Y después del odio ¿Qué?

Esta pertinente reflexión sobre el odio ayuda a entender de dónde viene y qué hacer con él justo en este álgido momento político.
 
Y después del odio ¿Qué?
Foto: Cortesía Touchstone Pictures, 1999
POR: 
Dominique Rodríguez Dalvard

A propósito del periodo electoral que atraviesa el país en este momento, recordamos esta reflexión sobre el odio enmarcada en la carrera presidencial de 2014 entre Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga.

Cómo odio amarte.

Natalia Lafourcade, cantante.

Odiar es una forma de autoconservación hasta la destrucción del otro, mientras que amar es una forma de hacer existir al otro.

Paul-Laurent Assoun, psicoanalista.

Viernes 4 de julio de 2014. Minuto 86.

Velocidad. Nervios. Último impulso. Vuela el balón. Un salto para alcanzarlo que termina mal, en una lesión a una de las vértebras de Neymar. Dolor. Llanto. Camilla. Un diagnóstico que se confirma: no podrá jugar más durante el Mundial de Brasil 2014.

Lo que sigue es una explosión en los diarios brasileños y en las redes sociales, amenazas de muerte e insultos racistas contra Camilo Zúñiga, el jugador colombiano que hirió sin intención al ídolo del Barcelona.

Al mismo tiempo, tras la eliminación de la Selección Colombia, empezó a circular muy rápidamente un meme con la figura de Pablo Escobar que daba la orden de mandar matar al árbitro español que pitó el encuentro. Mal chiste. Más cuando en esos días se recordaban los 20 años del asesinato de Andrés Escobar por su famoso autogol.

Antes, ¿cuántos no odiaron a la embajadora de la buena voluntad de la ONU que posteó un fotomontaje de James y Falcao sobre un terreno de cocaína?

Caras de una misma moneda

Amor y odio son dos caras de la misma moneda. Dos caras que ponen un espejo ante nosotros y reflejan lo pasional, extremo y personal que asumimos todo. Triunfo y fracaso.

Pareciera que somos tan incapaces de perder como, paradójicamente, de ganar. Algo parecido a lo que nos pasa cuando se nos critica… no me gustó tu reseña de esta ocasión, le dijo un conocido a un columnista.

Este, de inmediato, lo sacó de sus “amigos” en Facebook, lo bloqueó en Twitter y le dijo: no me hables más. Así no más.

Esa situación, que parece tan ridícula como extrema, es pan de cada día bajo diversos escenarios. Esto sucede porque la cabeza opera más o menos así (debe leerse en crescendo, como una bola de nieve incontenible, exagerada, aplastante): “No me gusta (algo que hiciste) – no me gustas tú – no te quiero – entonces te odio”.

¿Qué se hace con eso? Pues enfrentarse, pelear. Arrogancia y soberbia impiden ver otro camino posible.

Sin irnos tan lejos, basta recordar la manera como se condujo la campaña presidencial del 2014, sacó los peores monstruos de cada uno; con dardos lanzados permanentemente entre los candidatos, escándalos, espionaje, manoteos y gritos.

Quizá lo que mejor ilustre estos episodios sea el comercial que fue bautizado en las redes como “la loca de las naranjas”, la transformación de un ama de casa en un Hulk insultante que botaba la comida de la rabia, que produjo muy mala impresión entre los votantes y al que algunos, incluso, le atribuyen la derrota de Óscar Iván Zuluaga.

Idénticos

Cuenta la historia de Wicked, un musical basado en el libro de Gregory Maguire cuyo subtítulo es “Memorias de una bruja mala”, que dos hermanas –Elphaba y Nessarose– habrían de separarse en un momento de su historia: la primera, de piel verdosa, sería sistemáticamente rechazada; la segunda, blanca como la leche, le sería asignado el título de la bruja buena.

Por supuesto, porque así lo decide el pueblo, Elphaba sería la mala y eso la separaría de Nessarose. Pese a ser familia, nunca más podrían volver a estar juntas. El bien y el mal estarían encarnados en ellas. Tiempo después, en esa historia aterrizaría Dorothy, la protagonista de El mago de Oz.

¿A qué viene este recuento? Tiene dos patas: una, en la que queda claro que la raíz de muchas situaciones, aparentemente contrarias, proviene del mismo lugar. En este caso, tenían los mismos padres.

La otra, que el ejemplo narra idealmente la sensación de lo irreversible. De la imposibilidad de cambiar el rumbo. O la tan recurrida sentencia de “no me quedó otra opción”. A Elphaba, signada como bruja mala, no le quedó otro camino que “ser mala”.

Si volvemos a Colombia, ¿cuántos “hermanos” no se han separado entre ellos porque ya no tienen empatía el uno con el otro o ya no tienen el mismo objetivo? O, porque justamente buscan lo mismo, se vuelven rivales a muerte.

El caso de Santos y Zuluaga encajaría allí, que no es otra cosa que la historia del poder, aquí y en cualquier lugar del mundo y a lo largo de los siglos.

¿Qué es lo que odia el uno del otro? La ambición de su rival, pero porque es la propia. Los monstruos de cada cual se expusieron, y, con su ejemplo, nos expusieron a todos en la más descarnada humanidad.

Es el regreso al origen: Caín mata a Abel, pese a ser su hermano, por un arrebato de celos incontrolables. Es la condena original, el impulso original de destruir al otro como método de sobrevivencia.

Mandela y Drogba

Ya lo explicaba Freud: “El odio en tanto que relación con el objeto es más antiguo que el amor, ya que este sentimiento encuentra sus orígenes en las pulsiones de conservación del yo, y no en las pulsiones sexuales”.

Es decir, primero vino el odio –destruir al otro para sobrevivir–, luego, el amor –cuidar, dar–. ¿Cómo romper con esto? La historia ha dado sus propias herramientas para ir desmontando este impulso animal.

La sublimación ha sido una de ellas llevando el odio hacia otro lugar. El cine logró sacar el circo romano a una pantalla y los videojuegos se la pasan “matando”, pero no matan a nadie.

También el humor nos permite procesar la información desde otros ángulos. Basta ver cómo una respuesta-reacción divertida remedió una situación de tensión en un cierre de campaña violento en el país cuando “doña Mechas” se burló de “la loca de las naranjas” diciendo que no iba a votar por “Zurriaga” sino por “Juan Pa” y sugiriendo que “su sobrina” se había enloquecido.

El deporte también nos ha dado buenas respuestas. Mandela, en pleno Mundial de Rugby de 1995, después de estar años tras las rejas por el Apartheid, se alió con el capitán del equipo, ícono de la supremacía blanca, para unificar al país. Y lo logró.

Didier Drogba, “El Elefante” de Costa de Marfil, al clasificar a su país al Mundial de fútbol de 2006, le imploró a los rebeldes de su país y a todos los enemigos de la paz que se perdonaran los unos a los otros.

Su gesto fue un cese el fuego luego de cinco sangrientos años de guerra civil. Hoy recibimos a una nueva selección en Colombia. Una nueva generación que no está viciada por la historia. Como decía Ricardo Silva en una columna, “una generación de profesionales que no les temen a los poderes de siempre ni creen eso de que quien nace en Colombia está condenado a repetir la historia”.

Así, el odio –que se siente, o del que se huye– se hace necesario para definir un cambio. El país votó por un camino distinto, por una reconciliación. Lo hizo convencido, o no, pero votó.

En momentos de presión o angustia, amor y odio se confunden y pareciera que no habría más salida, pero si lo deseamos lo suficiente, como dice Freud, el amor puede pasar a ser el opuesto del odio. Y allí es donde, verdaderamente, puede cambiar el orden de las cosas.

* Publicado originalmente en la edición impresa de la Revista Diners, en julio de 2014.

         

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mayo
18 / 2022