Dos historias para entender los trastornos del espectro autista

Dos madres le contaron a Diners el extraordinario viaje humano que han emprendido a partir del diagnóstico de autismo de sus hijos. Dos historias de amor y tenacidad a través de los ojos de la neurodiversidad.
 
Dos historias para entender los trastornos del espectro autista
Foto: ILUSTRACIONES XIMENA ARIAS @_XIMENA.ARIAS /
POR: 
Andrea Vega

A finales de 2018, las prioridades de Adriana Montes, doctora en Ciencias Naturales, cambiaron radicalmente. Su carrera en educación e investigación por más de una década en Alemania pasó a un segundo plano al saber que estaba embarazada de su primer hijo: Arturo.

Adriana decidió regresar a Colombia, con la ilusión de que el niño creciera rodeado del ambiente familiar que la había acompañado a ella durante su infancia. El padre de Arturo la acompañó, pero el caos suramericano lo sobrepasó y pronto sobrevoló de regreso el océano que los separaría desde entonces.

A los dos años, el niño ya se sabía el abecedario y todos decían que era un genio. Pero, así como las figuras de cartón que Adriana le pegaba en el bosque para estimular su desarrollo, otras pistas sobre la naturaleza particular de Arturo fueron apareciendo en el camino.

El niño tenía dificultades al caminar, repetía mucho ciertas palabras, no cogía la cuchara y no señalaba las cosas. Adriana veía que su hijo se angustiaba cuando estaba con otras personas, que aleteaba cuando se emocionaba y movía la cabeza. “Empezamos a notar que Arturo tenía ciertos comportamientos que eran diferentes. Por ejemplo, a él solo le gustaban los números y las letras; era difícil que jugara con lo que juegan los niños a esa edad”, recuerda Adriana.

Por sugerencia de la abuela de Arturo, que había sido profesora de preescolar, buscaron a expertos que lo evaluaran. En 2021, al cabo de ocho sesiones, el diagnóstico era claro: el niño estaba dentro del espectro autista.

Adriana, dedicada a investigar las respuestas en las ciencias, por primera vez no sabía qué pensar. Su cuerpo, su cerebro y su corazón quedaron “dormidos” por varias semanas. Una montaña rusa de emociones la llevaba, en plena pandemia, de la tristeza a la frustración, de la culpa a la rabia, del desconsuelo a la desolación.

Finalmente, lo que más la ayudó a comprender la condición de su hijo fue el tiempo, y es algo que les aconseja a otros padres que estén enfrentando una situación similar. “Hay que entender que el proceso de un diagnóstico de estos no solo es para el niño, sino también para toda la familia. Cada uno necesita su espacio y su periodo de tiempo para procesarlo  y comprenderlo”, señala. 

“A mí siempre me ha gustado saber el porqué de las cosas. Eso me invitó a leer, a investigar, y despertó en mí esa parte científica que me ayudó a analizar y entender muchos comportamientos de Arturo, a comprender el autismo y a saber cómo puedo apoyarlo de la mejor manera”.

Es importante saber que al hablar de autismo es normal que surja la palabra neurodiversidad,  un término acuñado en 1990 por Judy Singer, una socióloga con autismo que se refiere al gran conjunto de trastornos del neurodesarrollo que puede tener una persona: trastorno del espectro autista, trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), dislexia, entre otros, pero que no son patológicos. 

Esto significa que tener un cerebro que procesa la realidad de otro modo no es algo negativo; es, simplemente, una forma distinta de relacionarse con el mundo. El objetivo es potenciar al máximo sus habilidades y su bienestar emocional. 

“Muchas veces, ellos tienen dificultades a la hora de reconocer los sentimientos y las emociones. Puede que se sientan frustrados o que estén dolidos, pero no lo pueden expresar con palabras, porque esa conexión entre el vocabulario y los sentimientos les cuesta. En vez de decir ‘Mamá, me duele la barriga’, se desregulan emocionalmente, se tiran al piso, lloran o se autoagreden”, señala Adriana.

Aunque tiene buen vocabulario, a Arturo le cuesta expresar sus sentimientos con palabras. En la parte motora, el niño tiene debilidad en el tono muscular y debe desarrollar el equilibrio, pero sin duda el mayor de los desafíos que enfrenta, según su madre, es su rigidez mental. Cualquier cambio en su rutina diaria, como salir de vacaciones, ir a un médico o viajar, exige una preparación detallada con dibujos para ayudarle a disminuir su angustia. 

Arturo siempre la sorprende con su memoria fotográfica. Su gusto por los números y las letras ha hecho que a sus cuatro años se sepa todas las placas de los carros de su edificio, el número de parqueadero y de dónde vienen. Sabe leer perfectamente, y contar los números en español, inglés o alemán.

Para Adriana, es fundamental que desde la legislación se brinde más apoyo a las personas con autismo, pero no solamente con más cupos en los colegios —después de ocho solicitudes, por fin logró que en un colegio aceptaran a Arturo—, sino además promoviendo su empleabilidad.

“He recibido muchas llamadas de papás reprimidos por la sociedad, por el ‘no salgo porque mi hijo de pronto aletea en un restaurante y qué dirán mis amigos’. Yo les digo ‘eso no importa, lo más importante es su hijo…’. Libérense, griten a los cuatro vientos que tienen un hijo autista y que están orgullosos de él”, expresa con emoción. 

Adriana prepara un libro para el próximo año, junto con el psicólogo Camilo Ospina, especialista en neurodesarrollo, para guiar a padres, cuidadores y docentes.

Natalia y Simón: el premio a los valientes

El camino a través del autismo que inician Adriana y su hijo Arturo ya es un territorio que Natalia Castro y su hijo Simón* conocen desde hace una década. 

Natalia y su esposo, César Jaramillo, se conocieron hace 23 años en la fiesta de graduación de ella como economista en la Universidad de los Andes. Esa noche bailaron, a las dos semanas él le propuso matrimonio y a los seis meses se casaron.

Por el trabajo de César como experto en marketing, la pareja tuvo a sus dos hijos mayores en China: Daniela, de dieciséis, y Simón, de doce. Después se mudaron a México, país en el que están radicados desde hace casi doce años y donde nació su hija menor, Gabriela.

A los dos años de edad, Natalia llevó a su hijo Simón a una terapia de estimulación temprana. Las cámaras evidenciaron un abismo invisible entre Simón y los demás niños: no seguía las instrucciones, no producía los sonidos de los animales, ni siquiera alzaba los brazos cuando le lanzaban una pelota. 

La pareja pensó que podría ser un tema de integración sensorial, similar al que había tenido su hija mayor. Pero luego de la evaluación de los especialistas, Simón no solo tenía autismo, sino que estaba dentro del grupo donde era muy probable que no pudiera tener contacto con el mundo.

Cuando ella lo llamaba, él no la miraba. Cuando ella le hacía un gesto, él no la imitaba. Natalia sentía que tenía a su hijo al frente, pero no lo podía alcanzar. Se preguntaba si alguna vez ella lograría encontrar la llave para abrir su mundo, si hallaría la ficha del rompecabezas que le faltaba.

Al recibir el diagnóstico, Natalia y César lloraron; sin embargo, poco después se recobraron de la impresión que les causó la noticia y decidieron que iban a pelear como familia. César renunció a su trabajo en una multinacional para poder radicarse definitivamente en México y así darles continuidad a los tratamientos que requería Simón. Por su parte, Natalia dejó de lado su rol de empresaria de juguetes y asumió su proyecto más importante: lograr que su hijo se conectara con ella, con su familia y con el mundo.

Ilustración trastorno autista
Ilustración: Ximena Arias @_Ximena.Arias

Precisamente, Natalia es muy enfática en señalar que ellos recorrieron su propio camino, con lo que les funcionó en el lugar donde se encontraba Simón. Primero comenzaron con terapias ABA (por su sigla en inglés), que se basan en la repetición, y luego continuaron con terapias con caballos, orofacial, sensorial y de lenguaje.

Su proceso de desarrollo iba bien, pero alrededor de los cinco años se estancó. Natalia tuvo que seguir investigando e incluso hizo un diplomado sobre autismo, en el que conoció diferentes metodologías y obtuvo herramientas para entender mejor el diagnóstico de su hijo.

La fortuna hizo su parte; casualmente, el papá de un conocido en el nuevo trabajo de su esposo resultó ser Nataniol Lahor, un experto en autismo de la Universidad de Yale del que Natalia había oído hablar. El investigador los conectó con un equipo multidisciplinario de expertos en Israel, a donde viajaron con Simón durante un mes.

El grupo de especialistas señaló que lo que más necesitaba el pequeño en ese momento eran terapias DIR/floortime, que se basan en el juego y en seguir los intereses del niño. “Cuando se habla de autismo siempre se busca su interés, porque cuando ellos se inclinan por un tema se meten en profundidad y tú tienes que tomar ventaja de esto”, agrega la madre.

Al cabo de tres semanas de terapia intensa, Simón empezó a expresarse a través del juego por iniciativa propia. Sus padres no lo podían creer. Al regresar a México, continuaron con estas terapias y además encontraron una nueva terapeuta de lenguaje —ya habían pasado por cinco anteriormente—, que poco a poco logró que Simón hablara cuando tenía unos seis años. 

Simón comenzó su primaria con una acompañante terapéutica junto a él todo el tiempo. Actualmente, solo la necesita en las clases que tienen un lenguaje de abstracción, lo que aún es difícil para él. Simón ya tiene doce años, les teme a los insectos, le encantan los temas de trenes, los desastres naturales, los aviones y Star Wars. 

El niño recibió recientemente su diploma de quinto de primaria; justo después de su grado hicieron una fiesta en su colegio, y Natalia estaba contenta de ver cómo su hijo interactuaba con sus amigos. 

“Fui la más feliz en esa celebración al ver que habíamos encontrado la llave para poder abrir esa caja que había estado cerrada para él”, recuerda. 

*Nombre cambiado por petición de la fuente.  

¿Qué es el autismo?

Lo primero que hay que decir es que el autismo no es una enfermedad, sino un trastorno. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los trastornos del espectro autista (TEA) son un grupo de afecciones diversas que se caracterizan por algún grado de dificultad en la interacción social y la comunicación. Según la entidad, uno de cada cien niños en el mundo tiene autismo.

“A la luz del conocimiento científico actual, el autismo se puede definir como una entidad clínica asociada a alteraciones del neurodesarrollo que compromete los ejes de la socialización y del lenguaje, afectando también, en muchos casos, el procesamiento sensorial del individuo”, asegura Lina Becerra Hernández, Ph.D. en Ciencias Biomédicas, docente de Neurociencias y del diplomado en Trastornos del Espectro Autista de la Universidad Javeriana de Cali.

La doctora Becerra indica que las señales de que un niño puede estar dentro del espectro del autismo varían en relación con su edad y el contexto particular de desarrollo. “Pueden incluirse la evitación del contacto visual, la disminución de expresiones faciales emotivas, la aparente indiferencia hacia la presencia de otros y las conductas o intereses restringidos o repetitivos, como alinear juguetes o usarlos siempre de la misma manera”, asegura.

“El tratamiento para el autismo se debe enfocar en las alteraciones individuales. Por esta razón, se requiere realizar una valoración inicial que determine las necesidades particulares y hacer un seguimiento que facilite llevar a cabo un proceso de ajuste, según los momentos terapéuticos”. Una persona con autismo podría verse beneficiada con un enfoque conductual, de integración sensorial, nutrición dirigida, psicomotricidad, etc. “Es ideal un equipo de trabajo interdisciplinario, que incluya medicina especializada, terapia ocupacional, física y del lenguaje, psicología y nutrición, entre otros”, agrega.

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septiembre
5 / 2023