Poesía colombiana, libro recomendado de la semana
Juan Gustavo Cobo Borda
Antología de la poesía colombiana contemporánea
Compilador: Ramón Cote Baraibar
Planeta Lector, Bogotá, 2017.
286 páginas.
El antropólogo inglés Jack Goody dice que existe una civilización cuando se cultivan tres artes superfluas: la jardinería, la cocina y la poesía lírica. ¿Por qué? Hay tiempo y recursos disponibles y se puede pensar más allá de las necesidades diarias.
Ramón Cote Baraibar (1963), poeta e hijo de poeta, ha reunido treinta y cinco rapsodas, desde Aurelio Arturo y Álvaro Mutis hasta Lauren Mendinueta (1977).
La antología, de carácter didáctico y con prólogo ilustrativo, nos permite recobrar textos valiosos y un tanto obliterados como la Trilogía, de Mutis y el avasallador y pionero Responso por la muerte de un burócrata, de Héctor Rojas Herazo, inicio de toda la poesía urbana en Colombia, como la intentaron después Mario Rivero o María Mercedes Carranza.
De otra parte, en Llanura de Tuluá, de Fernando Charry Lara y en A un campesino muerto en la violencia, de Eduardo Cote Lamus, padeceremos esa constante de crimen y dolor que la música verbal intenta sosegar, ya en la Medellín de José Manuel Arango donde las que lavan las calles en la madrugada se afanan para que los transeúntes no pisen la sangre. Pero la sangre del hermano manchará la camisa blanca en Horacio Benavides y en Fernando Herrera los asesinos volverán al lugar del crimen para acumular “odio sobre odio”.
En los textos de Miguel Méndez Camacho como en los de Darío Jaramillo el cuerpo irrumpe, como transgresión alborozada, en contra del pudor hipócrita o la ironía con que Jaramillo elige los amores imposibles, pues son menos dañinos y no hieren tanto. Y, claro está, al ser imposibles pueden resultar eternos.
En nuevos nombres como Rómulo Bustos o Jorge Cadavid la poesía se enriquece con paradojas filosóficas y el afán de concentrar el discurso en instantes fugaces y no por ello menos profundos aprendidos de los poetas de China y Japón. La poesía también se ha vuelto global, pero sigue afincada en parcelas, pueblos y ciudades colombianas, sigue insistiendo en esa súplica ancestral:
déjame pedirte que el engaño,
el dulce engaño de ser tú y yo dure
el vasto tiempo de este instante
como rezó María Mercedes Carranza.
Resulta remarcable el uso que se hace de los animales (vaca, cabra, negros corceles, el cangrejo) para desde ellos recobrar la naturaleza o una renovada humanidad, como lo hace Juan Felipe Robledo ante el árbol de caucho que ve pasar invasores o a cuya sombra tejen sus caminos las hormigas, pero él sigue inalterable sintiendo que “Todo es vida de esplendor para el olvido”.
Ese esplendor recobrado que este volumen nos permite leer en rica cosecha. Un país y un alfabeto para hacerlo nuestro.