Cuatro lugares mágicos del mundo vistos por un fotógrafo colombiano

Enrique Patiño
Hay momentos que definen la vida y uno no es consciente de ello, ni siquiera cuando el milagro sucede de frente. Un fotógrafo se nutre de momentos así. A Esteban Toro le sucedió el milagro iniciático de la fotografía a temprana edad, a los 8 años, cuando viajó con la familia de un amigo a La Mesa (Cundinamarca) en un paseo con visos de aventura. Su mamá, para motivarlo a explorar, le regaló una cámara análoga con un rollo de 24 exposiciones, que por entonces fue más un juguete que un objeto de conexión con su pasión.
Jóvenes monjes dentro de un templo húmedo y escondido en Myanmar.
Pero el milagro había tenido lugar. Solo que era muy temprano para abrir los ojos a su encanto. Tendrían que pasar cinco años para entender que había algo poderoso en esa alerta temprana de la vida. Ocurrió cuando estaba decidido a tocar el bajo en una banda, pero una conversación casual lo llevó a estudiar fotografía para lograr mejores imágenes.
Desierto en Deadvlei, Namibia.
Lo que encontró le dio un vuelco. Las fotos bonitas no las hacía una buena cámara. Por el contrario, esta era un instrumento complejo, técnico, que requería un saber y una paciencia larga para interiorizar sus mecanismos, pero que respondía, ante todo, al ojo de un fotógrafo. “Otros mecanismos te llevan a estar dentro de un espacio. La cámara te obliga a salir para reconocer nuevos lugares”, anota. Si uno quiere explorar su riqueza de funciones interiores, en definitiva, se siente obligado a salir.
El fotógrafo Esteban Toro tiene 25 años, es embajador de Sony y docente en talleres de fotografía.
Eso reenfocó su vida. En la adolescencia entendió que música y fotografía se hermanaban, y que el bajo y su cámara se parecían: ambos permitían componer, eran instrumentos de creación y respondían a un impulso individual de pulsión, tensión y silencio para crear piezas. Ambos, además, buscaban la armonía. Solo tenía cabida para uno en su mundo, así que dejó el bajo y se colgó la cámara al hombro, decidido a viajar para narrar momentos.
El Festival Holi es una de las celebraciones más importantes de India.
Ya con el poder de obturar la cámara trazó itinerarios para comenzar a viajar. Sin embargo, solo cuando regresaba y veía el material entendía qué le había tocado el corazón, de qué se había llenado y cómo se había ido moldeando su espíritu, con base en los recuerdos reconvertidos, gracias a la magia de la fotografía, en memorias de luz.
Un niño monje ora en un templo budista de Myanmar.
Esteban pasó de la fotografía de naturaleza al retrato, y luego de la fotografía artística centrada en la danza y el movimiento, a amar la imagen cinematográfica hasta el punto de presentar el documental Apertura: un mundo de historias, que narra sus viajes por cinco países: Colombia, Myanmar, Nepal, India y Estados Unidos, mientras conversa sobre los aspectos de la fotografía con Scott Gray, director de la Organización Mundial de Fotografía, y Brent Lewis, editor fotográfico del New York Times. Los que iban a ser clips de dos minutos se convirtieron en un trabajo profundo e inspirador, que serán transmitidos por el canal de Alpha Universe de Sony.
Un hombre de la etnia rabari, en India, posa ante el lente del fotógrafo.
En esos múltiples caminos que le ofrecía la imagen, el fotógrafo Esteban Toro entendió que una carrera no puede limitarse a una mirada única, porque la creación no responde a las camisas de fuerza. Es más, los sentimientos hilan su trabajo. Dependiendo de cómo se siente, captura los colores de una manera distinta, al punto de optar por el blanco y negro o de darles una tonalidad amarilla a sus imágenes cuando le gana la nostalgia, de preferir el azul en la añoranza o de saturarlas de color cuando lo domina la alegría.
Pescador del río Li junto a los cormoranes, aves de China.
“Respondo a la vibración o pulsación del momento, hago la foto que tengo que hacer. No siento que tenga un estilo definido, sino que me doy la posibilidad de disparar lo que quiero hacer. Siento, entonces obturo”, dice. Siente, luego existe.
Mujer de la comunidad himba en Namibia, África.
A partir del sentimiento que le han producido más de cuarenta países visitados y del milagro de recrearlos desde la nostalgia, Diners invitó a Esteban Toro a elegir sus cuatro destinos favoritos.
En pocas palabras
Un lugar que lo hizo reír: Madagascar, porque me acordó de lo que pasa en Colombia. Me abrieron la maleta tres veces para preguntarme dónde estaba la cocaína.
El más romántico: China.
Al que volvería: al Festival Holi, en India.
El lugar natural favorito: el Amazonas.
La gente más amable: Boyacá, Nariño y Pensilvania, Caldas, cuentan con personas absolutamente amorosas.
Un lugar feliz: Namibia. Me varé en el desierto, pasé la noche a la intemperie y fui feliz.
El más difícil: Rusia, en invierno. Nadie hablaba inglés, me trataron de cobrar más por el taxi, nevaba todo el tiempo, no hablé con nadie. La segunda vez me fue muy bien.
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China
La cuenca del río Li es tan grande como El Salvador. Pero lo importante no es su tamaño, y menos en un país de desmesuras como China, sino su belleza, que lo ha llevado a ser incluido como bien natural patrimonio de la humanidad por sus colinas solitarias onduladas, sus embarcaciones pintorescas, sus búfalos de agua y sus más de 2.000 formaciones de piedra.
Una mujer teje una red de pesca en el sur de China.
Sentado en la orilla del río, mientras veía cruzar balsas de bambú empujadas con pértigas y los cormoranes esperaban el momento de lanzarse al agua para capturar el pez que luego sería el alimento de los pobladores, un hombre de 85 años se sentó a la orilla junto con Esteban. Era un pescador local. Su rostro anguloso y su puntiaguda barba blanca le recordaron al fotógrafo colombiano la carátula de la banda Shaman y, en especial, de la canción Fairy Tale. Se lo dijo al hombre. Ninguno se entendió, divididos por la barrera del idioma, pero se recostaron sobre las piedras y escucharon la canción en el teléfono móvil de Esteban. La música los conectó.
Un pescador local en su balsa de bambú empujada con pértigas por el río Li.
“Es uno de los momentos más hermosos que he tenido. Sucedió en un contexto distinto, con alguien desconocido, y nos conectamos como seres humanos, sin diferencias, a partir de la música”, recuerda. Ese día deseó un mundo sin absurdas fronteras impuestas por el miedo, en el que viajar y encontrar que somos uno, dondequiera que vayamos, fuera una certeza para todos.
Una típica escena rural del sureste de China.
China se convirtió en su país favorito para fotografiar, por su territorio agrícola, lo impresionante de sus paisajes, su cultura ancestral y riqueza gastronómica, que contrastan con su desarrollo actual.
China es uno de los destinos con los paisajes más deslumbrantes que ha visitado el fotógrafo. Aquí una panorámica del río Li.
“La gran mayoría estigmatizamos lo que viene de este país, pero ofrece en estos momentos una calidad de vida fabulosa, con zonas rurales fascinantes”. No duda que los más hermosos paisajes de su vida los ha encontrado allí.
Myanmar
La pagoda de Shwedagon, en Rangún, brilla desde hace 2.500 años, según los locales. Su altura, cercana a los cien metros, refleja la luz amarillenta de los atardeceres puros de la antigua Birmania, ahora llamada Myanmar. Su solo espectáculo de luz y esplendor daría para que los turistas no tuvieran que recorrer más destinos. Pero existe uno del cual es muy fácil enamorarse. Y Esteban se enamoró de él.
Una niña enciende velas en el río Irawadi, en Bagan.
Se trata de Bagan, un precioso valle de pagodas, en el que hay más de 2.000 estupas y 2.300 templos budistas dispersos por doquier, y en el que la luz amarillenta y pura del sol de la tarde adorna las construcciones.
Dos jóvenes monjes van camino a la pagoda de Hsinbyume, en Bagan.
Es tan asombroso como majestuoso. Allí, en medio de un silencio casi ritual, los monjes caminan o divagan, en un país en el que todos los hombres deben asistir al monasterio al menos una vez en su vida. Esta especie de servicio militar o, en realidad, espiritual, ha hecho que la pureza no sea solo del aire rural o de la luz, sino también de los habitantes, que trasiegan sin prisa, meditando u orando.
Monje budista camino al monasterio de Bagan.
“Es como un cuento. Me enamoré de él. Recuerdo el lago Inle, con casas en medio, en el que toma hasta dos horas en lancha ir de un lado al otro”, y en el que se pesca de una manera particular, con redes cónicas de juncos tejidos. Allí Esteban entendió, quizás, que no retrata con luz, sino que él busca la luz.
Pescadores de remo en Myanmar.
“Viajar nos abre puertas al conocimiento, a las oportunidades y nos hace soñar. Tantas veces postergamos los viajes soñados que este 2020, cuando los quisimos hacer, no pudimos. Estar en casa quizás nos motive a descubrir de nuevo otros universos”, dice. Y hace un llamado urgente, humano –el mismo que lanza quien ha viajado y se ha dado el tiempo de detenerse e integrarse con los otros–: “No debemos temerle a la diferencia. Somos todos iguales, en todo el planeta. Si nos nutrimos de esa esencia enriquecemos nuestro ser”.
Una noche en el mercado de Myanmar, alrededor del lago Inle.
India
Una nube de colores flota en el aire cada marzo sobre millones de personas que bailan en medio del frenesí y la alegría. Los fotógrafos ansían estar en ese undécimo mes del calendario hindú, llamado Phalguna, cuando se celebra el inicio de la primavera y se quema el indeseado pasado en enormes piras encendidas, mientras se baila y se canta.
En el Festival Holi se celebra el final del invierno y el comienzo de la primavera.
No es fácil para ninguno embarcarse en una aventura en la que, después de la quema, los colores invitan a sacar la cámara, pero la realidad está plagada de descontrol, de agua que corre, de choques entre los bailarines, sudor y polvo colorido que se cuela en el visor y en los lentes durante el Rangawali Holi, el día en el que todas las castas se entremezclan y bailan. Hay felicidad. Y la felicidad, por momentos, es incontrolable.
Un hombre rabari en Jodhpur, la ciudad azul, India.
Allí, en medio del temor e incluso la tristeza que le generaba un festival tan dulce y agresivo, en el que los bailarines lo abrazaban a la fuerza y le sacaban selfies forzosas, Esteban encontró la mirada triste de un niño que parecía perplejo y alejado de las celebraciones. Se vio reflejado en él, tan presente como ausente, tan lleno de vitalidad como ajeno a la fiesta. Había vuelto a la India luego de odiar su primera experiencia en el Holi y ahora encontraba que era tan fuerte que la necesitaba para despertar algo en su interior.
Durante un recorrido en bote, una mujer posa mientras el sol se oculta antes de una fuerte tormenta.
“Muchos quieren ir a la India, pero le temen por estigmas como la calidad de la sanidad y de la comida o la seguridad. Es un país muy seguro, con gran riqueza espiritual, en el que siempre te vas a sentir bienvenido; un país distinto de este a oeste o de norte a sur”, resume Esteban. De hecho, allí profundizó su mirada nostálgica personal, ligada a la música: pudo entender que un fotógrafo también capta notas melancólicas en medio de la algarabía, o da vida a lo que ya no la posee. En India, el niño, retratado en blanco y negro en medio de la colorida fiesta, fue el símbolo de su nostalgia personal en busca de entenderse a través de los otros, de la nostalgia integrada a la fiesta.
El retrato nostálgico de un niño durante el Festival Holi. Una de las imágenes más nostálgicas del fotógrafo.
Namibia
Retratos de vida salvaje. Leones sobre la sabana africana.
Desde su mismo nombre, Namibia suena a aventura. De hecho, el nombre de esta nación africana proviene del desierto más antiguo, el Namib, que significa inmensidad. Eso es este país de leones, de las mayores dunas del planeta, desiertos que parecen infinitos y tribus alegres y ancestrales como los himba, que cargan el espíritu dinámico de África en su sangre. Una sustancia ocre extraída de la corteza de los árboles distingue a sus “mujeres de chocolate”.
Namib es el desierto más antiguo del mundo y contiene algunas de las regiones más secas del planeta.
Con un tamaño que duplica a Alemania, y apenas dos millones de habitantes, este destino es considerado uno de los más apropiados para ver desde rinocerontes hasta elefantes. “Me enteré por fotógrafos de su existencia. Vi un documental sobre sus árboles secos en medio de las dunas de arena y me enamoré de los paisajes. Averigüé hasta que pude ir, recorrer el desierto, sus carreteras, sus paisajes de roca y arena, y amar su gente y su comida”. Sus laderas rojizas, sus colores ocres y amarillos, y la luz que cae sobre la Duna 45 conmueven el alma.
Atardecer en Namibia. Otro de los destinos favoritos del fotógrafo.