Superar lo insuperable: la historia de una madre que perdió a sus tres hijos

Juliana Muñoz Toro
Solo era vacío. Hubiera pensado que ella misma estaba muerta si no fuera porque al mirar por la ventana hacia el exterior las ramas de los árboles se movían. Eveline Goubert acababa, por tercera vez, de perder a uno de sus hijos. “Por algo dicen pérdida”, comenta, “es que uno queda perdido”. Pareciera que la escena fuese oscura. La nube que es la muerte. Pero el juego de palabras pérdida y perdido, hoy en día, le parece una broma. Una paradoja que aprendió a pensar al revés.
Eso, pensar al revés, hace parte de las estrategias que comparte con cientos de personas que han sufrido la partida, como ella, de un ser querido. Llegan a su conferencia “Superando lo insuperable”, o a la sala de su casa, con ira, con culpa, con lentes oscuros que no piensan quitarse: “Puedes pensar que estuviste muy poco al lado de esa persona, ya que siempre vas a querer un día más, o puedes agradecer que compartiste con ella esos dos meses, esos once años, lo que sea”.
La parte más dura de esta historia ya ha sido ampliamente reseñada en los medios de comunicación. Que Goubert perdió a su primer hijo el día después de su nacimiento; vio morir a su hija de once años por culpa de un mal diagnóstico médico; duró un lustro en el proceso de una demanda para que ese doctor hoy esté en la cárcel por homicidio culposo; que un año más tarde a su hijo de 23 se lo llevó un cáncer fulminante; que también perdió a su padre y a su hermana mayor.
Cambiar las fichas
¿Hace falta repetirlo, ahondar en la herida? Quizá no. Quizá haya que “cambiar el dolor de la ausencia por el amor del recuerdo”. Pensaba: “No podía creer que esto fuera todo: levantarse, ir a trabajar, llegar a dormir y que en medio sucedieran cosas. Necesitaba encontrar un propósito que me moviera”. Con cada muerte, la vida cambiaba el “juego”, pero ella no estaba cambiando las fichas: “Iba a donde el viento me llevara. Estaba muy formateada. Pero ¿qué pasa cuando la vida se sale de ese formato?”.
Uno de los primeros pasos consistió en salir de la victimización, o ese sentimiento de que “no eres otra cosa que tu historia”, cuenta. Pareciera que solo recordásemos a través del dolor: “Culturalmente, si te ríes y eres feliz después de una tragedia, entonces eres desleal”. Goubert ayuda a varias mujeres con este proceso por medio de los talleres de entendimiento que realiza en la sala de su casa. Les da café, las escucha, les hace preguntas que las lleven a descubrir el valor de lo que son para poder seguir adelante.

“Quizá haya que cambiar el dolor de la ausencia por el amor del recuerdo”.
Una madre le decía: “Es que nadie me había confrontado así conmigo misma”. Otra no quería llorar porque entonces no dejaba descansar a su hija. Por eso el reto más grande es desmitificar la muerte, quitarle ese velo que le ponemos para hacer de cuenta que no existe, que no se trata de lo único ciento por ciento seguro que nos ha de ocurrir.
Tan solo un paso
¿Puede aplicar ella misma lo que enseña? Hay días malos, por supuesto. Los llama sus “días de lujo” y consisten en permitirse llorar, no salir de la cama, cerrar las cortinas.
Solo hay una condición: mañana tiene que ser distinto. Ahí, desde el encierro, reza: “Dios, si no me vas a dar las respuestas, al menos llévate las preguntas de mi cabeza para que pueda vivir tranquila”.
También se ha vuelto una persona más sociable de lo que era, y en esto le ha ayudado su nuevo matrimonio. Y sin falta reserva una tarde a la semana para tomarse un café con sus amigas. Son necesarias esas redes para hablar del sentimiento, llorar un poco, pero solo un poco, y retornar a las anécdotas de la infancia. Sentir que el tiempo no ha pasado.
Te mueres bien o mal
Hace casi un año, su hermana mayor fue diagnosticada con cáncer terminal. En la cama del hospital tuvo malos días, incluso ansiedad por irse más rápido. Eveline le decía: “O te mueres bien o te mueres mal”. Esta decisión era importante. Había que darles a las dos hijas que su hermana dejaba la tranquilidad de que se trataba tan solo de un paso más, “no una tragedia insuperable”.
Después de la partida, Goubert y sus sobrinas viajaron a Cartagena a depositar las cenizas en una playa donde el plancton iluminaba la noche. La muerte con el velo de la belleza.
Era la misma ciudad donde estuvo con su hija Alejandra un mes antes de que se fuera. No había cómo saber lo que estaba por pasar, pero Goubert tuvo un impulso. “
Vamos a Cartagena, Alejandra”, dijo, “y a todo lo que pidas voy a decir que sí”. Quería mostrarle esa ciudad donde había crecido, la casa de sus juegos, visitar el castillo de San Felipe y emocionarse con historias piratas, tomar piña colada sin alcohol, recorrer en un carruaje los callejones apenas alumbrados por los faroles, tatuarse mariposas de henna en la espalda.
Disfrutar cada instante porque es lo único que existe, porque será el corazón de un recuerdo cuando las noches sean largas o el mundo solo muestre su fealdad.
Hoy en día, ¿Eveline perdonó a aquel médico que por negligencia declaró que Alejandra tenía gastroenteritis y no diabetes? “El odio impide vivir. Entiendo que su intención no fue que mi hija muriera. Pero actuó mal, le faltó compromiso en su profesión y eso nos afectó a todos por el resto de la vida. La justicia es importante porque sienta precedentes. Puede que entonces las cosas cambien y esto no vuelva a pasar”. Esto incluso la llevó a desarrollar una conferencia sobre cómo humanizar el servicio médico.
Cuénteme de usted, Manuel
Cuando murió Alejandra y Eveline Goubert volvió a salir, “veía todo feo”. La gente, la calle, los animales. Todo. En una esquina cerca del banco en el que trabajaba, había un hombre sin sus extremidades inferiores que siempre la saludaba. “No soy la única que debe sentirse así”, se dijo un día.
Compró dos sándwiches y se sentó a compartirlos con él, ahí en la acera. “Mucho gusto, soy Manuel”. “Cuénteme de usted, Manuel”. Y él le explicó que no necesitaba dinero, que solo estaba ahí porque quería salir de su casa, sentirse útil de alguna manera. “Entendí que había gente que solo necesitaba una sonrisa, un abrazo”.
Entonces se ofreció como voluntaria en una fundación de niños con cáncer. Cada día, durante la hora del almuerzo, iba y hacía reír a las madres con sus hijos. A “hacer relajo, poner una sonrisa en algunas personas con la esperanza partida”.
Después vino lo de su hijo Mateo: “¿Era en serio? Qué mala broma de la vida”. Renunció al banco. Dejó de perseguir el dinero, “¿Para qué lo iba a querer si no para mis hijos”, y se dedicó a ayudar a otros por medio de su conferencia “Superando lo insuperable”, con el objetivo de “demostrar la diferencia entre vivir y estar vivo”, y de distintos talleres con los que ha viajado a otros países de América Latina para reunirse con familias en duelo, personal médico, y empleados que han perdido su pasión.
Hace un tiempo, con Catalina Suescún (una madre que tuvo que afrontar un cáncer durante su embarazo) y la psicóloga Luz María Arbeláez crearon la empresa Punto de Partida Para la Transformación, con la que dictan talleres empresariales “unidas por el interés de servir a los demás al compartir los aprendizajes después de vivencias impactantes”.
El grillo y la mariposa
A la entrada de su casa hay un grillo y una mariposa; una fábula para escuchar las señales. El grillo como símbolo de una voz que nos habita, de lo que llega por sorpresa.
La mariposa, como la que se dibujó en la espalda su hija en aquel último viaje a Cartagena, que es la materialización de lo que se transforma, de la fragilidad de la vida. Y juntos, la esperanza de que en algún lugar están sus hijos reunidos, bailando en una fiesta eterna.
Se termina el café. Eveline Goubert habló de su historia y de otras madres que han pasado por lo mismo. Su voz no se quebró. Hizo bromas, sonrió. Hay tanta muerte a su alrededor que a veces su esposo es el que llora cuando escucha a las mujeres que vienen a los talleres de entendimiento. No se trata de una coraza que la proteja ni la indiferencia de la costumbre. Es la aceptación de lo inevitable. La gratitud del instante.
“Crecimos con frases como ‘sin ti no puedo vivir’ o ‘espere a que me muera a ver qué va a hacer’. Al que me dice eso le pregunto, ‘un momento, ¿de dónde viene esa idea? ¿Realmente quieres vivir con dolor el resto de la vida?’”. Una y otra vez se ha respondido a ella misma: “pues yo no”.
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