promotor de picardías en Londres. Eso sí, Diego siempre salió limpio. Los adultos jamás lo regañaron.

Todo ello le permitió entender que no era diferente a nadie, y que podía apoyarse en los demás para conseguir sus metas. Así fue hasta su adolescencia, cuando por fin tuvo un propio diagnóstico de su enfermedad. Criado en una familia profundamente católica, él y los suyos siempre esperaron el milagro de su curación. En su niñez, la invalidez no fue un problema, sino un lapso de espera mientras se daba ese milagro, aunque tuviera que acudir decenas de veces a ser hospitalizado. Mientras este se aplazaba, Diego fue ganando fe en su capacidad intelectual. En la conciencia de sus limitaciones vio el potencial que se le abría.

El viaje al frío

La vida cambió. Su mamá se separó de su padrastro cuando tenía siete años. Eso lo llevó a perder el apoyo económico y el médico que tenía. Su abuela, radicada en Inglaterra, pidió cuidarlo. Una de sus tías lo llevó a Londres en busca de una mejor condición de vida un 31 de diciembre de 1983, a sus ocho años. A los seis meses de haber llegado, y ante la dificultad de cuidarlo, arribó su mamá. Un año después ambos se independizaron.

No fue un periodo fácil: venía de la caliente Palmira, con un 90 % de arquitectura de un solo nivel, y debía enfrentarse al invierno londinense, donde atardecía a las cuatro de la tarde, había edificios con escaleras y todo era diferente. Se desilusionó. Sus parientes le habían hablado de una ciudad tipo ciencia ficción, tan mágica como la de Peter Pan, pero no vio carros voladores, sino edificios grises, frío y otro idioma.

En Colombia nunca había ido a la escuela, y eso sí le ofrecía Londres: estudiar de verdad. Había añorado ir con sus primas a la escuela, lucir uniforme y tener cuadernos, pero por sus limitaciones físicas solo le permitían quedarse en un jardín infantil. Allí, en cambio, asistió a un colegio para niños inválidos y conoció los buses escolares con ascensores para ingresar las sillas de ruedas al bus. Tuvo, a los pocos días de inscribirse, su propia silla eléctrica.

Sabía leer y escribir, y conocía de aritmética básica, y con eso, en seis meses, aprendió el inglés y descolló en todas las materias. Amó la primaria, fue el mejor de su clase, pero odió la secundaria porque fue de imposiciones y reglas, y él seguía siendo el niño rebelde sin pelos en la lengua que se atrevía a decir lo que quería, sin mediar rangos. La presencia de tres profesores, incluida una fisioterapeuta que entendía su frustración de no sentirse estimulado intelectualmente, logró revertir la situación hasta el punto de que se unieron durante los recreos para leerle obras literarias, jugar ajedrez y fortalecerlo académicamente. Nadie es totalmente independiente…

El colombiano se graduó de Leyes en el London School of Economics e hizo un posgrado en Derecho de Negocios Internacional allí mismo.


La ayuda de una profesora, que realizó una campaña de recaudación de fondos para pagar tutores privados, permitió que profesores especializados fueran a su casa a enseñarle durante dos años. Su pilatuna nueva para volcar todo a su favor tuvo éxito. Y lo tendría aún más con su siguiente decisión.

Decidido a usar su intelecto a tope, se inscribió en Leyes en el London School of Economics, se graduó entre los tres primeros de la promoción e hizo un posgrado en Derecho de Negocios Internacional allí mismo. Luego se especializó en The Inns of Court School en Leyes.

Su carrera fue en ascenso, no solo porque llegó a ser barrister a cargo de disputas en ley comercial doméstica –luego de pasar un corte de solo 50 entre un promedio de 8.000 graduados anualmente– sino porque logró congregar a su familia en torno suyo, como en Palmira misma, y él, el aparente ramaje más frágil del árbol familiar, se convirtió en el núcleo de su nuevo desarrollo.

Hoy por hoy, su día empieza a las seis de la mañana con un café y las noticias encendidas, así como con el apoyo infatigable de su mamá, que lo lleva al baño, lo ducha, lo viste y le da el desayuno. Su asistente llega a las 9 a. m. para conducirlo a las audiencias o reuniones, apoyarlo en los traslados de la oficina al carro o a la silla, mostrarle los correos, tomar dictados y atender llamadas. Su asistente se encarga de tomar apuntes de todo, desde los conceptos jurídicos hasta la redacción de una carta. Incluso cuando ha tenido novias, los fines de semana su asistente lo deja donde su novia y lo recoge de vuelta.

Soto Miranda trabaja en el primer piso de One Essex Court Chambers y sueña con ser juez de la corona británica.


“Todo lo que yo hago físicamente sale de mi boca a las manos de mi asistente. Cuento con todos”, agrega, tal cual hacía en su infancia con sus primos, moviendo la colectividad para crecer como individuo. Al final del día laboral, Diego vuelve a la sala de su casa, y mientras su madre le da la cena y ve telenovelas, se permite pensar que su vida ha sido afortunada. Se visualiza en el primer piso de 1 Essex Court Chambers, donde labora, y no deja de soñar con ser juez de la corona británica.

Sabe algo: para lograrlo deberá apoyarse en su capacidad individual y en el entramado colectivo. “Ningún hombre es una isla”, recuerda. Ahora, en la gran isla británica, él es una parte del continente humano en esta época de enorme transformación. Contestario, rebelde, feliz, pícaro, como si acabara de cometer una nueva pilatuna y salirse con la suya, su voz se pierde en una última risotada de despedida.

         

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octubre
30 / 2020