Una mirada a Perú más allá de Machu Picchu
Paola Miglio - @paola.miglio
Es complejo sacarse de la cabeza que un país es su más importante atractivo turístico. El más explotado, el más visibilizado, el más visitado. En Perú, es el caso de Machu Picchu, que sin restarle mérito alguno de maravilla del mundo, ha pasado a ser casi el único motivo y destino obligado de los viajeros –además de la gastronomía–, que llegan a esta tierra.
Pero atreverse a más es también sabroso. En un país tan diverso, descubrir que los desiertos casi se chocan con el mar, que las selvas altas son un prodigio de paisajes e insumos, que las montañas albergan minas de sal rosadas que al atardecer se vuelven de mil colores, es una divertida posibilidad para expandir la estancia o modificarla.
En este texto les cuento cinco de mis destinos favoritos. A esos que vuelvo siempre, y que me ayudan a entender un país tan complejo y lleno de matices, donde Andes, Amazonia y costa se mueven constantemente y se intercalan con cultura viva, historia y naturaleza.
Salineras de Maras y Moray: la sal rosada de Cusco
Llegar al atardecer a las salineras de Maras es, pienso, la mejor experiencia para descubrirlas en su mejor perfil. El sol se filtra entre las montañas y sus últimos rayos rebotan creando una paleta rojiza. Hipnotizadora.
Las salineras están muy cerca de Maras, pequeño pueblo a 41 kilómetros por carretera desde la ciudad del Cusco (a hora y media en auto), a más de 3.000 msnm. Rodeado por los nevados Wakay Willka (5.682 msnm) y Chicón (5.530 msmn), Maras es paso también para la ruta que conduce a las ruinas circulares de Moray, y así, en un solo viaje, se abrazan dos destinos bastante impresionantes.
La leyenda cuenta que los hermanos Ayar, hijos del dios Viracocha, el que hizo el mundo, fueron a Cusco para fundar el imperio incaico. Al menor, Ayar Cachi, de ímpetu guerrero, la rebeldía le pasó factura, pues fue transformado en la montaña Qaqawiñay y de sus lágrimas nacieron las salineras. Estas se encuentran exactamente en las comunidades de Maras Ayllu y Pichingoto, en el Valle Sagrado de los Incas.
El producto se obtiene de la evaporación natural de un río salado, que se piensa drena de un posible océano prehistórico ubicado debajo de las montañas. Libre de contaminantes, la sal es apreciada por ser rica en nutrientes y minerales.
¿Qué hacer en este lugar?
En la actualidad se explotan cerca de diez hectáreas y hay un camino trazado para los viajeros que quieren gozar del espectáculo. Bien se puede llegar en solitario en auto, pero lo recomendable es tour y guía que incluya también los andenes circulares de Moray, un espacio que se piensa fue centro agrícola de experimentación y domesticación de cultivos en épocas de los incas y en cuya cima, a varios metros, se encuentra el premiado restaurante de los chefs Virgilio Martínez y Pía León, Mil Centro.
Salineras
También está la posibilidad de bajar hasta las salineras en bicicleta, aunque por experiencia personal les digo que si no dominan el asunto, mejor ni lo intenten porque es de vértigo y caídas estrepitosas. Incluso, si su espíritu aventurero le quiere ganar a la razón, conténganse.
Para pasar el día, la sugerencia es ir primero a Moray; si tienen oportunidad, almorzar en Mil y cerrar con las salineras. Luego, dejen que las montañas los absorban, vayan a quedarse en uno de los hoteles del valle que se acomodan en las riberas del río y ofrecen desde posibilidades boutique hasta spas con vista a los apus (montañas).
Ruta al sur: la vitalidad de un desierto
La costa sur de Perú es desértica, cierto, pero la surcan ríos que crean valles fértiles y abundantes; precisamente alrededor de los cuales se formaron las ciudades de hoy y antes: grandes civilizaciones.
Los antiguos peruanos dominaron la aridez del desierto con genialidades de ingeniería hidráulica, como los acueductos de Nazca, en la región de Ica. Y hasta allá me los llevo, al sur de Lima. A pocas horas en auto se extiende una tierra mágica de vientos feroces, mares helados, desiertos, oasis y viñedos.
La versatilidad de esta tierra de embrujos, peregrinación y pisco (allí está la ciudad que le da nombre al destilado nacional) la propone como un corredor donde, además de lo histórico, confluye riqueza natural y gastronómica.
Hay rutas de bodegas-boutique y otras más grandes, donde los piscos y vinos tradicionales y naturales crecen con los años en calidad; haciendas centenarias remodeladas para asegurar la estancia, y hoteles de lujo al lado de la bahía de Paracas, justo antes de la entrada a la Reserva Nacional, para pasar unos días de desconexión y deporte de aventura.
Ica, la ciudad capital de la región, es alborotada pero entretenida, paso fijo para llegar a desiertos más profundos, como el de Ocucaje, y oasis que se descubren en rutas duneras en cuatrimotos.
¿Qué hacer en la ruta al sur?
Los imperdibles en la ciudad: la laguna de Huacachina, oasis rodeado de palmeras y huarangos, que además cuenta con buena infraestructura hotelera y de restaurantes; la catedral de Ica, santuario del Señor de Luren, iglesia de la Compañía de Jesús que data de 1700 y presenta un exterior neoclásico e interior barroco, y el pueblo de Cachiche, famoso porque sus curanderas trataban toda clase de males.
¿Los indispensables en la ruta?
Además de las bodegas, como Murga o Queirolo (hacienda transformada en hotel donde pueden acomodar su estancia base), para visitar en orden de recorrido están Chincha, rica en historia y naturaleza, antigua tierra dedicada al cultivo del algodón. Tiene entre sus principales atractivos la playa de Wakama, la hacienda San José y el caserío El Carmen, donde viven los descendientes de los antiguos esclavos venidos de Angola, África, que conservan su música y danzas.
Paracas, nombre de viento, de bahía y de una de las culturas prehispánicas más importantes. En su Reserva Nacional están las islas Ballestas, refugio de vida marina. Pisco, ciudad que aparece en los primeros mapas conocidos del siglo XVI.
Palpa, uno de los secretos mejor guardados, pequeño pueblo de camarones crujientes, mangos y ciruelos, que transporta de inmediato a un Perú virreinal, de calles estrechas y vecinos que intercambian dulces, como tejas y compotas de mango. Y Nazca, entre bosques de algarrobos y acueductos milenarios, cultura precolombina con potente historia y mucho sabor.
Cualquier momento es perfecto para viajar al sur, hay sol siempre, y si bien las noches suelen ser algo frías, el clima es delicioso. Desde Lima salen buses a las ciudades más importantes y también hay tours armados, pero la carretera es buena y segura, así que recomiendo alquilar un auto y lanzarse a parar y desviarse tanto como el instinto y Waze lo permitan.
Lambayeque: la ruta moche, la ruta del sol
Los nacidos en Perú sienten una obsesión, especialmente los limeños, por la costa norte. A pesar de tener el mar al lado, cada vez que pueden abordan un avión y se van a descubrir el sol eterno que les niega la capital. Esta vez, Lambayeque, tierra por donde circula la conocida ruta Moche y abundan las maravillas culinarias. El intenso mundo prehispánico y colonial que se vivió en esta ciudad se encuentra aún muy marcado en el estilo de vida de muchos de los habitantes, en sus tradiciones y costumbres.
Lo recomendable es viajar a la capital, Chiclayo, a hora y media en avión desde Lima. Es una urbe ajetreada que cada año se vuelve más grande e integra lo último en desarrollo comercial con tradiciones de antaño.
Aquí se viene a comer bien, se entremezcla uno con la gente en sus jirones, catedral e iglesias, se maravilla de la excentricidad en el paseo de las Musas y se sumerge en sus vastos mercados, como el Moshoqueque y el Modelo (visiten los pasadizos de los hierberos y curanderos).
Imperdibles de Lambayeque
Los pueblos y balnearios son otro atractivo. Tres para no saturar: Zaña, a 45 kilómetros de Chiclayo, se fundó en 1563 y conserva el sabor y aroma de los siglos. Aquí se instalaron los esclavos llegados de África para trabajar la caña de azúcar, junto con las familias más pudientes de la zona.
El pueblo sufrió inundaciones y de su antiguo esplendor solo se pueden rescatar bóvedas y muros de los templos La Merced, San Francisco, San Agustín y la Iglesia Matriz: a ellos se les sube la vegetación sin control, los baña la lluvia sin contemplaciones y se han convertido es espacios mágicos de cuento seductor.
Las antiguas familias adineradas que vivían en Zaña se mudaron a Lambayeque ciudad y en un recorrido por sus calles pueden admirarse las viejas casonas y templos, como la Casona Montjoy o de la Logia, la Casa Cúneo, la Casa Descalzi, la hostería San Roque y la iglesia San Pedro.
Y finalmente, Pimentel (a 14 kilómetros de Chiclayo), el refugio de los locales, guarda también casonas de antaño de familias que se dedicaron al agro y la tradición de los caballitos de totora, que se lanzan al mar para rescatar la pesca del día.
A 30 kilómetros al norte de la ciudad está Túcume, enorme complejo arqueológico de hace más de mil años que guarda pirámides impresionantes; y a 78 kilómetros al norte, Motupe, con su cruz de Chalpón y un interminable ascenso que invita al peregrinaje y a la devoción.
Museos y gastronomía de calidad
No es tierra breve Lambayeque y tampoco su historia. Aquí se encuentran algunos de los museos más importantes de la ruta Moche, como el de las Tumbas Reales de Sipán, el Museo de Sicán o el Museo Brünning y la Huaca Chotuna.
La escapada a La Libertad puede darse dependiendo del tiempo y el humor, sobre todo si quieren seguir con el descubrimiento arqueológico. Es una región limítrofe, pero en la ruta pueden incluir el Complejo Arqueológico El Brujo, donde se puede visitar la pirámide El Brujo, la Dama de Cao, el Museo de Cao y Huaca Prieta. El circuito dura aproximadamente dos horas y la llegada unas tres horas y media en auto.
Luego, más cerca de la capital, en Trujillo, están las Huacas del Sol y la Luna, pirámides de adobe que datan del siglo I al siglo VII d. C. Y la ciudadela de Chan Chan, a 5 kilómetros de la ciudad de Trujillo, compuesta por considerables conjuntos arquitectónicos amurallados.
Surf y buena comida completan la experiencia. La ruta está plagada de playas que pueden ser parada para chapuzones o experiencias más deportivas. Y mientras tanto, aprovechar la cocina norteña, distinguida por su sabor profundo e insumos únicos como la chicha, los ajíes cerezos y mocheros, los frutos de mar y pescados y loches (un tipo de zapallo muy aromático) color oro que anima las bases de los guisos más profundos y hechiceros. No se vayan sin probar el arroz con pato, un cabrito a la norteña, las tortillas de raya y los más frescos cebiches, por supuesto.
Ayacucho: iglesias, artesanía y danzantes
Ayacucho, en la sierra sur del Perú (2.761 msnm promedio), arrastra una historia de lucha que ha sabido sobreponer gracias al trabajo y la esperanza de su gente. Es también un territorio curioso, pues fue cuna de la cultura wari y conjuga restos arqueológicos con tradiciones y enorme religiosidad popular.
Abundante en recursos, hay música de guitarristas entrañables; artesanía en metal, piedra, madera y telares; retablos y cerería; alegría de danzantes de tijeras y sabor de guisos de olla. El descubrir es infinito: sus pueblos, su gente, su entusiasmo se revelan desde que uno aterriza en Huamanga, a una hora de Lima en avión, ciudad en la que descansan 33 iglesias y donde los dulces de monjas se venden a través de ventanas secretas y las semanas santas son un ejercicio de culto cautivador.
Por supuesto, buena cocina
Lista para recibir al viajero, Ayacucho ofrece en Huamanga hospitalidad y buena cocina, además de la posibilidad de establecerse unos días para recorrer la zona, que es vasta y probablemente no alcance con una visita. Así que esta vez les pasaré una ruta que puede hacerse en cuatro días. Si bien terminarán un poco agotados, vale la pena el esfuerzo porque la maravilla es infinita.
Comenzando por la ciudad, de casonas coloniales y republicanas, edificios que se salvaron de la época del terrorismo, e iglesias y conventos que revelan el colorido y dramático sincretismo de esta región. No podrán visitar las 33 iglesias quizá, pero saquen tiempo para la catedral, Santo Domingo, San Cristóbal (la más antigua), Santa Clara y alguna más.
Maticen sus excursiones con almuerzos opíparos en los restaurantes que rodean la plaza o amenícenlos con alguna visita al mercado para comer el helado muyuchi con airampo directo de olla o al horno de la calle de Santo Domingo, donde las horas de pan chapla llaman a colas que avanzan veloces y voraces.
¿Qué no pueden dejar de ver luego de recorrer Huamanga?
Huanta, la Ciudad Esmeralda, a una hora en auto, famosa por sus movimientos independentistas del siglo XIX, paltas, papas, chicharrones y restaurantes campestres. Este es el lugar para comerse un buen cuy o una pachamanca (carnes y tubérculos, entre otros, cocidos con hierbas bajo la tierra).
Otro es el Complejo Arqueológico de Wari, en Quinua, a 2.830 msnm, la capital del primer imperio andino; y la cueva de Pikimachay (Pacaycasa), justo en la carretera Ayacucho-Huanta, donde pueden hacer una breve parada con cuidado porque es zona de curvas peligrosas. Aquí se encontraron piezas del paleolítico andino y restos óseos de animales.
Y un pueblo que les romperá los esquemas, Vilcashuamán, a 120 kilómetros de Huamanga. La ciudad prehispánica es una de las mejor conservadas del país y se incorpora con naturalidad a la vida cotidiana de sus habitantes. Para llegar es mejor tomar un tour; yo me subí a uno de todo un día que venden en las agencias de la calle Santo Domingo, a una cuadra de la plaza de armas.
Así también hacen algunas paradas en el camino y visitan Titancayoc, el bosque de puyas Raimondi en Vischongo, planta que alcanza hasta veinte metros y cuyo tronco es esponjoso y cilíndrico. Hasta ahí les alcanza el tiempo. Para el resto, tendrán que volver.
Tarapoto: la ciudad selva
Tarapoto, experiencia de selva muy completa y accesible, es una de las principales ciudades de la región San Martín; intensa, dinámica y, como todo enclave oriental peruano, colorido y frenético, pero con un cierto estado de perenne pasividad que genera el calor y el “no hay apuro”.
Creada en 1906, los españoles tomaron cuenta de ella recién a fines de 1700 con el nombre de Santa Cruz de los Motilones de Tarapoto. Hoy se le conoce como la Ciudad de las Palmeras.
De mayo a diciembre es temporada seca, momento perfecto para viajar y movilizarse con holgura sin lluvias inesperadas, pero los cambios en el clima ahora no aseguran nada. Lo único cierto es que para llegar hay que trasladarse en avión desde Lima y toma aproximadamente una hora de viaje.
Imperdibles de Tarapoto
Hay dos posibilidades que recomiendo para descubrirla: una es internarse en un lodge y someterse a la naturaleza, y otra, dedicarse a explorar la ciudad y sus alrededores, pero siempre con la capital como punto base (si hay tiempo, se pueden combinar ambas).
La primera es una experiencia única dentro de la selva e, incluso, los albergues brindan la oportunidad de realizar excursiones con guías especializados. Las hay de varios precios y algunas con todo incluido, más relajadas y ecoamigables, con proyectos bioforestales, pozas de río y programas especializados de observación de aves.
En la ciudad y sus alrededores el ritmo es distinto. Hay excursiones guiadas de un día para ver cataratas y selva (en la selva siempre hay que salir con guía). Una de ellas es la de Ahuashiyacu, a 30 minutos de la ciudad, en el cerro Escalera, a 465 msnm. Salto de agua de 60 metros donde se pueden observar orquídeas, bromelias, helechos y, si se tiene suerte, al gallito de las rocas (Rupicola peruvianus).
La laguna Azul o el lago Sauce, a 45 minutos en auto, para pasar un día viendo aves, anfibios y reptiles. O Lamas, ciudad a 20 kilómetros de Tarapoto, de empinadas calles, casas de tierra rojiza y techos de palma o tejas (sin ventanas para que no entren los malos espíritus), que evoca nostalgia de pueblo anclado en el tiempo. Tiene lugares interesantes para descubrir, como un pequeño museo étnico, y otras bizarras, como el castillo de Lamas, de arquitectura europea, perteneciente a un empresario italiano.
Y hay más…
La exploración de la ciudad se completa con el mercado local, obviamente. Pero también con la visita a espacios como Jane Artisans, tienda que guarda propuestas de la Amazonia que recorren diversas etnias como la awajún, la shawi, la shipibo, la cocama y la kichwa.
El Museo Regional de Tarapoto, que reúne la historia y datos de la región y algunos vestigios arqueológicos o la Tabacalera del Oriente, fábrica que rescata el cultivo del tabaco.
Como siempre, gastronomía para un cierre feliz. A partir de las cinco de la tarde en las calles se prenden las brasas para asar pollos y plátanos bellacos; el chocolate es otros de los atractivos de la zona ya que es área cacaotera y se encuentran buenas alternativas de tabletas y bombones.
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